Parece una historia de Gabriel García Márquez, pero el hecho ocurrió en Tumaco, Colombia, en 2019. Todo el pueblo estuvo expectante y fue en caravana hasta el cementerio a presenciar el acontecimiento.
El señor Fidel murió. Había estado en este mundo durante largos y venturosos cincuenta años, haciendo el bien hasta a los desconocidos, según publicó TN.
Su numerosa familia sabía que había muerto porque lo vio cierto día inmóvil, inconsciente y goteando sangre, hasta que el líquido dejó de rezumar, así como ocurre con los muertos. Nadie lo podía creer de un hombre tan bueno. Ni a los sacudones de sus hijos reaccionaba y ni siquiera a los llamamientos de su esposa, a la que le tenía un cariño religioso.
Estaba muerto, decían los vecinos, que iban llegando ante los quejidos y chillidos de los numerosos Pantoja, que era este el apellido de Don Fidel. Las mujeres Pantoja no tenían consuelo frente a lo irremediable, ni una pizca, pero los hombres Pantoja, con semblante luctuoso al lado del cuerpo de Don Fidel, escondían la esperanza de que, de un momento a otro, alguno de los párpados del muerto diera alguna señal de que el mal momento se había debido a un malestar más encarnizado que otros de los tantos que había padecido Don Fidel en los últimos tiempos, pero pasajero al fin.
Fidel Pantoja, el hombre que nunca salió de su pueblo
Resignación en las mujeres y desconfianza en los varones, que no estaban convencidos de que Dion Fidel hubiese abandonado su querida vida. Nunca había salido de la “perla del Pacífico”, como le dicen a Tumaco, un municipio antiguo en el departamento de colombiano de Nariño. Pero Don Fidel había muerto y contra la evidencia del cuerpo inerme, los ojos hundidos ya sin luz, su rostro cadavérico que aún conservaba sus rasgos de ascendencia indígena y los colores trastornados de su piel arrugada no hubo más remedio que realizar los preparativos para que descansara al cuidado del buen Dios.
Era el 7 de abril de 2019. Los Pantoja lloraron a Fidel con gran pesar. También sus vecinos y todos aquellos que habían conocido su carácter afable y su conversación pausada y atractiva a causa de la melodía de su decir más que por las palabras saltarinas, a medio terminar y muchas ininteligibles. Era difícil para todos que ese mal de los pulmones, que lo hacía toser cada vez con más frecuencia, le provocara semejante pérdida de sangre.
Su esposa, María Gladys, que se apellidaba Marín, se encargó de preparar el cuerpo, de peinarlo, de cuidar que sus manos y sus pies estuviesen limpios, de buscar en el armario aquel viejo saco azul oscuro que alguna vez se había colocado en invierno, que tenía rajado uno de sus bolsillos exteriores, el izquierdo, que ella se dedicó a coser con delicadeza, como si formara parte del cuerpo de su marido. No sabía la mujer cómo se había producido ese desgarro y ahora ya no le importaba. Qué podía haber colocado Don Fidel en ese bolsillo… Apenas halló la señora un poco de tabaco. Se imaginaba verlo caminar con su cigarrito entre los dedos medio y anular en lugar de llevarlo, como los demás, entre el dedo índice y el anular. ¡Bah, qué importaba ya! Ella cosía y se enjugaba las lágrimas.
A Don Fidel lo velaron en su propia casa. Hicieron pasar a los amigos y vecinos apenas el cadáver estuvo preparado, impecable, peinado como nunca en su vida. Lo habían colocado en su cama y pronto estuvo rodeado por su esposa y sus diez hijos y esperando turno la legión de conocidos, la mayoría de los cuales se quedó toda el día y la noche. A la mañana siguiente, todos formaron la larga fila hacia el cementerio.