Cande tenía 19 años cuando le diagnosticaron con Linfoma de Hodgkins; Bryan, de 27, acaba de enterarse que tenía un tumor que le comprimía el pulmón. Un grupo de chat para pacientes oncológicos fue el disparador para que, en medio del peor momento de sus vidas, encontraran el amor más genuino
En marzo de 2017 Candela Mozzi tenía 19 años y estaba por empezar el primer año de Derecho en la Universidad de Buenos Aires. Se había ido de vacaciones con su familia a Punta Cana cuando una mañana sintió algo raro a la altura de la garganta. “Me levanté y tengo como una pelota acá”, les dijo a sus padres. Decidieron evitar que se expusiera al sol y ver como seguía durante el resto del viaje.
La “pelota” seguía ahí al volver a su casa en Zárate, así que al día siguiente de llegar, Cande fue a una guardia de una clínica porteña con su mamá. Entraron a las 11 de la mañana y para las 5 de la tarde nadie había acertado aún el diagnóstico. En efecto, en las imágenes se veía un conglomerado de ganglios inflamados, pero los análisis daban bien, y aunque en la radiografía se veía una mancha rara, le dijeron que era porque se había movido mientras se la hacían.
La madre resolvió llevarla con todos los estudios a su pediatra de Zárate. El médico le hizo una serie de preguntas de rutina, pero la verdad era que, a pesar de la pelota, Cande se sentía bien. Le indicó antibióticos por diez días para descartar una infección. “Si no es así, vamos a tener que biopsiar”, les anticipó. Ella tenía una única preocupación: había organizado un viaje con sus amigas a Chile y no se lo quería perder. El pediatra dijo entonces que no había problema con eso; podía irse tranquila mientras tomara el antibiótico. Y así lo hizo. El viaje fue divino.
Al regreso llegó el primer shock. El ganglio no sólo no se había ido, estaba más grande. El resultado de la biopsia fue contundente: tenía un tipo de Linfoma de Hodgkins asintómatico, y la suerte de ser flaca había hecho que lo notaran pronto. También por eso, a Cande le costaba asimilar que fuera cierto: “Yo no me sentía mal, decía ‘No tengo nada, ¿cómo es que el tratamiento va a ser peor que la enfermedad?”.
El tratamiento era agresivo. Tenía que someterse a quimioterapia en el Centro Fundaleu, y enfrentar su peor preocupación por entonces: “¿Se me va a caer el pelo?”. “¿Cómo es que no voy a poder ir a la facultad”, se angustió también ella, que siempre había sido una alumna ejemplar. Toda la vida había tenido todo bajo control: su promedio, la certeza de que iba a estar recibida a los 23 o a los 24 como mucho. Ahora le decían de pronto que ya no podía planear nada –”ni siquiera lo que iba a hacer mañana”–, simplemente porque no sabía cómo iba a estar después de cada quimio. “Eso a mí me mató”, recuerda ahora ante Infobae.
Fue unos meses después cuando, en su casa de Berazategui, Bryan Casares, que acababa de cumplir 27 años y ya estaba recibido de ingeniero mecánico, se empezó a quejar de una tos rara. En realidad fue su madre la que la advirtió, porque él no le dio mayor importancia. Entonces trabajaba con autos de carrera y había estado todo un fin de semana en un circuito bajo la lluvia y con la ropa mojada; pensó que seguro era eso.
Pero la tos persistía, y la mamá de Bryan también: “Andá a hacerte ver, porque no me gusta nada”, le dijo. Al final fue a una guardia para darle el gusto. Ahí mismo le hicieron una placa que mostró que tenía el corazón corrido, aunque le dijeron que no era nada importante. Algunas personas tienen esos desplazamientos a veces; nadie es tan simétrico y además él era muy flaco, le explicaron. A la madre de Bryan, que es radióloga pese a que nunca ejerció, la imagen tampoco le gustó nada.
Quiso que consultara con su médica de cabecera. Bryan fue a desgano: “Te traigo esto porque mamá me dice, fui a la guardia porque ella insistió”, dijo casi con vergüenza. Le parecía una exageración. Pero la médica vio la placa de tórax y le indicó que se hiciera una tomografía. “Bueno –aceptó él–. Yo el jueves estoy saliendo a La Pampa para otra carrera, así que voy la semana que viene”. No se olvida de la respuesta de la médica: “No, no me entendiste. Yo te hago una orden con pedido de urgencia y de acá te vas ya mismo a hacértela”.
