Tenía un matrimonio acabado, se enamoró del plomero y llevan siete años de felicidad

Nadia venía de una mala experiencia así que cuando volvió a amar decidió que con su nueva pareja evitarían las miradas del resto del mundo. En secreto total, ella se relacionó por fin a un…

domingo 30/10/2022 - 9:16
Compartí esta noticia

Nadia venía de una mala experiencia así que cuando volvió a amar decidió que con su nueva pareja evitarían las miradas del resto del mundo. En secreto total, ella se relacionó por fin a un hombre que la hace sentir plena.

Para lograr la felicidad Nadia decidió ocultar su gran amor. Eso fue después. Después de haber sido atravesada por otra historia tan dolorosa que se prometió que nunca más nadie, pero nadie, podría entrometerse en su vida, publica Infobae.

En la primera etapa de su carrera emocional sufrió maltratos físicos y psicológicos y fue perforada por la mirada del resto. Incluso por la de su propia familia. En la segunda, Nadia eligió quedarse a la sombra, en silencio y adoptar el modo transparente para evitar ser rozada por los ojos del mundo. Esta vez no correría riesgos que pusieran en peligro la construcción de su gran historia de amor.

Arranca la vida
Nadia nació en un barrio porteño hace 43 años. Su padre era odontólogo, su madre instrumentadora quirúrgica. Se habían conocido en la facultad y habían forjado un futuro a fuerza de laburo intenso. Sus tres hijas crecieron bajo el mandato de estudiar para “ser alguien”. La única que desobedeció esa norma fue Nadia, la hija del medio. El estudio no se le daba bien, era un poco vagoneta y pretendía vivir del arte.

Cuando a los 19 años conoció a Sergio de 22, hijo de un poderoso empresario del mundo de los medicamentos, descubrió que en la vida se podía vivir muy bien sin tener que esforzarse tanto como sus padres. No le disgustó.

Se casaron, fueron felices por un tiempo breve y, aunque había dinero de sobra, no comieron perdices.

Una exclusiva casa con jardín y pileta en Martínez, auto siempre último modelo, fiestas a todo trapo, vacaciones en el exterior y niñeras. Sobraban los zapatos, el maquillaje importado y era la envidia de sus amigas. Nada le faltaba, pero su autoestima empezó con un descenso inversamente proporcional al patrimonio de su esposo. Ella estaba convencida de que era su falta de formación académica el motivo que disparaba el maltrato por parte de Sergio. Un día fue el adjetivo “inútil”; otro, la llamó “vaga” y enseguida vino el epíteto de “inservible”. Los calificativos de su otrora amante marido iban escalando.

En los primeros años tuvieron dos hijos: Lucas y Sofía. Ese fue el segundo motivo que, para Nadia, disparó el encono de él: la progresiva falta de atención de Nadia a la vida sexual alteró lo poco que quedaba de la pareja enamorada. Nadia quedó con varios kilos de más, nada demasiado ostentoso, pero Sergio comenzó con los sobrenombres “chistosos”, como decía él y a llamarla “mi querida vaca”.

Vivir de prestado
Sergio había estudiado administración de empresas y ya ostentaba un cargo en la empresa paterna, un sueldo abultado y bonos que permitían una vida de total comodidad. Buenos colegios para los chicos, la mejor prepaga y eran socios de dos clubes de primer nivel. Incluso para ir a esquiar en las vacaciones de invierno, Sergio compró una gloriosa cabaña en el sur. Colgada de la piedra de la montaña mirando el enorme lago azul. Un par de años después, compró para pasar los veranos una casa en La Pedrera, Uruguay. Tres dormitorios en dos plantas, a dos cuadras de la playa. Un lujo.

Sergio quería crecer socialmente y mostrarse solvente. La familia era parte de la foto. Mientras, Nadia era su sombra, un dibujo animado que él manejaba a su antojo.

Lo que siguió fue obvio y esperable: Sergio comenzó a satisfacer sus necesidades con otras mujeres. Nadia lo sabía, pero mucho no le importaba. “Si eso me lo sacaba de encima tanto mejor”, reconoce desde el presente.

Los viajes por Europa a esquiar, los eventos con fotos en revistas de sociales, las comidas en casa de gente importante ya no eran del agrado de Nadia. Nunca le había gustado el frío ni la nieve; le fastidiaban los flashes de los fotógrafos y no la encandilaban los blasones o los rimbombantes puestos en empresas multinacionales. Tampoco disfrutaba del deporte, odiaba los partidos de tenis y se aburría mortalmente con las rondas de golf. Se sentía ajena a todo: “Era como una vida prestada. No podía tomármela en serio. Para colmo, Sergio había empezado a beber demasiado. Y en esas circunstancias se ponía cada vez más agresivo y violento”.

