Juan Matías Gil es el jefe de la misión de un buque de Médicos sin Fronteras que salva las vidas de africanos que intentan entrar a Europa desde Libia.
Hubo un tiempo en que Juan Matías Gil vivía en Yemen y la primera pregunta de cada mañana, bajo el techo de un búnker construido especialmente para soportar explosiones, era siempre la misma: “¿A cuánto habrá caído la bomba más cercana esta vez?” Algunas veces era a 5.000 metros pero muchas, o quizás la mayoría, detonaban bastante más cerca: a siete, seis o cinco cuadras.
Hay un enemigo más peligroso que la muerte para las personas como Gil, argentino, 41 años, economista y líder dentro de la organización internacional Médicos sin Fronteras. Ese enemigo es el cinismo. (Sobre)vivir en el infierno y naturalizarlo suele ser una herramienta tan útil como arriesgada para personas como Juan Matías, que habita zonas de conflicto internacional desde los 27 años con un solo afán: ayudar a las víctimas, curarlas, generar contextos para que las personas que están en la línea de fuego -metafórica o literal- puedan salir de allí vivas y con una nueva oportunidad.
“Las tristes protagonistas de estas historias”, sintetiza el propio Juan Matías con cierto pudor, desde su casa en Roma, en una pausa de la vertiginosa última década y media de su vida que lo llevó de Yemen a Congo, de India a Bosnia-Herzegovina, de Jordania a Sudán del Sur, a Irak, a Siria, a Colombia y, en el último tiempo, lo tuvo -lo tiene- sobre las aguas del Mediterráneo, el teatro de operaciones de la Ruta de la Muerte, donde Médicos sin Fronteras interviene para rescatar a migrantes africanos que intentan entrar a Europa desde Libia hacinados en botes, desbordados, lastimados, hambrientos y rechazados en ambas costas.
Gil y el equipo de Médicos sin Fronteras operan desde 2015 en la zona. En todo ese tiempo rescataron 82 mil personas. Durante 2021 el buque Geo Barents navegó las aguas entre Libia y Malta e Italia y salvó la vida de 1.903 personas en operaciones de socorro. “Hoy rescatamos a 87 personas de un gomón”, comenta Gil en la charla con Infobae, con una aclaración que da magnitud de la complejidad: “Normalmente ese gomón es muy peligroso con 10 personas a bordo”.
Esas personas son hombres, mujeres (algunas embarazadas) e incluso niños que han atravesado los siete niveles del infierno antes de llegar a las puertas de Europa en la costa de Libia. En la organización estiman que de cada grupo de 100 personas hay 20 nacionalidades. Las que más se repiten son Siria, Etiopía, Bangladés, Eritrea, Sudán del Norte, Mali, Guinea, Nigeria, Costa de Marfil o Somalia.
Gil es jefe de misión del Geo Barents, que busca estos botes lanzados al mar por traficantes de personas. “Entendemos de dónde pueden salir y hacemos patrones de búsqueda intentando encontrarlos”, explica. La situación empezó a complicarse en 2014, con la muerte del líder libio Muammar Khadafi. Las rutas migratorias se concentraron allí como punto de partida hacia Europa para miles de toda África y se sumaron a la situación de los sirios que llegan desde Turquía y cruzan a Grecia más el histórico “puente” entre Marruecos y España.
“La política de la Unión Europea (UE) fue alejar las fronteras lo más posible. Externalizar el manejo de sus fronteras. Alejar el problema. Hicieron acuerdos Italia con Libia, Marruecos con España y la UE con Turquía. El acuerdo es pagar a estos gobiernos para que contengan al flujo migratorio (hablamos de migrantes económicos, refugiados y los solicitantes de asilo). Pero en Libia encontraron el mecanismo para salir mediante traficantes y entrar a Europa”, explica Gil.
El terrible problema de los migrantes que cruzan el Sahara y llegan a Libia es que en ese país abundan las violaciones a los derechos humanos, los abusos sexuales, las torturas, los secuestros extorsivos e incluso la venta de personas.
“Europa pagó y creó la guardia costera de Libia para interceptar personas que huyen, para que las devuelvan a la tierra libia entrando en un círculo de violencia permanente. Sufren maltratos en centros de detención hasta que logran pagar y salir y encontrar un traficante que los pone en una embarcación precaria para volver al círculo”, explica Gil, casi avergonzado.
El argentino ríe irónicamente cuando repite lo que dicen en Europa, que la política es eficaz: “Claro, para mantenerlos lejos de Europa sí”. Según sus cálculos son más de 30 mil migrantes interceptados en el mar y devueltos y 1.500 los muertos, aunque aclara que es un número subestimado. “Es la cantidad de gente que murió en el Titanic un siglo atrás, no puede ser que esto pase”, comenta.
El equipo de trabajo de Gil no tiene acuerdos con Malta ni con Italia. Con suerte, en Italia les atienden el teléfono cuando rescatan un barco y avisan que hay que cumplir con la ley marítima internacional, que indica que hay que llevar a los rescatados a un puerto seguro. “Italia, no con pocas trabas y negociaciones, nos termina asignando un puerto para desembarcar”, aclara.
Los migrantes se suben a gomones tubulares que ponen los traficantes en la puerta de salida de Libia. Cada bote tiene una brújula para no perder el rumbo y un teléfono satelital que en caso de emergencia emite una alerta verde que intercepta el Geo Barents y sale al rescate. Esto ocurre si se quedan sin combustible, si se rompe un motor o se pincha uno de los tubos.
