La gran historia de amor y desencuentro entre Gabriela y Alberto podría tener forma de película como la que dirigió María Luisa Bemberg y que tuvo por protagonista a Imanol Arias y con final menos dramático. Nadie los fusila. El romance prohibido comienza en un lugar de Centroamérica y aún hoy tiene un final abierto
Gabriela y Alberto no conocen la trágica historia de amor de la joven argentina Camila O’Gorman y el sacerdote Ladislao Gutiérrez, allá por 1847, quienes se fugaron juntos unos días antes de Navidad provocando tanto escándalo que terminaron siendo capturados y fusilados en Buenos Aires, publica Infobae.
Tampoco vieron la película Camila, filmada en 1984 por María Luisa Bemberg, donde el cura fue representado nada menos que por el actor español Imanol Arias. Para la sociedad de esa época su pasión fue un descaro desafiante. Hoy, por suerte, a las pasiones desbocadas no les sigue la sangre. Pero, por lo que ya veremos, a Gabriela y Alberto, el amor no les resultó nunca algo fácil.
Esta historia de amor y desencuentro que relataremos ocurrió a lo largo de dos décadas en Centroamérica, dentro de una familia de clase trabajadora y religiosa, y Dios siempre estuvo en el medio de todo. En esa competencia desigual, Gabriela -así la llamaremos- arrancó perdiendo. Esto demuestra lo difícil que puede resultar competir con Dios.
Por normas, por pudor, por inconveniencias varias, por creer en el pecado o por lo que sea, a pedido de la protagonista, no habrá nombres reales.
Vamos al relato pormenorizado que ella enhebra desde Costa Rica, la ciudad donde vive desde hace años.
La estafa del primer amor
Gabriela nació sietemesina, en 1974, en una pequeña ciudad del interior venezolano. Le dijeron a su madre Ermelinda que no había ninguna esperanza de vida. Se equivocaron, Gabriela resultó ser muy fuerte y sobrevivió. Su madre, que tenía varios hijos de distintas parejas, tuvo que trabajar duro para mantenerlos. Eso hizo que ella quedara a cargo de su abuela materna, Catalina. De su infancia dice tener los mejores recuerdos: “Practiqué deportes, sobre todo natación. Y éramos muchos viviendo juntos en la misma casa. Era muy lindo. Estudiaba en un colegio parroquial, dentro del barrio, al que iba caminando”.
Cuando llegó la época de la universidad escogió la carrera de Comercio Exterior y para eso debió trasladarse a otra ciudad cercana un poco más grande.
A los 18 años tuvo su primer novio. Él pretendía casarse, pero ella no quiso: “No me veía casada con él”. Rompieron y Gabriela se enfocó en terminar sus estudios universitarios. Se graduó con 21 años: “Mi tesis fue sobre la exportación de flores tropicales de Venezuela a los pueblos del Caribe”, cuenta.
Al terminar volvió a su pueblo natal para unas vacaciones, ya sabía que no podría ejercer allí su vocación por la falta de fuentes de trabajo.
Un día de esos, en un traslado en ómnibus, conoció a un hombre llamado Alfredo que le llevaba once años. Era militar y estaba destinado en la ciudad donde vivía su madre Ermelinda. Empezaron a salir y con él tuvo su primera experiencia sexual. Pero la historia no sería color de rosa. Después de un noviazgo de 11 meses un día Alfredo no tuvo más remedio que contarle la verdad. Le dijo que el ejército lo enviaría a otro destino y que debían terminar la relación. Gabriela no entendía bien y preguntó tanto que provocó una confesión: en realidad él tenía, en otra localidad, una esposa y un hijo. El mundo de Gabriela colapsó.
“Me dijo que todo se acababa. Fue terminante. Me puse muy mal. Nunca había estado con nadie más y creía estar muy enamorada”, recuerda de ese primer desengaño. Se sintió estafada y deprimida.
