Rossy ya era una mujer adulta, madre, y aunque llevaba décadas tragando silencio podía recordar con detalles lo que había pasado durante esa siesta puntual, cuando vivían en Libertad, Merlo.
Tenía 7 años y estaba acostada entre su mamá y su papá intentando conciliar el sueño cuando sintió que había algo extraño en la forma en la que su papá la acariciaba. Después abrió los ojos y vio que él tenía una erección. “Creí que había sido mi culpa, que yo había sido la curiosa, digamos”, cuenta ahora a Infobae.
Con los años, sin embargo, comprendió que aunque no pudiera recordar detalles visuales los abusos sexuales habían empezado todavía antes, desde los 4 años. La memoria era ahora otra: la del cuerpo.
“Yo tenía el pelo largo y con rulos, mi mamá me bañaba, me ponía un camisón y él me secaba el pelo para que no me durmiera con la cabeza mojada. Ahí ya pasaba algo, no sé bien qué, pero sí tengo el recuerdo físico del malestar, de la incomodidad: del asco”.
Rossy Luna tiene ahora 52 años y serenidad en la voz. No está furiosa, tampoco se parte en mil pedazos mientras cava en el pasado. Es cierto que las esquirlas de los abusos sexuales fueron apareciendo a lo largo de toda su vida, pero ella ya no está en el lugar de víctima.
La historia que escribió en el libro “Con el corazón en las manos”, de hecho, no se queda en el horror sino que avanza en el tiempo. En cómo logró romper el secreto familiar 40 años después, y para qué le sirvió. También en lo que pudo hacer cuando su padre ya estaba en su lecho de muerte.
Lo innombrable
Celia Rosa Luna -Rossy- nació en La Plata cuando su mamá tenía 20 años y su papá 24. Sus padres eran primos, por lo que Rossy era, para el resto, “el fruto del pecado”, la razón por la que sus padres habían sido muy juzgados por el entorno.
Aunque nadie se lo hubiera enseñado explícitamente, Rossy fue aprendiendo a cargar con responsabilidades absurdas para una niña: “En el 76, cuando yo tenía 5 años, en La Plata estaban sucediendo muchas cosas. A un tío de 17 años lo habían matado los militares, amigos de mis papás estaban siendo desaparecidos, así que ese era el clima en mi casa. Y yo callaba todo lo que me estaba pasando para no sumar problemas”, cuenta.
Iba a un colegio católico y aunque nadie lo notó ella dejó de entrar a la iglesia. “Es que el primer enojo que tuve fue con Dios, no podía entender por qué dejaba que me pasara eso”.
El abuso sexual de parte de un padre puede parecer algo extraño, una aberración excepcional, pero no lo es. Los últimos datos de Unicef indican que en Argentina el 75% de las víctimas fueron violentadas por alguien de su entorno de confianza (9 de cada 10, hombres). Esto es: padres, padrastros, cuñados, tíos, primos, abuelos. De hecho, 8 de cada 10 casos suceden en la casa de la víctima, del agresor o de otro familiar.
“Sentía esa responsabilidad, creía que si yo hablaba iba a provocar un caos”, sigue Rossy. Ya había nacido su segunda hermana, “y yo creía que si lo contaba mi mamá lo iba a matar y nosotras nos íbamos a quedar solas”.
Las amenazas de su padre después de los abusos no eran las obvias. No era un «si decís algo te mato o mato a tu mamá», sino «una mirada de complicidad con la que yo sabía que tenía que cubrirlo, la misma mirada con la que él me cubría frente a mi mamá si yo hacía algún lío».
Rossy enumeró en su libro las señales que fue mostrando y nadie supo leer como un síntoma de abuso sexual. Por ejemplo, que se desmayaba en la escuela, por lo que el cura la cargaba y la llevaba de nuevo a la boca del lobo: su casa.
“Siempre me desmayaba el día después del abuso”, cuenta ahora. Además, se aislaba en los recreos porque los ruidos y los gritos de los otros niños la aturdían todavía más.
“Esas noches en las que mi papá me abusaba yo no dormía, me quedaba llorando, asustada. Me quería morir, literalmente, nadie sabía de esos insomnios”, contó.
Y fue así, para sobrevivir, que encontró un recurso interno: “Me obligaba a sonreír, me obligaba a buscar en mi memoria recuerdos de momentos lindos con mis hermanas o con mis amigas y así me empezaba a sentir mejor”.
Rossy no sabe de dónde sacó eso pero ahora que es terapeuta holística y estudió programación neurolingüística sabe que “cuando uno sonríe envía señales de alegría y de bienestar al cerebro, que entonces interpreta que estás bien”.
Las agresiones sexuales “no frenaron con el tiempo ni con la mudanza sino que se extendieron a otros lugares”, avanza. “Cuando íbamos de Merlo a La Plata a visitar a mi abuela siempre parábamos en el taller donde él trabajaba y volvía a pasar esto. Era como una escala obligada. Estar con mi abuela era un oasis para mí pero sabía que tenía un precio que pagar de ida y de vuelta”.
Entre las responsabilidades absurdas para una nena que había aprendido a cargar estaba la creencia de que debía cuidar de sus dos hermanas: “Yo le pedía a él que por favor no las tocara. Sentía que me exponía para que a ellas no les pasara, creía que las estaba protegiendo”.
Cuando llegó la preadolescencia el terror volvió a cambiar de piel. “Era el principio de los 80, lo que yo escuchaba de mis amigas era que si vos te besabas con un chico quedabas embarazada. Entonces yo vivía atemorizada de quedar embarazada de mi papá. Pensá que no sólo me tocaba: él se acercaba, se masturbaba, yo veía su semen”.