Él había quedado en ir al cine con unas amigas, así que pasó por su casa a cambiarse antes de ir al hospital. Pero la película cambió en un segundo: con el resultado de la tomografía, Bryan quedó internado para que le hicieran una biopsia. Lo que tenía era un tumor tan grande que le comprimía los pulmones y, claro, había desplazado también el corazón. “Como un sachet de leche, a la altura del esternón, que como estaban las costillas conteniendo, no salía para ningún lado y no era tan fácil de ver”, grafica. Por eso tosía tanto: le faltaba el aire.
Dice, sin embargo, que se tomó la noticia como “un cumpleañito”. Cuando llegó a Fundaleu lo atendió un médico muy frío. Le habían dicho que nadie lo quería, pero el hombre le habló de probabilidades, y a Bryan le encantó. “Tu tumor es el peor, porque es el que crece más rápido, pero también es el que mejor responde a las quimios. Y si hacemos esta quimio, hay 80% de chances de que funcione”, le dijo tajante. Se agarró de ese porcentaje y salió de la consulta contento: “¡80% es un montón! Tengo más probabilidades de morirme de otra cosa”, les contó a sus padres que lo miraban devastados.
Se internaba para cada quimioterapia por una semana. Había tenido que dejar de trabajar porque le bajaban mucho las defensas, pero no perdía el humor. “Llegaba con mi valijita y me sacaba fotos, las subía a las redes. Me lo tomaba como un paseo. Supongo que era un mecanismo de defensa también”, dice ahora a Infobae. A Cande, en cambio, todo el proceso le costaba más. “Lloraba mucho cada vez que iba a las quimios porque no podía afrontar lo que me estaba pasando”, dice.
Un día en que no paraba de llorar, se le acercó una chica, otra paciente que la consoló y después le dio su número de teléfono. “Empecé a hablar con ella, y me dijo: ‘Mirá, hay un grupo de pacientes que somos jóvenes y tenemos un chat de Whatsapp en el que hablamos de lo que nos pasa’. Yo no quería saber nada, estaba negada, aparte yo hacía sólo mis quimios ambulatorias, entonces era como que iba y después no me hacía mucho cargo”, cuenta.
Hasta que en algún momento decidió probar. “Le digo que sí y cualquier cosa me voy del grupo”, pensó. Pero cuando empezó a charlar con otros chicos que estaban pasando por lo mismo que ella y le tiraban buena onda, se sintió comprendida de una forma en que no podían acompañarla sus amigos ni su familia: “Ellos entendían todo lo que me estaba pasando; había cosas que ni necesitaba explicarles, me di cuenta de que me hacía bien ese espacio”, dice ahora.
Y entonces pasó algo más. En ese grupo estaba Bryan. Un chico que hacía meses hacía su tratamiento a la par de ella y en el mismo lugar, pero con el que nunca antes se había cruzado. Empezaron a hablar de cualquier cosa, a veces durante horas. A veces eran los únicos que se quedaban chateando solos en el grupo. Si Cande escribía, el primero que contestaba era Bryan. Si Bryan lo hacía, la primera en responder era ella. “Ahí empecé a mirar la fotito de perfil”, se ríe Cande.
Una tarde le dijo a una amiga: “No sé, pero siento algo por esta persona a la que no conozco, es rarísimo”. Cande no estaba de novia, pero salía con un chico hasta que a mitad del tratamiento no quiso saber más nada. Con él ni con nadie. Dice que no estaba pensando ni por casualidad en estar con otra persona, mucho menos en enamorarse.
“Llegó un punto en que nos quedábamos todas las noches hablando los dos hasta las cinco de la mañana, porque además ninguno podía trabajar ni estudiar”, dice Bryan, y suma un detalle que tampoco le llamó la atención al principio. “Cuando agregaron a Cande en el chat, le conté a mi mamá que había entrado una chica nueva. Y no sé si fue la forma en que se lo dije, pero ella me pregunta: ‘¿Y es linda?’. Y yo: ‘Y, sí, en la foto se ve linda, qué se yo…’”
El dice que es bastante tímido y lento, que no se animaba a hablarle por privado primero. Que por suerte fue ella la que dio el primer paso. “Entrabas al grupo y eran dos mil mensajes sólo nuestros, así que aproveché una oportunidad medio cualquiera y le hablé. Y ahí nos quedamos un rato ese día hasta que se hizo tarde, nos fuimos a dormir y pensé: ‘Listo, ya está’”. Pero al día siguiente, Bryan había perdido la timidez. Le habló él. Y así siguieron contándose todo y acompañándose durante casi dos meses sin haberse visto nunca.