De la isla a la iglesia
Gabriela intentó recuperarse y buscar un objetivo. Los dos años siguientes los pasó intentando entrar a la aduana marítima, pero no lo logró. No tenía los suficientes contactos y quedaba afuera una y otra vez. Entonces decidió irse, ya no quería estar en el pueblo. Partió a probar suerte a la isla Margarita, en el Caribe venezolano. Ya tenía 24 años.
“Me fui sola, no conocía a nadie ni tenía amigos. Solo estaba la suegra de una tía. Ella me recibió. A las tres semanas conseguí trabajo en una agencia aduanera y busqué un lugar para irme a vivir. Me sentí bien desde el día número uno. Esa señora me había aconsejado encomendarme a la Virgen del Valle, y yo que soy muy creyente lo hice. Esa fe la heredé de mi abuela Catalina que era muy católica”. La religión había echado raíces en ella desde chica.
Estuvo un año entero en el que probó lo que era ser independiente y se hizo nuevos amigos. Pero Catalina su abuela la llamaba con frecuencia diciéndole que la extrañaba, que ya estaba grande, que no quería morirse sin verla. Le movió los cimientos y las emociones y Gabriela volvió: “Renuncié con mucho dolor a mi trabajo, porque me iba muy bien, y regresé al pueblo”.
Pero pasó lo obvio. El retorno la limitaba y ella se sentía atrapada en ese mundo pequeño: “Sentía que al quedarme iba a tener que buscar trabajo de cualquier cosa y no de lo que había estudiado. La situación era angustiante. Un tío me ofreció empleo en su laboratorio donde estuve más de dos años. Pero la verdad es que no quería hacer eso porque era un trabajo de medio tiempo. Quería hacer otras cosas y dedicarme a lo mío. Por lo pronto, empecé a ocupar mis tardes organizando eventos especiales de etiqueta y protocolo en la gobernación del estado. Y, también, acompañaba mucho a mi abuela a la Iglesia. Ella era quien le cocinaba a los sacerdotes de nuestra parroquia. Pensé en incorporarme al coro y buscando eso terminé yendo a la Catedral. Un día en la Catedral organizaron un viaje para asistir a la ordenación del nuevo obispo. Me anoté y fuimos varias. Al llegar, nos alojaron en una casa pastoral. Fue ahí, el mismo día que llegamos, que conocí a Alberto. Su papá era el encargado de administrar esa casa”.
El seminarista que le robó el corazón
“Recuerdo perfectamente el momento en que lo vi. Me quedé como hechizada. Estúpida. Me gustó desde el primer segundo. No sé cómo decirte, pero lo vi y me sentí boba. Le dije a mis amigas: Vamos a preguntar quién es y a dónde podemos ir esta noche… A ellas les daba vergüenza, pero insistí y fuimos a preguntarle directamente. Él estaba conversando con alguien. La cosa es que nos dijo a dónde podíamos ir y yo le pedí que viniera con nosotras para que no estuviésemos solas en un lugar que no conocíamos”. Alberto respondió que sí y fue con un amigo. Era el año 2002.
“Esa noche yo solamente quería hablar con él. Mis amigas decían que me miraba mucho. Solo estuvimos un rato charlando a solas al volver y justo antes de irme a dormir. Se despidió diciendo que vendría al día siguiente. Esa noche no dormí un solo segundo. Nunca me había pasado algo así. A la mañana después de desayunar iba caminando por un pasillo de la casa y me lo encontré. Me impactó mucho porque se había afeitado la barba y se veía mucho más joven. Él tenía 21 años, yo 27″.
Ese día asistieron con el grupo a diversos actos culturales. En un momento Alberto la invitó a sentarse a la sombra bajo unos árboles donde estuvieron solos. “Nos sentamos y hablamos muchísimo. Era obvio que nos gustábamos mucho. Me agarró de la mano y aseguró que me quería seguir viendo. Dijimos que tendríamos que viajar de un pueblo a otro. Le dí el teléfono de línea de mi casa. Cuando llegó el momento de volvernos esa tarde de pronto lo perdí de vista. Faltaba una hora para que saliera mi autobús y él no estaba por ningún lado. De repente, apareció de la nada, nos despedimos, me dijo que me llamaría. Y, mientras todos subían al ómnibus, nos dimos un beso en la boca, muy suave. Me di vuelta y empecé a caminar hacia mi autobús. El sacerdote responsable del viaje se me acercó, me tomó de un brazo y me dijo: Ven acá muchachita, con ese muchacho no, porque él es seminarista”.
