Jorge Jesús Castro fue un panadero precoz. Su niñez la envolvieron los aromas de una panadería en Florida, una localidad del norte del conurbano. El perfume de las facturas rodeaba su casa y sus días. Se enamoró del sabor y del oficio. Mamó una vocación joven que ejerció de adulto: su primer trabajo fue de operario en un complejo industrial de químicos, petroquímicos, agroquímicos y polímeros.
La exposición a estas sustancias minó su salud. Vendió un terreno, se asoció con amigos y en 1969, a los 32 años y siendo padre de dos hijos, montó su sueño de infancia: una panadería en la esquina de Marqués de Ávila y Albariños, en William Morris, partido de Hurlingham. La llamó “Santa Clara”, en honor al barrio homónimo, según publica Infobae.
Murió siete años después, en 1976, a los 39 años. Diagnóstico: pancreatitis. Su trayectoria en la industria de químicos y protección de cultivos lo había herido de muerte. Nora, su primera y única hija, tenía quince años. Leonardo, su segundo hijo, tenía once. Hernán, su último hijo, compartió solo cinco meses de vida con su padre y vivió sin ningún recuerdo autóctono de él. Jorge, tiempo antes de su muerte, en una asimilación silenciosa de su deterioro progresivo, le asignó a Nora dos favores: encargarse de la panadería y de su hermano menor, del bebé.
El bebé murió 45 años después, la madrugada del miércoles 2 de febrero de 2022. Él intuía que su cuerpo no iba a tolerar más de medio siglo de vida. Como si su padre le hubiera transferido la sabiduría de visualizar su muerte, Hernán suponía que no iba a vivir mucho tiempo más.
Como su padre que aceptaba resignado la absorción invisible de la contaminación química en su organismo, Hernán renunció a su vejez con el consumo de cocaína. Lo asumió. Por eso vivía solo, por eso no tuvo hijos, por eso no consolidó ningún vínculo amoroso. Pero tampoco quería morir. No así: asesinado.
“Se quedó sin papá a los cinco meses, con una familia súper protectora. Mi mamá quedó viuda y el resto de su vida siguió amándolo y llorándolo, criando a este bebé como pudo. Él tuvo la ausencia de padre, un vacío muy grande que no pudo llenar. Tenía buenos ejemplos y una familia trabajadora. Mi hermano, en su adolescencia, cayó en esto”, relata Nora, de 61 años.
La viuda es Zunilda Asunción Gallardo. El barrio la conoce como Zully, la panadera. Quedó sola, con más de cuarenta años, con la exigencia de un comercio a cuestas, con una hija en ebullición adolescente, un hijo en el limbo de la preadolescencia y un bebé que crecía sin referencia paterna y con una figura materna combinada: la dinámica le impedió a su mamá dedicarle la atención suficiente. Su abuela fue mamá, tiempo compartido.
La muerte de Jorge suspendió el presente de Zunilda, quedó atada a esa nostalgia. Continuó llorando la pérdida de su marido, siguió siéndole fiel y percibiendo a Hernán como un bebé de cinco meses: «Él era su debilidad. Está todos los días pensando para que no se le pase la fecha del aniversario de su muerte. Lo tuvo con más de 40 años, al tiempo se quedó viuda y se tuvo que hacer cargo de sus tres hijos. Pero a él lo que le pedía le daba. Le facilitaba todo», retrata Silvina, de 32 años, hija de Nora.
Hernán creció detrás del mostrador de la panadería. Su hermano más cercano le llevaba once años. Vivía una asimetría familiar. La dedicación a la primera crianza se había diluido en las prioridades de Zunilda. Tomó atajos en la formación educativa. “Siempre le costó enderezarlo. Él pedía no ir al colegio y no lo mandaban. Fue un niño muy malcriado. Hubo falta de límites, falta de atención”, asume Silvina.
En esa doctrina se crió Hernán, valiéndose de la culpa materna, de las fronteras formativas flexibles, sin ninguna tutela paterna, sin una guía designada para encauzarlo. Su mamá se levantaba a las cuatro de la mañana y cerraba el negocio a las nueve de la noche. Todas las exigencias de Hernán eran resueltas de modo fácil.
