Las historias reales suelen ser las más inverosímiles. Si la vida de Ilya Lichtenstein y Heather Morgan fuese una serie de Netflix, el público se la tomaría como una comedia marciana y se troncharía de risa ante lo absurdo e improbable de sus guiones.
¿Una rapera tronada y un gurú tecnológico se convierten en los ladrones más ricos del mundo y se dedican a compartir sus desquiciadas rutinas a través de las redes sociales mientras el FBI estrecha el cerco a su alrededor?
Casi todo en esta pareja de intrépidos bucaneros digitales resulta muy de otro mundo. Su imagen, sus personalidades, el crimen que cometieron juntos, la vida rutilante y grotesca que llevaban en común, sus reacciones en momentos críticos. Vanity Fair acaba de publicar una completa crónica de sus andanzas: en ella queda claro hasta qué punto el auge de las criptomonedas nos ha traído, además de un mercado financiero alternativo de una volatilidad insólita, un nuevo perfil de criminal de guante blanco. Ladrones que ni siquiera parecen del todo conscientes de serlo, pese a que se agencian auténticas fortunas con un par de atajos de teclado.
¿El robo del siglo?
El caso es que, en agosto de 2016, Morgan y Lichtenstein se quedaron con mucho dinero que no les pertenecía. Ni siquiera resulta sencillo precisar cuánto, porque el fruto de su acto de pillaje fue en criptodivisas, dinero líquido cuya equivalencia en dinero sólido no ha dejado de fluctuar de manera dramática en los últimos seis años. Hablamos de 119.754 bitcoins, que por entonces venían a ser alrededor de 70 millones de euros. En noviembre de 2021, cuando la criptomoneda alcanzó su techo histórico de cotización, se habían convertido en más de 7.000 millones y aún hoy, en pleno declive del mercado de activos digitales, supera los 3.200 millones de euros. ¿Palabras mayores? Sin duda. Hay naciones africanas con un producto interior bruto anual no muy superior.
Semejante cantidad fue sustraída durante un hackeo a la plataforma financiera online Bitfinex, un asalto coordinado que duró cuatro horas y en el que los piratas se apoderaron de la mitad de los fondos disponibles. No está claro quién perpetró la acción, pero sí se sabe que gran parte de las divisas robadas fue a parar a una billetera digital bajo el control de Lichtenstein. Traducido a términos mundanos, aunque no sepamos con certeza quién dio el golpe, sí está claro quién y dónde escondió el botín.
Durante años, el dinero digital permaneció inmóvil, mientras su cotización seguía creciendo o menguando a un ritmo frenético. Por fin, en 2021, empezó a moverse. Lichtenstein inició una serie de transacciones ilícitas para blanquear los fondos y transferirlos a cuentas controladas por su pareja y él. En total, 25.000 bitcoins sometidos a un complejo proceso informático de lavado de dinero para hacer que se perdiese su rastro y poder, por fin, empezar a gastarlos.
Un Jumbo en un garaje
Pero el rastro no sé perdió. Es más, la unidad de delitos informáticos del FBI se puso precisamente en marcha en cuanto detectó el movimiento de aquellos bitcoins hasta entonces en estado de hibernación.
Por entonces, la cotización de bitcoin se había disparado. Tal y como explica Nick Bilton, autor del artículo de Vanity Fair, “es como si Morgan y Lichtenstein hubiesen robado un Ferrari de lujo, que en principio se puede esconder en cualquier garaje, y con el tiempo se les hubiese transformado en un Jumbo con el fuselaje forrado de diamantes, cuartos de baño de oro macizo e incrustaciones de rubí en las ruedas”. Un monstruo que solo podría pasar desapercibido si se quedase quieto, enterrado en un rincón desértico lejos del mundo. Y el dinero que no se mueve no tiene ningún valor.
En verano de 2021, un grupo de agentes federales pidió permiso para acceder a la azotea del número 75 de la calle Wall Street, en Manhattan, un imponente rascacielos de 42 plantas con residentes de muy alto poder adquisitivo. Se identificaron ante el portero del edificio, le rogaron discreción y le aseguraron que estaban investigando un posible caso de pornografía infantil, para lo que necesitaban rastrear las señales de todos los apartamentos.
El hombre les preguntó si no se habían equivocado de dirección: era el número 95 de la misma calle el edificio frecuentado por mafiosos locales y traficantes de cocaína, el lugar en que pocas semanas antes había aparecido el cadáver de una prostituta de lujo sumergido en un barril. La del 75, en cambio, era una comunidad respetable, con apartamentos y lofts que costaban cerca de siete millones de dólares. Pero los agentes estaban seguros. Era allí donde se escondía su presa.
De hecho, seguirían volviendo al edificio una y otra vez hasta finales de 2021. Para entonces, ya habían conseguido reunir pruebas de las operaciones de lavado de dinero realizadas por Morgan y Lichtenstein. Lo de la pornografía infantil era un simple pretexto. Lo que buscaban era el escurridizo rastro de miles de millones de dólares en bitcoins.
Livin’ la vida loca
¿Qué hacía mientras tanto la pareja criminal? Eso es lo más curioso de todo. Lichtenstein, 34 años, estadounidense de origen ruso más conocido como Dutch, daba consejos online sobre tecnología y finanzas y tenía un canal de YouTube en el que ejercía de mago y mentalista aficionado. Morgan, californiana de 31 años, Razzlekhan para sus seguidores, nutría y hacía crecer su propio canal de vídeos, en que aparecía rapeando por las calles de Nueva York disfrazada de Caperucita Roja o de macarra con pretensiones.