Rossy tardó más años que el resto de sus compañeras en menstruar, y ahí ubica otra señal del abuso sexual que no suele ser visible. Tenía unas sinusitis insoportables -“en biodecodificación la sinusitis significa ‘no poder respirar’ y ‘algo huele mal’-, y sufría una infección urinaria detrás de otra.
Su papá dejó de abusar de ella a los 14, 15 años, cuando ya llevaba una década haciéndolo. Fue cuando Rossy empezó a tener novio.
“Para mí tener novio era la salvación. Dije ‘ahora se lo puedo contar a alguien que esté fuera de mi familia y esto me va a salvar’. Se ve que en esa comunicación no verbal que tenía con mi papá le transmití que me sentía fuerte y absurdamente creí que había frenado por eso. Muchos años después me enteré de que frenó conmigo y arrancó con mi hermana menor”.
El estrés postraumático
Rossy se casó a los 20 y entendió que lo había hecho sólo para poder salir de esa casa. Seguía sin contarle a nadie, pero su cuerpo hablaba en su nombre: no menstruaba, las infecciones urinarias seguían, «y la pasaba muy mal sexualmente», por ello el matrimonio se esfumó en un año y medio.
“Después volví a estar en pareja y pude acceder mejor al sexo pero porque quería tener hijos. Tenía la necesidad de proteger a alguien como no había sido protegida yo”.
Tuvo tres hijos, los amamantó hasta los tres años, todo el mundo le marcaba el daño que les hacía con esa sobreprotección.
“Lo que nadie sabía era que mi papá estaba cerca, porque yo nunca corté la relación con él. Yo los cuidaba no solo de mi papá sino del padre de ellos, sin motivo en ese caso, pero para mí cualquier persona era una amenaza para una criatura”, indicó.
Rossy volvió a separarse. “Me engañó obviamente, no estaría satisfecho sexualmente, si yo siempre buscaba excusas para no tener intimidad”.
Tenía 35 años cuando juntó coraje, fue a buscar a su padre y le dijo de un tirón: “Eso que vos me hiciste cuando era chica se llama abuso sexual”. El padre, en vez de quebrarse, llorar y pedirle perdón -que es lo que ella esperaba- puso cara de desentendido y “me dijo que eso nunca había pasado”.
El silencio siguió entonces intacto durante otra pila de años.
Rossy siguió aprendiendo terapias que la ayudaran a sobrevivir y dedicó muchos años a estudiar el perfil del abusador sexual “Así supe que, estadísticamente, cuando hay un padre abusador es difícil que una sola hija haya sido abusada. Fue recién hace unos cinco años que otra vez junté coraje y fui a hablar con mis hermanas”, sigue.
“Ahí me enteré de que a la menor le había hecho lo mismo”.
“No me culpo porque yo era una nena, y una nena herida. Pero entendí que una es cómplice con el silencio. Estoy convencida de que si yo hubiera podido decir de chica lo que me pasaba mi hermana se hubiera evitado de tener que pasar por lo mismo”, sostuvo.
Hablar -con sus hermanas, con sus hijos, con sus ex parejas- la estaba ayudando a liberarse del ancla que la mantenía enterrada en el fondo. Había empezado, además, a masticar el tema del “perdón”, y no habla del perdón hacia el abusador.
“Hablo del perdón hacia mí misma. ¿Por qué? Por no haber podido hablar antes, por no haber podido proteger a mi hermana, por ejemplo. Ahora entiendo: ¿de qué la iba a salvar si no me había podido salvar ni yo?”.
Con el tiempo, su papá se enfermó y de gravedad, “lógicamente”, dice ella. Empezó con una insuficiencia cardíaca primero, otra renal después, estuvo cinco años en diálisis, le detectaron EPOC. Rossy, a pesar de todo, se ocupó de cuidarlo.
“Hasta que un día tuvo un ACV. Cuando lo vi tirado en el piso fue muy fuerte porque vi su mirada desesperada pidiéndome auxilio y me reconocí en esa mirada. ¿Cuántas veces yo, con esa misma mirada y sin poder decir una palabra le había pedido auxilio, le había pedido que dejara de hacerme eso, y él había seguido haciéndolo?”.
Rossy, en cambio, pudo llamar a una ambulancia, lo socorrió, fue a cuidarlo al hospital mientras estuvo inmovilizado y con oxígeno para respirar, con una sonda gastrointestinal para poder alimentarse, con pañales, sin poder decir una sola palabra.
Había tomado la decisión de que no le iba a dar a su padre el poder de arruinarle la vida aunque sintió la vergüenza en el cuerpo hasta el último día, cuando él amagaba con sacarse los pañales y ella sentía “ay no, ¿qué va a hacer?”.
Mucha gente no entiende cómo pudo cuidarlo en su lecho de muerte, cómo no aprovechó para vengarse, para dejarlo tirado, para no acudir a los pedidos de auxilio, para hacerse una panzada con el rencor acumulado.
“No”, dice ella, con la misma serenidad en la voz del comienzo. “Yo estaba ahí, lo miraba y pensaba ‘vos me hiciste mucho daño, pero yo no te voy a hacer eso. Yo no soy esa persona. Yo soy mucho más de lo que vos me hiciste’”.
Su papá murió en 2019, dos semanas después del accidente cerebrovascular.
Ahora además de madre, es abuela. Podría haberse alejado del pozo del dolor, pero es terapeuta y casi todos sus consultantes sufrieron, como ella, distintas formas de abusos y violencia en la infancia. Usar su experiencia y sus herramientas para ayudarlos a vivir en paz, también es una forma de liberarse.