Hernán no terminó la secundaria en una escuela privada porque simplemente no quería. Su vida se había valido de libertades, hijo de un modelo de crianza sin restricciones. Moldeó una personalidad aventurera, de emancipación moral, de presunta independencia económica.
La calle le enseñó todo lo que necesitaba saber. La estabilidad no era su método, fue mochilero y se estableció de manera temporal en Necochea, en Misiones, en Neuquén, en Buenos Aires, en Europa. Le gustaba la naturaleza y encarnó un espíritu libre, abierto a las experiencias.
Se propuso completar su educación básica en un secundario nocturno. “Tengo el cerebro quemado”, argumentó cuando abandonó el plan. Ningún lugar le gustaba del todo. Nada le duró mucho. No se formó en ningún oficio. Hacía changas. Su último trabajo le permitió desarrollar su pulsión nómade: camionero. Era transportista de una empresa de alimentos. Condujo un estilo de vida frenético, intenso. Pero siempre volvía a William Morris, al cariño del hogar, a los brazos de su mamá, a la compasión de sus hermanos. Las fiestas eran su baño anual de amor de familia.
Nadie sabe cuándo cayó en el consumo de cocaína. “Decía que el barrio, la junta, las amistades lo llevaban a la perdición”, narra su sobrina. Zunilda lo ocultaba. Lo negaba. No podía verlo ni creerlo. Era la confirmación de que no había podido. Tardó décadas en reconocerlo. Recién lo pudo aceptar -relata Nora- cuando Hernán cumplió treinta años. Para entonces, en el seno íntimo de la familia, ya habían padecido los episodios de furia verbal y actos irascibles característicos de un adicto. Su consumo era esporádico y anónimo. Nunca decía cuándo ni con quién lo hacía.
Admitía, en la intimidad, que su cuerpo no era sano, que no podía formar una familia porque no era un ejemplo de nada. Manifestaba plena conciencia de sus debilidades, reconocía su imposibilidad para formar vínculos estables y había abdicado de toda lucha: pedía que nadie lo ayudara porque cualquier intento iba a ser en vano, sabía que aunque quisiera no iba a sortear la abstinencia.
Era responsable de su detrimento y procuraba enseñar su contradicción. “Le aconsejaba a los hijos de sus amigos que nunca se metan en la mugre de la droga y que si pudiera elegir cambiar el día de su primer consumo, lo hubiese cambiado, que si le dieran a elegir un momento para volver el tiempo atrás, hubiese elegido ese día. Se sentía prisionero”, cuenta Silvina.
La familia Castro tiene ascendencia italiana. Los encuentros y las rispideces no faltaban. Los roces no confundían la solvencia del amor y el perdón. El corralón de Leonardo, la panadería de Nora, los vaivenes de Hernán, la incondicionalidad de Zunilda.
Todos convergían en las fiestas de fin de año y en los veranos en Playas Doradas, la costa rionegrina donde el complejo Arenas Doradas, propiedad de Nora, servía de hospedaje para el familión. Hernán había regresado a vivir a William Morris en 2020, luego de que el desperfecto de un caloventor incendiara la mitad de la casa histórica de mamá Zully. Volvió de Neuquén para estar a servicio de su mamá de 85 años. Alquiló un departamento a metros de la panadería.
En enero de 2022, a sus 45 años, su patrón le había autorizado pasar unas vacaciones con su familia. Viajó el 15. Iba a volver el 24. Regresó el 30. Se instaló en un monoambiente que le cedió su hermana. “Fue un verano extraordinario. Nos amaba en su silencio. Nunca tuvimos una pelea. Nunca fumó dentro de mi casa, respetaba las normas de convivencia. Se levantaba a las seis de la mañana. Cocinaba día y noche. La pasamos muy bien. Nos contaba que su sueño siempre había sido tener su camión propio”, repasa Nora. Silvina recuerda las veces que Hernán, que solía no disponer de efectivo, rechazaba la ayuda económica de su hermana. “No Nora, no necesito”, le respondía cuando se ofrecía a darle dinero para comprarse una cerveza o cigarrillos.
