A los 11 sintió por mariposas en el estómago por una chica de flequillo tupido y unos ojos verdes que jamás olvidaría. El difícil camino que lo preparó para vivir esta relación llena de magia, que desea que dure para siempre.
Héctor tenía 11 años cuando se enamoró de Paula. Ella portaba unos enormes ojos verdes debajo del tupido flequillo y estaba en séptimo grado. Él, desde sexto, la miraba con admiración.
Los dos coincidían en sentir mariposas en el estómago cuando sonaba el timbre del recreo y cruzaban miradas. Sus aulas quedaban una al lado de la otra, pegadas. Héctor, apoyaba su espalda a la pared medianera soñando que, del otro lado, Paula hacía lo mismo, publica Infobae.
Pero el destino de los amores contrariados, robando las palabras de Gabriel García Márquez para referirse a sus personajes Florentino Ariza y Valentina Daza, no es para nada sencillo. Tuvieron que transcurrir 12.045 días para que ese amor incondicional de Héctor y Paula llegara a buen puerto. Si bien no fue el olor de las almendras amargas, como en el El amor en los tiempos del cólera, lo que mantuvo a flote las sensaciones de Héctor, sí lo fue el aroma sin artilugios de aquellos recreos de escuela primaria que echaron raíces profundas en su memoria.
Hoy es el turno de la historia de Héctor. Porque fue él, deslumbrado por estar estrenando un amor verdadero, quien nos contactó y quiso relatarla.
Escape a Medio Oriente
La vida de nuestros personajes pasa gran parte en la provincia de Córdoba y, por momentos, en Oriente y en Europa. Héctor (44) nació en un pueblito del sur cordobés el año en que Argentina jugaba el mundial del ‘78. Era el primer hijo de la pareja. Cuando cumplió 7 años su madre volvió a quedar embarazada. La alegría del segundo hermano se convirtió en una inesperada tragedia. Ella rompió bolsa antes de tiempo, el bebé murió y una septicemia dejó a Héctor huérfano de madre. Y de hermano.
“Para mi viejo fue durísimo. Mi papá me llevaba a la escuela, pero como trabajaba mucho en investigación bioquímica, tuve que aprender rápido a volverme en bondi. A los diez años ya era como San Pedro: tenía las llaves de todas las casas de mis tíos y de mis abuelos. La verdad es que mi viejo me daba poca bola. Él se refugió mucho en su laburo y fueron años muy productivos en lo económico. Al tiempo, formó una nueva pareja con una mujer que ya tenía tres hijos. Yo había cumplido 10 años. Esa mujer fue lo peor que podría haberme pasado”, relata sobre sus primeros años. Su padre y su nueva esposa mantenían una relación tóxica y ella se desquitaba con Héctor.
De su madre, reconoce, le quedan pocos recuerdos, “no la conocí tanto, en realidad me acuerdo de mi vieja más por las fotos que por otra cosa. La construcción que tengo de ella es también gracias a mi tía”.
La situación en su casa se volvió insostenible y a los 18 sacó un pasaje de avión que lo llevara lo más lejos posible: Medio Oriente. Quince días antes de partir, una amiga en común le presentó a Silvia. Pegaron onda, pero Héctor no se planteó nada. Partió a la aventura sin dudas.
Novia por carta
Un día de esos en los que la desolación y la nostalgia golpean el pecho, Héctor le escribió a Silvia una carta. Andaba por uno de esos países exóticos en los que nada recuerda a nada. La soledad lo lanzó a un intercambio epistolar intenso. Todo desembocó en un noviazgo formal que se formalizó en escritos volando sobre los océanos. En el año 2000 le pareció oportuno volver al país.
“Mi padre seguía con esa mujer tremenda que lo tenía acorralado por los celos y lo hacía vivir endeudado. Con Silvia concretamos el noviazgo presencial e intenté estudiar distintas cosas entre ellas ingeniería electrónica. En el 2002 decidimos que lo mejor era irnos a Europa. Viajamos y nos instalamos en Suecia donde conseguí trabajo enseguida en una empresa de electrónica. Ella, también, se insertó trabajando como profesora de lengua en español. Nos iba bárbaro. Sin embargo, en el 2009, decidimos tomarnos un respiro del frío y volvimos a Argentina”. Carenciados afectivamente aterrizaron con la idea de cosechar abrazos y fomentar relaciones familiares.
“Me gustan las chicas”
Héctor era explícito con Silvia: quería tener hijos. Ella se negaba. Aun así quedó embarazada, pero la gestación no prosperó y se enteraron de que ella tenía endometriosis. Volvió a embarazarse un tiempo después. Héctor le propuso que, de ser mujer, a su hija la llamaran Paula. Por supuesto, no le confesó su amor por esa Paula de la infancia de enormes ojos verdes. Tampoco esta vez pudo ser, el embarazo fracasó y se deprimieron. Silvia se mostró determinada a olvidar el tema de los hijos.
La relación comenzó a deteriorarse. Héctor se daba cuenta de que ella ya no era la misma. Quizá, piensa hoy, Silvia ya había empezado a notar que los hombres no la atraían. Pero lo cierto es que, en ese momento, Héctor todavía no sabía nada de los descubrimientos de Silvia sobre su propia sexualidad.
Cuando Héctor cumplió 37 años, llegó la separación. Fue definitiva, sin medias tintas. Estuvieron un año sin hablarse, pero un día llegó el momento del café y la charla. Fue ahí que ella le confesó lo que no le había dicho a nadie aún: “Bueno, mira tengo que decirte que soy bisexual”.
La conversación siguió. Héctor no estaba demasiado sorprendido. Lo tomó con bastante naturalidad. Pero hacia el final de la charla Silvia terminó diciéndole la verdad completa: no era bi, era gay. Después de la separación, le explicó, había probado con ambos sexos y había llegado a la conclusión de que solo le gustaban las mujeres. Meses después, Silvia se fue a vivir a Finlandia y se casó con una científica.
“Me dio alegría que me lo pudiera decir, no le debe haber sido fácil lidiar con el tema proviniendo de un pueblo chico. Estuvimos más de 15 años juntos, crecimos a la par y la quiero mucho como persona. Tengo buena relación con ella y seguimos hablando cada tanto”, explica Héctor.
Intoxicación por celos
Fue dos años después de su divorcio que Héctor conoció a una chica por una aplicación de citas. Él tenía 39; María Elena 36 y venía de una relación compleja. Tenía una hija de 5 años, llamada Nuria, que tenía una malformación en los riñones y problemas renales severos. Era una mujer temperamental y controladora. Héctor la justificaba: el dolor de ver a su hija luchar por su salud era una tragedia.
Al año de estar saliendo, Nuria murió intempestivamente. Del día a la noche María Elena se enfrentó al peor vacío y perdió del todo su delicado equilibrio emocional.
“Siempre había sido inestable, obsesiva y controladora. Hoy pienso que incluso antes del nacimiento de su hija ya lo era. Pero la muerte de Nuria la terminó de enloquecer. La acompañé con el proceso, pero la relación que había nacido en el caos, se complejizó cada vez más. Demasiadas peleas, demasiados conflictos y gritos”, relata Héctor. Se volvió imposible dialogar, todo era discusión. Increíblemente pensaron que convivir sería una solución.