Al llegar a un puerto el Geo Barents desembarca a los migrantes y los médicos identifican los casos vulnerables: los que están con emergencias médicas, los menores de edad, las mujeres embarazadas o quienes padecen una afectación psicológica aguda.
Varias de las personas rescatadas suben al buque de Médicos sin Fronteras con lesiones físicas visiblemente recientes, muchas de estas, fracturas de huesos. Se trata de lesiones que requieren un tratamiento urgente para el dolor. La mayor parte de los migrantes lastimados cuenta que las heridas se produjeron antes de salir de Libia o justo en ese momento. Otros relatan que fueron hechas por los guardias de los centros de detención o por hombres armados en los lugares donde estaban recluidos. También hay testimonios de personas que acusan a la guardia costera libia por lesiones en las interceptaciones en el mar.
“Sufrí mucho en Libia”, cuenta Aissatou, una mujer de 21 años de Camerún. “Cuando llegué allí, no tenía ninguna cicatriz. Ahora, tengo por todo el cuerpo”. Ella tiene una gran cicatriz en el pecho, consecuencia de un apuñalamiento que sufrió al intentar escapar de una prisión en Libia: “Era una cárcel de mujeres, así que los guardias siempre violaban a las chicas. No nos alimentaban bien. No teníamos ropa; vivíamos en la suciedad. Cuando intentábamos escapar, llamaban a las bandas para que vinieran a azotarnos. Nos golpeaban con sus kalashnikovs”.
Un día, varias mujeres, entre ellas Aissatou, salieron corriendo de la prisión. “Cuando los guardias vieron que las chicas se escapaban, sacaron todo lo que pudieron, barras de hierro, armas, para dañarnos. Fue entonces cuando un guardia me apuñaló en el pecho. Me apuñaló con un tubo de metal”, cuenta y relata: “Muchas chicas resultaron heridas, pero corrimos de todos modos. Mi ropa estaba empapada de sangre. Le pedí a gente en la calle que me escondiera”.
Varias personas rescatadas por el Geo Barents en diciembre de 2021 relataron haber sufrido o presenciado violencia sexual, tanto en Libia como en sus países de origen, incluido sexo transaccional, prostitución forzada, violación, matrimonio forzado, trata y mutilación genital femenina. Muchas de ellas habían sufrido este abuso durante un largo período de tiempo.
Aissatou fue una de ellas durante el tiempo que los traficantes la retuvieron en grandes almacenes cerca del mar, antes de subir a los barcos que salen de Libia: “Los traficantes nos violan en los almacenes. Si te negás, te amenazan con un cuchillo. No hay otra opción”.
“Me genera indignación, rabia y vergüenza. Estas cosas, las muertes, podrían ser evitables. Si los gobiernos europeos en lugar de gastar dinero en tecnología militar para interceptar personas usaran estos recursos para un mecanismo de rescate con la misión de salvar vidas no estaríamos lamentando estas situaciones y no estaríamos acá. Son rutas de muerte. Es indignante que gobiernos europeos devuelvan personas al lugar de donde están huyendo. Es nuestra reacción y es nuestro motor luchar contra eso y empujar”, dice el argentino.
Juan Matías Gil vio demasiadas cosas durante su vida en el corazón de las tinieblas. Viajaba por India, 14 años atrás, cuando se cruzó con una misión de Médicos sin Fronteras. Quedó enganchado para siempre con la idea de una vida de solidaridad, aventura y riesgo alrededor del mundo. Estaba cansado de trabajar en la actividad privada. Quería meterse en un lugar donde existiera “el impacto en las otras personas”.
Así todo, el riesgo es real y permanente. En junio del año pasado, tres cooperantes de Médicos sin Fronteras fueron asesinados en Etiopía. Vestían ropa que los identificaba como trabajadores de MSF y viajaban en un vehículo de la organización claramente identificado. Habían estado trabajando en la zona desde febrero de 2021, y se dedicaban exclusivamente a actividades médicas y humanitarias, conforme al derecho internacional humanitario, y en diálogo y bajo la aceptación de todas las partes del conflicto. Ese peligro existe siempre. Podría haberle tocado a Juan Matías.
Gil pasó la rompiente de los 40 pero no considera que la edad sea una cuestión determinante para la vida en constante tensión que lleva alguien que hace su trabajo. No es la edad, es el tiempo transcurrido. “Hay un momento que se necesita decir ‘basta’ porque vivimos en un mundo distinto, no es la realidad de lo que viven las personas. Cuando empezamos a creer que esto que nos pasa es el único mundo real es mejor tomar distancia y perspectiva. Depende del desgaste emocional porque uno se involucra mucho. Y las situaciones son límites. Tenemos que reconocer en nosotros cuál es el momento de sobreestrés”.
Dejó atrás a sus padres, a sus hermanos y se metió de lleno en la homérica tarea de la ayuda humanitaria. Sin fecha de regreso y con la incertidumbre de no saber qué se puede hacer después de semejante entrega.
“Siempre tuve la sensibilidad para estos temas. Desde el momento que empecé esta actividad era una dedicación exclusiva. Vivimos para eso ahora. Es un motor. Y es difícil disfrutar de cosas mundanas. En muchos lugares donde vivimos estamos encerrados o vamos del hospital a nuestras casas y es difícil compartir con la comunidad”, dice Gil. La bondad también se paga.