Hernán cocinaba mariscos, pescados, pizzas, sorrentinos, todo tipo de pastas para más de veinte personas. “Cocinaba como los dioses, nivel chef profesional”, recuerda su familia. Era un hombre sensible que jugaba con los más pequeños y no quería la ayuda de nadie. Su agradecimiento, su forma de retribución era la cocina. “Vi un cambio rotundo. Fue sorpresivo. Lo disfrutamos todos”, dice Silvina. El 30 de enero se ofreció a llevarla de regreso a Buenos Aires a su sobrina y a sus mellizos de seis años. Recorrieron 1.200 kilómetros de un tirón. El 31 de enero de 2022 fue lunes. A las seis de la mañana tenía que estar de nuevo despierto y presto para el trabajo.
“Tío, ¿te levantaste? ¿pudiste ir al laburo?”, le preguntó Silvina la mañana del lunes. “Hola sobrina. Sí, sí, ya estoy trabajando”, le contestó. Nadie podía predestinar su muerte inminente. El destino quiso -suponen hoy su hermana y su sobrina- que Hernán haya enseñado su espíritu más genuino en las últimas vacaciones en familia: un hombre tranquilo, sereno, noble, respetuoso, amoroso. “El verdadero Hernán”, dicen y coinciden en haber sentido que hizo una “reconversión”. Sienten el consuelo de haber disfrutado con plenitud de sus últimos momentos, la paz de haber actualizado sus recuerdos felices.
Pasó el último día de enero. El primero de febrero fue martes. Esa noche, Argentina jugó contra Colombia en el estadio Mario Alberto Kempes de Córdoba. Ganó 1 a 0 con gol de Lautaro Martínez por la penúltima fecha de las eliminatorias sudamericanas. Hernán fue a ver el partido y a comer pizzas a la casa de su ahijado, invitado por un amigo. El encuentro terminó a las 22:30. La sobremesa se extendió una hora. Antes de la medianoche, ya estaba de regreso en su casa. “¿Qué le pasó esa noche por su cabeza? No lo sé. No lo puedo entender”, dice Silvina.
Hernán no se fue a dormir esa noche. Fue a la casa de un amigo del barrio. Lo fue a buscar para que lo acompañara a comprar cocaína a la Puerta 8. “Era un cagón, le daba miedo meterse en lugares así. Tenía que tener mucha necesidad de querer consumir para ir hasta ahí. Solo no se habría animado”, asegura su sobrina. Su amigo le dijo que no, que era tarde, que mañana había que ir a trabajar. Hernán lo convenció. El hombre es cliente de la panadería.
Le reconoció a la familia, con dolor, que “si hubiese estado más firme en negarme no hubiese pasado nada”. También consumió. Es un sobreviviente de la tragedia. “Yo fui el boludo que no tuvo la fortaleza de decirle que no”, confesó.
El consumó dejó a Hernán ido. Su amigo, afectado también por la cocaína adulterada, corrió hasta el corralón de Leonardo. Lo llevaron de urgencia al Hospital Municipal de Hurlingham San Bernardino. La sensación que emergió en su hermano era desoladora: supuso que había sido el final, que no iba a sobrevivir.
El resto de la familia se enteró al despertar. La información era que Hernán estaba internado en un estado delicado por haber tenido una sobredosis. “No, no puede ser, no puede ser, no puede ser”, se decía Silvina, desconcertada. “¿Cómo que está internado? No puede ser”, insistía. “No lo podía creer, no podía ser, no cabía esa idea en mi cabeza, era imposible porque no era una persona así. No era un reventado. Él sabía hasta dónde podía consumir”, expresa.