Bryan quería verla y empezó a insistirle. Pero estaba el problema de la distancia. Salvo cuando iban a la capital por sus tratamientos, él vivía en Berazategui y ella en Zárate. La logística no era tan fácil: los separaban 120 kilómetros. “No importa –decía Bryan–. Me voy a Zárate y tomamos un helado”. Cande lo sacaba corriendo. Sobre todo porque había otro problema que le preocupaba mucho más que la distancia: “Me sentía horrible físicamente, no tenía ganas de pasar también por eso, de sentirme rechazada”. Pero al mismo tiempo, seguían hablando. Cada vez más y con más intimidad.
“Un día en terapia le dije a mi psicóloga que le quería hablar de algo de lo que no le había dicho nada. ¡Y es que tenía tantas cosas para decir en ese momento! Y me acuerdo que mi psicóloga se puso feliz –cuenta Cande–. Le dije: ‘No sé qué me pasa, pero siento que me re gusta y no quiero verlo, porque me siento mal, no estoy linda’. Y ella me dijo: ‘¿No te das cuenta después de todo lo que te está pasando de que hoy es hoy y mañana no sabés? No tenés por qué pensar tanto las cosas, él más que nadie sabe lo que vos estás pasando y no va a esperar ver a Rapunzel’”. Y salió de esa sesión y le escribió sin pensar tanto: ‘Bueno, dale, veámonos’.
La primera cita fue el 26 de octubre de 2017. Él la pasó a buscar por el departamento de ella en Buenos Aires para el plan que le había propuesto hacía semanas: ir a tomar un helado. Ella dice que bajo sintiendo una cosa en la panza, las famosas mariposas. Y que el plan original se extendió, como las charlas por chat, durante horas: “Al final después del helado me acompañó a hacer unas compras, después merendamos…”. El dice que, como siempre, fue bastante lento. Que mientras caminaban y hablaban de cualquier cosa, le rozó un par de veces la mano. Entonces ella, también como siempre, llevando la delantera, le dijo resuelta: ‘Me podés agarrar la mano si querés, eh’.
Habían perdido la noción del tiempo, y ya estaban por subir al auto para volver, cuando él le agarró el brazo desde atrás y la dio vuelta. Entonces, sí, le dio un beso que todavía recuerdan. Para cuando se despidieron, los dos sentían que ya estaban juntos, ni siquiera desde ese día, sino desde el primer mensaje. “¿Querés que nos veamos mañana?”, preguntó ella. Fue lo más natural del mundo que él contestara con un sí rotundo.
“¿Viste que a veces está ese histeriqueo de tardar en contestarle, y esas cosas? –pregunta Bryan–. Bueno, a nosotros no nos pasó nunca. Ni por chat ni en persona. Hay algo de cómo te ven los otros que creo que nos pasó a los dos que es que en el momento en el que estás enfermo hacés mucha división entre la gente que está con vos, y lo es todo, y también entre los que no están, que es tipo ‘Chau’. Como que todo empieza a ponerse en blanco sobre negro. Y con esto era: ‘Okey, si le gusto, bien, y si no le gusto ahora, ya está’”.
Ese día, Cande no le había dicho a nadie que se iba a ver con Bryan, pero al día siguiente le dijo a su familia que salía con un chico de Fundaleu. “Lo cazaron enseguida”, dice. No se separaron más.
Fue un tiempo feliz. Los dos habían terminado la quimio, a los dos les quedaban unas sesiones de rayos, que atravesaron juntos. Hasta que llegó el momento de los primeros controles. Bryan ya no tenía rastros del tumor, pero a Cande le había quedado “un puntito”. El médico sugirió hacer más rayos. Ella estaba convencida de que ya era libre –”Es esto y ya está”, pensó–. Estaba preparada para retomar su vida y volver a la facultad.
“Pero cuando me dan los estudios post rayos, seguía quedando un rastro. Y me dicen: ‘Vamos a esperar unos meses porque a veces hay un residual”, cuenta Cande, y recuerda que corrió a anotarse en la facultad, hizo algunas materias en modalidad intensiva, y se fue a Europa con su familia como si ya estuviera curada. Acababa de cumplir 21 años cuando repitieron el estudio. El resultado fue demoledor: la misma cadena ganglionar se había replicado del otro lado. La segunda línea de tratamiento siempre es más fuerte que la primera, explica. Tenía que internarse y, sí o sí, ir a un autotrasplante de médula.
“Me puse muy mal, claro –dice Cande–. Pero a diferencia de la primera vez, ahora estaba contagiada del humor de Bryan, que en cada quimio me hacía una fiestita de cumple más o menos”. Él había conocido a la familia de Cande en el hospital, antes de la segunda ronda de quimioterapia, cuando ella estaba convencida de que todo iba a estar bien y pidió que le sacaran el catéter. En la sala, mientras esperaban que su hija saliera de la cirugía, los Mozzi lo adoptaron enseguida. Cuando Cande tuvo que volver a internarse, Bryan ya era parte del grupo que hacía rondas para acompañarla día y noche.