El empujón límite
Fue alrededor de los 35 años que Nadia se dio cuenta de que la cosa no iba más. No quería esa vida de privilegios que implicaba su progresivo deterioro mental. Terapia personal, angustia, tristeza, maltratos se iban sumando. El día que dijo basta fue cuando Sergio, sacado por sus reclamos por tanta amante ocasional, le dió un leve empujón en el vestidor y ella se golpeó la cabeza con la punta de un cajón que estaba abierto. No fue gran cosa. Solo un empujón desagradable que ella devolvió con otro empujón. Pero sobrepasó el límite: la cosa se había vuelto física. Eso la asustó de verdad por primera vez en su vida.

“¿Del empujón cómo seguíamos? ¿Con un cachetazo? ¿O con un tiro con el arma que Sergio tenía declarada y guardada arriba del ropero? ¿Quién a quién? Seguramente yo llevara las de perder… Emoción violenta, buenos abogados y dinero para pagar fianzas. Él saldría libre enseguida… Imaginaba una película de terror que me provocó escalofríos. Me pregunté si así empezaban las historias que terminaban en femicidio y que leía en los medios de prensa”, cuenta no sin humor negro.

Nadia (37) conoció entonces a Waldo (39) una mañana fresca de un día de semana. Su marido Sergio estaba en Buenos Aires, sus hijos dormían y la empleada había salido a hacer las compras a la verdulería. Ella lo atendió en bata. Como estaba en patas, antes de abrirle, se puso unas alpargatas blancas. Se acuerda de todo con detalle. “Menos sexy imposible”, dice riendo porque Nadia jamás perdió el humor. Waldo era un bombón, asegura. Tostado, de cutis ajado por el sol con profundas arrugas que rodeaban unos mansos ojos verdes. Llevaba unos jeans claros y una remera celeste estampada. Arregló el desagüe y, en media hora, se fue no sin antes tomar un mate amargo de parado que le había ofrecido la dueña de casa. Después de cobrar por su trabajo y antes de cerrar la puerta le dejó una tarjetita colorada y verde con todos sus datos. Por si había algún otro inconveniente de plomería.

Oportuna pérdida
Pocos días después el viejo tanque del techo comenzó a perder agua. Había una filtración que caía, gota a gota, en el lavadero.

Nadia saltó de felicidad por este repentino inconveniente, aunque lo disimuló. Ya tenía una excusa. Buscó en su mesa de luz la tarjeta de Waldo y lo llamó.

Le pidió que fuera el jueves en lo posible, no era urgente, y le dijo que mejor era en el horario de playa así si tenían que cortar el agua la casa estaba libre de gente: “Los jueves no venía Adela, la empleada. Así que de alguna manera lo planeé. Sergio estaba en Buenos Aires trabajando y los chicos, que estaban con amigos, bajaban a la playa y se quedaban hasta el atardecer”.

Waldo llegó puntual, con su mirada dulce y el mismo jean claro. Nadia reconoce que “Fue su mirada lo que me enamoró. Era suave, prestaba atención a lo que yo le decía. No sé cómo fue que me animé, pero cuando terminó su trabajo, como la vez anterior, le ofrecí un mate. Lo invité a sentarse en la cocina un rato y él se relajó. Charlamos. Era una conversación básica, pero nos empezamos a contar nuestras vidas. Él era separado, tenía una hija de 10 años, y vivía en Maldonado.

Había terminado el secundario, había aprendido su oficio y le iba muy bien con su trabajo. Había puesto un local. No conocía Europa ni los Estados Unidos, en realidad creo que nunca había viajado en avión, era totalmente ajeno a mi mundo social. Waldo era tranquilo, aceptaba su vida y tenía un horizonte claro, sin delirios ni grandilocuencias. Ese mismo día de la charla, no me preguntes mucho más ni detalles, pero comenzó el romance. Y me enamoré como nunca antes”.

Al principio, las relaciones fueron fogosas, pero temerosas porque el riesgo de ser descubiertos sobrevolaba. Pero cada uno estaba en su juego y nadie prestaba demasiada atención al ama de casa. El sexo al principio, admite, le resultó un poco rústico, pero “Estar en sus brazos me devolvió la autoestima que había perdido. La sensación de que yo no servía para nada. Él me hacía sentir maravillosa”. Las pocas palabras que le decía Waldo eran las que nunca salían de la boca de su marido.

Ese verano fue el verano del descubrimiento y del sabroso amor a escondidas.

Romance pasado por agua
Ella no lo esperaba ni sabía cómo seguiría la historia, pero simplemente el romance se prolongó. Nadia y Waldo no se preguntaban demasiado, iban a tientas por el camino que se les había abierto, pero ninguno le propuso al otro dejarlo.

Pasado el verano y entrado el invierno la cosa se enfrió un poco. Él en Maldonado, Nadia en Martínez. Cada tanto viajaba con alguna excusa a La Pedrera y se veían dos días con extremo cuidado. Nadia no llamaba a la empleada cuando iba y se cuidaba de los pocos vecinos.

Compartí esta noticia