En las inmediaciones del hospital, la escena era caótica: la ambientación de un estado de desesperación social. Ambulancias, policías, ruidos, frenesí, familiares, amigos, llantos, enojos, incertidumbre. “Era algo terrorífico. No terminaba de entender qué fue lo que había pasado. Nadie sabía decirte nada. Estaban todos fuera de sí. Médicos corriendo de acá para allá. Ambulancias que llegaban, policías que le pidieron a mi tío que fuera a hacer la denuncia a la comisaría. Fue todo muy trágico, desbordante. Una situación descontrolada”, recrea Silvina.
Alrededor del mediodía, una médica confirmó la muerte de Hernán Castro, de 45 años, fue una de las primeras víctimas que anunciaron los medios de comunicación. Se había descartado sobredosis. Todos hablaban de intoxicación, de cocaína envenenada. Leonardo llamó a Nora, que estaba en Río Negro, para avisarle y acordar la forma de anoticiar a su madre.
Le comentaron que Hernán se había descompensado y que había sufrido un infarto: dos certezas que escondían una mentira piadosa. Nora condujo los 1.200 kilómetros con una angustia apremiante y acompañada por una mujer de 87 años, ignorante de una verdad dolorosa: su bebé había muerto.
No querían prender la televisión. Leonardo fue el encargado de informar el deceso: le deslizó que el corazón de Hernán no había resistido. El desconsuelo devino en un mar de dudas. Las preguntas de Zunilda eran justas e incómodas: ¿Cómo fue? ¿Qué pasó? ¿Dónde estaba? ¿Quién lo vio? ¿Quién lo ayudó? Cuando la verdad ya era pertinente, cuando el hecho ya revestía difusión en vivo, su familia entendió que lo mejor era dosificar la revelación. “Me lo mataron, me lo mataron”, fue la reacción desatada de su mamá.
Hernán y otras 23 personas murieron la madrugada del miércoles 2 de febrero de 2022. Los mató la cocaína adulterada, envenenada, cortada con carfentanilo -un opiáceo utilizado para anestesiar elefantes, un medicamento de uso veterinario- que los consumidores compraron en las casillas de la Puerta 8, un asentamiento de Tres de Febrero, ubicado a tres kilómetros de distancia de la panadería Santa Clara. Hubo un centenar de sobrevivientes y más de 500 dosis confiscadas por la policía bonaerense. La catástrofe pudo haber sido mayor.
Una misa a las nueve de la noche en Playas Doradas, encabezada por mama Zully, honrará la memoria de Hernán, en el primer aniversario de su muerte. Silvina, su sobrina favorita, pondrá su nombre en una oración y visitará el cementerio donde descansan sus restos.
Necesitó prepararse para este día. Sus hijos, en una tarea del colegio diez meses después de la partida de Hernán, escribieron dentro de un corazón: “Extrañamos las papitas cheddar que nos hacía el tío Hernán”. Un acto que significó sosiego y que inspiró otro vuelco nostálgico. Silvina le dedicó una carta -escrita para nadie y para nada- que tituló con un verbo en pasado.
Ibas
Ibas caminando por un campo minado, ibas y venías sin rumbo y a la deriva.
Ibas detrás de sueños rotos malgastando tus años en vicios sin sentido, buscando llenar tu corazón vacío.
Ibas buscando respuestas en lugares incorrectos.
Ibas tomando decisiones erróneas alejándote de personas que ahora te añoran.
Sin embargo, dejaste huella, dejaste más enseñanzas que rencores.
Dejaste una familia que aún te llora.
Seguramente no hubieses imaginado en vida, la pieza clave que eras en nuestra familia.
A un año de tu partida, solo estoy resentida por haberte perdido de una manera tan fría.
La vida no es el paraíso, la vida es la vida, diría uno de mis guías.
Por eso pido por vos, justicia divina.
Sé que a pesar de las injusticias, viviste y moriste por tu elección.
No fuiste ejemplo de nada y al mismo tiempo ejemplo de todo.
Tuviste acciones de un corazón noble y puro que muchas veces ni un devoto logra alcanzar.
Por eso te valoro, te pienso y lloro. Porque duele, porque sana y porque se te quiere a pesar de tantas fallas.
Por siempre en mis oraciones, tío Hernán.