
El vuelo 9525 de la línea aérea low cost alemana Germanwings debía aterrizar la mañana del 24 de marzo de 2015 en el aeropuerto internacional de Düsseldorf. Pero Andreas Lubitz, copiloto de la nave de 27 años, tenía otros planes.
Apunta la nariz del enorme Airbus A320-211, de 37,6 metros de largo, directo hacia la montaña. Hacía mucho que Andreas Lubitz, 27 años y copiloto de la nave, lo tenía decidido. El vuelo 9525 de la línea aérea low cost Germanwings primero roza la ladera con una de sus alas y, luego, impacta de lleno a 800 kilómetros por hora contra la inmutable pared de piedra.
El calendario dice que estamos situados hace siete años, el 24 de marzo de 2015. Son las 10:40 de una mañana fresca y parcialmente soleada, y se acaba de producir la peor catástrofe aérea europea de la década.
El itinerario entre el aeropuerto de El Prat en Barcelona y el Internacional de Düsseldorf ha quedado trunco. Los restos de 150 personas (2 pilotos, 4 tripulantes y 144 pasajeros) están esparcidos como un patchwork siniestro sobre el macizo francés de Trois-Evêchés.
Génesis de una mente perturbada
Andreas Günter Lubitz nació el 18 de diciembre de 1987 en Montabaur, una pequeña localidad medieval de menos de 23 mil habitantes, a cien kilómetros de Fráncfort. Creció con sus padres (empresario él, profesora de piano ella) y su hermano. Desde chico manifestó su sueño de convertirse en piloto.
Cuando, finalmente, llegó el momento de definir su vocación eligió formarse en la escuela de pilotos de Lufthansa, una de las mejores del sector de aviación.
Lubitz se comportaba como un tipo normal y nada presagiaba el rumbo que tomaría su vida. Poco tiempo después comenzó a emerger un lado oscuro de su personalidad.
Esto fue cuando le detectaron una enfermedad ocular llamada miodesopsias. Este trastorno de la vista se manifiesta, sobre todo, cuando se miran superficies claras, como el cielo o la nieve. Provoca que se vean destellos o como si hubiera moscas volando. También puede generar ceguera nocturna.
En 2008, debido a un episodio de depresión profunda donde manifestó tendencias suicidas, estuvo bajo tratamiento. Mejoró y terminó sorteando con éxito los exámenes de las compañías aéreas a las que se presentó, los entrenamientos de vuelo y las evaluaciones psicológicas.
En 2010, Lubitz obtuvo su licencia de vuelo. En 2013 fue contratado por la compañía Germanwings como auxiliar de vuelo. En septiembre del mismo año lo promovieron a copiloto. Lubitz, para obtener todos estos trabajos, habría ocultado en la medida de sus posibilidades sus problemas mentales previos.
Al momento del accidente, tenía computadas 630 horas de vuelo y la mayoría habían sido hechas en ese mismo tipo de avión. Experiencia no le faltaba.
El día del vuelo fatal Lubitz salió muy temprano de su departamento del barrio de Unterbach, a media hora del aeropuerto de Düsseldorf, donde vivía algunos días de la semana con su novia. Cuando no volaba, solía quedarse en la casa con sus padres en Montabaur.

Esa mañana el termómetro marcaba cinco grados.
El vuelo de ida con el comandante Patrick Sondenheimer (casado y padre de dos hijos) anduvo impecable. Despegaron 6:50 y llegaron puntuales a Barcelona.
Se cree que Lubitz tuvo la ocasión de estrellar el avión en ese primer trayecto porque quedó demostrado que el piloto se ausentó de la cabina por unos minutos. Pero Lubitz optó por hacerlo durante el vuelo de regreso.
El avión carretea por la pista 07R de El Prat de Barcelona y despega con 26 minutos de retraso. Son las 10:01 de la mañana.
La muerte a la que se dirigen llegará con esa misma demora. Los pasajeros le han ganado a la vida unos míseros 26 minutos.
Las condiciones climáticas son buenas. A las 10:10 y el avión sobrevuela Toulon, Francia. El experimentado piloto Patrick Sondenheimer aprovecha que están alcanzando la altitud crucero y le avisa a su copiloto Lubitz que irá al baño. No ha tenido tiempo de hacerlo en el aeropuerto. Lubitz, encantado, contesta: “Ve cuando quieras”.
A las 10:27 el avión ya ha alcanzado los 11.500 metros. Patrick se quita el cinturón de seguridad, se levanta de su puesto, estira el esqueleto y, antes de salir de la cabina, le dice a Lubitz: “Tú controlas ahora”. Lubitz le responde una ironía: “Eso espero”.
Apenas Patrick sale de la cabina de mando, Lubitz activa el cierre de la puerta blindada. Desde los atentados terroristas es una opción de seguridad para que malvados secuestradores no puedan abrir desde afuera y tomar el control de la aeronave.
Lubitz comienza, de manera manual, a programar la velocidad de descenso.
Las torres de control aéreo observan inquietas el movimiento inusual de este avión. Llaman por radio, pero Lubitz no responde. Está inmerso en su fanático mundo de destrucción masiva.
Patrick vuelve alarmado del baño e intenta abrir la puerta de la cabina: “¡Soy yo!”, le vocifera.
Lubitz imperturbable continúa descendiendo. El comandante desesperado le grita: “¡Por el amor de Dios, abre esta puerta!” e Introduce el código de emergencia para abrirla, pero no funciona. Lubitz lo ha cambiado. La luz roja titila: acceso denegado.
Suenan las primeras alarmas de caída. Los pasajeros se asustan y empiezan los gritos.
Los controladores aéreos contienen, petrificados en sus puestos, la respiración. Un desastre es inminente. Activan el código de emergencia que indica que los pasajeros están en peligro. Un avión caza, Mirage 2000, llega a despegar de la base de Orange y se dirige hacia el vuelo 9525 a toda velocidad.
A las 10:40, a 2.700 metros de altura, un ala acaricia la montaña y se rompe. Más gritos y alarmas estridentes dan paso al silencio total.
Son las 10:41 y el avión ya no figura en ningún radar.
Su última altura registrada es de 1.890 metros.
A las 11:10 de la mañana los helicópteros franceses divisan los restos humeantes.
Las cajas negras, que encontrarán dos semanas después, darán fe de lo ocurrido dentro del avión durante la dramática caída.
En el cóctel de nacionalidades de las víctimas hay 35 españoles, 67 alemanes, varios mexicanos y australianos, marroquíes, belgas, colombianos y tres argentinos. Dos, entre todos ellos, eran bebés.