Los dos mantenían una actividad muy intensa en redes. Eran narcisistas, frívolos, estridentes, presumían de un estilo de vida cada vez más opulento que sus conocidos no sabían muy bien a qué atribuir. Y, pese a todo, pasaban desapercibidos, porque su exhibicionismo no parecía propio del que tiene algo que esconder. Tenían múltiples perfiles en redes, pero uno de los más populares era el Instagram de Clarissa, la gata bengalí (una especie de vistosa alfombra con patas) con la que convivían en su lujoso apartamento.
A los agentes federales les desconcertaba el tipo tan particular de delincuentes a que se estaban enfrentando. Tal y como explica Nick Bilton, “la mayoría de hurtos masivos de criptomonedas quedan impunes, porque no los cometen hackers adolescentes que pasan las horas muertas en el garaje de sus padres, sino sindicatos criminales patrocinados por regímenes como Corea del Norte o Irán”. El fruto de sus fechorías se gasta en “comprar armas ilegales en la internet profunda o financiar a grupos terroristas como Estado Islámico”.
Con frecuencia, las unidades de delitos informáticos pueden seguir la pista del dinero a través de sofisticados sistemas de inteligencia artificial, pero los criminales casi siempre están a buen recaudo, en lugares que nunca van a aceptar extraditarlos. La novedad en este caso es que los sospechosos de uno de los mayores robos de criptomonedas de la historia eran dos jóvenes emprendedores sin conexiones criminales aparentes que estaban en el centro de Nueva York, blanqueando dinero a espuertas con los mismos ordenadores con que asaltaban las redes en busca de notoriedad efímera.
Genios o pobres diablos
Thomas Barrabi, redactor de New York Post, dice que el de Razzlekhan y Dutch es un perfil excepcional, una irrepetible mezcla de “pareja de treintañeros excéntricos con síndrome de Peter Pan y genios del crimen”. O se pasaron de listos o “resultaron ser más bien tontos”. Ellos también consideraron la posibilidad de desaparecer del mapa. Manejaban pasaportes falsos y de sus conversaciones se deduce que estaban estudiando establecerse en Rusia y en Ucrania, blanquear el dinero desde allí y no volver nunca a los Estados Unidos. Dadas las dimensiones del Jumbo que escondían en su garaje, habría sido una jugada sensata.
Sin embargo, en algún momento de 2021, cambiaron de opinión. Decidieron no solo quedarse, sino también contraer matrimonio en una boda de las que hacen época, tan ostentosa y excéntrica como corresponde a una pareja de nerds multimillonarios o camino de serlo. Se casaron en Culver City, California, en una ceremonia delirante, con cientos de invitados, a la que Morgan acudió en un palanquín de sultán otomano con sus padrinos ejerciendo de porteadores disfrazados de plátanos. Tras la boda, en la que ella rapeó y él hizo magia, un autobús privado trasladó a todo el grupo a una exclusiva mansión en la localidad de Westlake Village, cerca de Los Ángeles. Fue, según los asistentes, una fiesta tan extraña como épica.
El FBI contra Lichtenstein y Morgan
De vuelta en Nueva York, los recién casados no tardarían en llevarse una sorpresa desagradable. En enero, el FBI ya tenía múltiples pruebas acumuladas contra ellos e irrumpió en su apartamento con una orden de registro: incautó más de 40.000 dólares en efectivo y varios de los más de 50 aparatos electrónicos encontrados en el lugar. No los detuvieron, y lo que vino a continuación resulta desconcertante.
En las semanas siguientes al registro que acabó de buscarles la ruina, la rapera y el gurú siguieron haciendo vida normal, con más presencia que nunca en redes, más referencias a su fantástica vida cotidiana en su apartamento de lujo con su gata de aspecto alienígena, más rap de vergüenza ajena, más ilusionismo amateur de circunstancias.
Si el cerco federal les puso nerviosos, no hicieron nada para demostrarlo. Tampoco intentaron huir, pese a que conservaban sus pasaportes. Nick Bilton duda entre dos posibles hipótesis: o no acababan de darse cuenta del lío en que estaban metidos o habían perdido ya la esperanza y optado por disfrutar sus últimos días de libertad. Les detuvieron en febrero, acusados de blanqueo de dinero. A falta de pistola humeante que les vincule más allá de toda duda razonable con el asalto a Bitfinex de 2016, se les considera cómplices necesarios del robo de miles de millones de dólares.
Morgan está en libertad bajo fianza. Ha vuelto con Clarissa, pero se mantiene alejada de las redes y, que se sepa, ha dejado de rapear. Lichtenstein ha pasado estos meses entre rejas. Ambos negocian con el Gobierno un acuerdo que, muy probablemente, reducirá sus condenas a cambio de esclarecer de una vez por todas cómo se produjo uno de los robos de bitcoins más lucrativos de la historia. Si esto fuese una serie de Netflix, pensaríamos que la acumulación de detalles extravagantes le quita toda verosimilitud, pero la realidad es caprichosa y juega siempre con sus propias reglas.