Gabriela se quedó helada. Se sentía como petrificada. Se subió con sus amigas y les contó lo del beso y lo que le había dicho el sacerdote. Ellas se rieron y le dijeron que no le diera bolilla.
“Estuve las seis horas del viaje como en las nubes. Llegamos de noche y mi abuela me esperaba con la comida preparada. No habían pasado ni cuarenta minutos que sonó el teléfono. Era él”.
Dudas vocacionales
Alberto había estado en el seminario, pero había pedido un tiempo para pensar si quería seguir en carrera para ser sacerdote. Estaba en un proceso lleno de dudas.
A las dos semanas fue Alberto el que viajó al pueblo de Gabriela para otro evento religioso y quedaron en verse como no podía ser de otra manera en la iglesia. “Cuando terminó la misa, lo busqué por toda la iglesia y ya me estaba por ir cuando apareció y me tomó del brazo. Otra vez estaba como estupidizada, más que nunca en mi vida”, reconoce. Fueron a un centro comercial a tomar algo donde Gabriela pidió un jugo de maracuyá. Quedaron que a la tarde irían a pasear.
“Fuimos al río a las cuatro y media de la tarde y como estaba bajo lo pudimos cruzar subiéndonos las botamangas de los pantalones. Nos mojamos bastante y nos sentamos en unos manglares. Nos besamos toda la tarde, nos acariciamos, pero no llegamos a nada más. Fuimos felices hasta que cayó la noche.
Me sentía encantada, plena. Él era la persona que había esperado toda la vida”.
De la vocación y de Dios no se hablaba. Esa noche la invitó a salir, pero su abuela Catalina no la dejó. A pesar de tener 27 años, Gabriela no era una rebelde. Obediente ni siquiera se atrevió a desobedecer: “No me escapé, me dio miedo”.
Al día siguiente Alberto regresó a su pueblo.
Un fin de semana catastrófico
Siguieron hablando todos los días por mensaje de texto con los celulares de entonces. Se amaban con intensidad y programaban verse.
En noviembre de 2002 organizaron un reencuentro. Gabriela viajó de nuevo a la ciudad de Alberto. Se irían solos un fin de semana a una playa. Gabriela tomó coraje y mintió que se iba con una amiga.
“Esta vez me escapé, ya no me importaba nada. Fuimos a unas playas divinas, salvajes, donde él había reservado una casa. En el camino yo iba asustada porque no era virgen y era mayor que él. Tenía miedo de que me rechazara, de que él esperara que yo no hubiera tenido jamás relaciones sexuales con nadie. Yo creía que él era virgen, aunque después me enteré de que no. Esa primera noche intentamos tener relaciones, pero yo estaba negada. Temía lo que él pudiera pensar de mí”.
La educación religiosa, de una u otra manera, se interponía a cada paso. Eso y el miedo hicieron añicos ese soñado fin de semana.
“También tenía temor a quedar embarazada porque no sabía cuidarme. No tomaba pastillas porque no tenía idea sobre cómo debía hacerlo. Era grande, pero ingenua. Él me dijo: No vamos a forzar nada, cuando te sientas bien lo intentamos. Fue catastrófico. Estuve tan mal que vomité, tenía náuseas, me bajó la presión, me dolía la cabeza. Lo deseaba, pero estaba tensa e insegura. Él también tenía sus miedos porque se había escapado diciendo que se iba con unos amigos…
Al final, a la noche siguiente, pudimos tener relaciones, pero a mí me dolía y no disfrutamos nada. Al tercer día me quería ir. Creía que el encanto se había roto. Lloré todo el camino de regreso por la frustración que sentía. Había sido un fin de semana horrible”.