“Yo la pasé mucho peor en ese segundo tratamiento de ella que mi propia enfermedad, en la que jamás me había preocupado –dice Bryan, y se emociona, al igual que en varias partes del relato–. Ser espectador cuando eso le pasa a alguien que amás es mucho más doloroso, y a mí me hizo caer en lo que habían pasado mis papás y las personas que me querían”. El tratamiento fue largo y combinó quimio e inmunoterapia. Finalmente llegó el resultado esperado: se había negativizado. Pero eso implicaba pasar al autotrasplante para sellarlo.
Y entonces, otra bomba: ella que no había preguntado demasiado, se enteró de repente de que ya no era sólo estar internada por una semana, sino al menos por un mes. Tenían que hacerle una quimio tan fuerte, que el resto del tiempo no tenía otra que seguir internada porque quedaba prácticamente sin defensas. Cande repetía –porque no tenía dudas– que no iba a poder. Justo entonces se puso en marcha el operativo Bryan. Vestido como un astronauta cada vez y con guantes para poder tocarla, era el único capaz de hacerla reír. “Hoy hacemos pijama party” le decía, o armaba un karaoke en la habitación y señalaba el líquido naranja que le pasaban por suero: “Qué bueno que ya llegó el Campari”.
Y Cande descubrió también entonces lo popular que era su novio en Fundaleu. Porque al haber estado internado antes, todos los médicos y las enfermeras lo conocían y lo adoraban por su ánimo a prueba de todo. “Se habían enterado de que estábamos juntos y cada vez que me venían a atender por algo me hablaban de él: ‘¡Ay, Bryan!’, ‘¡Qué divino Bryan!’”, dice Cande. En los días más difíciles, él le decía que le diera la mano, cerrara los ojos y se imaginara que estaban juntos en una playa de arena blanca, tomando mojitos felices y al sol. “Te prometo que lo vamos a hacer”, le repetía.
Cuarenta y cinco días después, Cande tenía el alta y el resultado que los acercó a esa playa: era, por fin, negativo. En la valija llevaron un botiquín, por las dudas, pero nunca lo necesitaron. El viaje, los mojitos, ellos juntos y sanos eran tan reales como en las promesas de Bryan. La gente les preguntaba si estaban de luna de miel, y ellos respondían: “Algo así, si tenés tiempo te contamos”.
Todavía les faltaba otra prueba, porque justo al volver de su viaje, en 2020, el país entró en aislamiento obligatorio por la pandemia y tuvieron que pasar meses sin verse. Pero eso no era nada al lado de su historia, que –a casi cinco años desde la primera vez que hablaron por chat hasta la madrugada– están convencidos, empezó al revés: “Nos tocó primero la prueba de fuego, con la confianza de vernos con el suero, la flacura, sin pelo. Fue hasta difícil encontrarnos en otro escenario donde él volvía a trabajar y yo a la facultad”, dice Cande. También que al principio le costaba hablar del tema, hasta que un día que estaban tomando un helado en Zárate, una persona le vio la cicatriz del catéter y le preguntó si se había hecho quimio. Cande no sabía qué contestar, Bryan le explicó. “Y esa mujer me mira y me dice: ‘Yo también’. Ahí me di cuenta de que contar mi experiencia, la nuestra, puede ser una manera de acompañar a los que pasan por lo mismo”.
A veces también se ríen del tema y se hacen chistes de cáncer. Como el día en que él tuvo que llevarla a la guardia de urgencia porque estaba débil y se había caído, y de los nervios dobló en U en una calle y lo paró la policía. Y por lo bajo le decía: “Sacate el gorro, decile que tenés cáncer”. El cuento terminó con los dos tentadísimos, obvio.
“Cuando nos acordamos de esto, también con nuestras familias, tratamos de dejar de lado lo horrible que sólo nosotros sabemos que vivimos –porque hubo días horribles–, y quedarnos con lo que nos enseñó, con lo que crecimos, con las personas que conocimos –dice Cande–. Siempre lo hablamos: “¿Y si no nos hubiese pasado eso? ¿Y si nunca nos conocíamos? ¿Y si nos teníamos que conocer para esto? Cuando me volví a enfermar también pensé: ¿Qué tal si esto realmente era para que yo aprendiera a vivirlo de otra manera? Con Bryan aprendí que no era ‘Esto se termina y ya está’, sino: ‘Para curarme tengo que pasar por esto, y si voy a pasar por esto tengo que hacerlo lo mejor que pueda’”.