La puerta del colegio puede ser un lugar desestabilizante desde todo punto de vista. Largas esperas con autos en doble fila, gritos de chicos que salen excitados, padres apurados, ómnibus escolares abarrotados con adolescentes que bajan y cruzan sin mirar, chismes de todo tipo, mochilas perdidas, un palo de hockey olvidado, alguien que dejó su celular en el aula, maestras que ponen la oreja a la queja de un padre o un preceptor que le recrimina a una madre la conducta de su hijo.
A este mapa vertiginoso hay que sumarle la convivencia siempre difícil entre los grupos de padres y madres y los multitudinarios -ya generalmente silenciados- grupos de WhatsApp, publica Infobae.
Todo eso sucede en pocos minutos a la hora de salida. Porque lo cierto es que, ni bien toca el timbre que indica el final del día, los padres llevan ya un rato en la puerta mirándose de reojo. Hacen tiempo charlando, criticando al resto o, incluso, matizan la espera con un café en el bar de la esquina.
En fin, nada nuevo bajo el sol en la vieja sociedad humana. Hasta que un día, en un exclusivo colegio inglés, estalló una bomba nuclear. Y lo que prendió la mecha fue un dedo clickeando send.
El misil había sido disparado. El mail equivocado invadió territorios virtuales y se declaró una guerra.
Una mezcla peligrosa de descontentos
Inés vivía una cotidianidad que se le antojaba aburrida. Todos los días buscaba a sus tres hijos en el colegio (dos chicas de 7 y 9 años y un varón de 11). A la mañana, como había que madrugar demasiado, los enviaba en transporte escolar. Con cuarenta y tantos años (no quiere revelar su edad exacta ni ningún dato que pueda identificarla) al momento de esta historia, sentía que el carretel de la vida se tensaba y le quedaba poco tiro. Quizá haya sido eso o no. Por ahí, el motivo que ella no confiesa, haya venido sumado al hecho de que con su marido andaban medio a las patadas.
Lo cierto es que un día un “papá” de una compañera de su hijo mayor le llamó la atención. Estaban parados uno junto al otro, del mismo lado de las rejas verdes de la entrada del colegio. Sus brazos se tocaron por casualidad. Inés detectó enseguida el perfume que él llevaba puesto y sintió una corriente eléctrica. El tipo era espléndido. Tendría unos tres o cuatro años menos que ella. Nunca lo había visto antes. Conversaron dos minutos de pavadas. Se llamaba Gerardo y era el padre de Milena.
“Milena, repitió Inés, Milena…”. La tenía de cara, pero no era amiga de su hijo.
“Lo primero que pensé es que el nombre no le pegaba. Sonaba antiguo”, reconoce Inés, “Me contó que, por un tiempo, iría él a buscar a su hija porque estaba cambiando de trabajo y quería aprovechar para hacer lo que jamás había podido. Estaba divertido con esto de ir a la puerta del colegio. Lo que a mí me parecía un bodrio, para él era una aventura”.
A partir de ese día, las tardes para Inés se volvieron entretenidas. La idea de encontrárselo la motivaba.
Se descubrió nerviosa, cambiando de look y maquillándose más que antes. Base para tapar manchas, delineado en los ojos, se hizo un tratamiento para mejorar sus cejas y se alisó el pelo. Todo eso en pocas semanas. Estaba radiante. Ella siempre había sido coqueta, pero ahora se abrazaba a los artilugios de la belleza para adquirir seguridad. Ese hombre menor que ella le había encendido el horizonte. Por lo menos se levantaba entusiasmada.
“Nunca había mirado a alguien de menos edad que la mía. Estaba segura que él me vería vieja. Que no me daría ni bola. La puerta del colegio estaba que explotaba de madres jóvenes y lindísimas. No pensé jamás que fuera a fijarse en mí, pero ocurrió. De lo que más me cuidaba era del crecimiento de las canas. ¡Estaba segura de que verme la línea gris pegada al cráneo lo iba a espantar! Después de casi un mes de vernos casualmente bajo todos los climas, un día los chicos se demoraron en el campo de deportes y él me dijo de tomar un café en la esquina, para esperarlos más cómodos. No había nada que disimular, éramos padres en espera. Fui sin dudarlo. La electricidad seguía estando. Después me enteré que él experimentaba algo similar. Esa tarde pedimos dos cortados, yo un scon y él una medialuna. Gerardo estaba locuaz y empezó a contarme su vida. Era separado de su primera mujer, estaba en pareja desde hacía ocho años con la segunda, una chica abogada que tenía diez años menos que él. Milena, su hija, era de su primer matrimonio.
En poco rato enumeró mil cosas que sentía que andaban mal en su pareja actual. Decía que ella, llamémosla Belén, no se llevaba bien con Milena, que la hija no quería quedarse en la casa de ellos porque decía que Belén tenía mala onda. Además, Belén estaba desesperada por quedar embarazada y, a pesar de intentarlo, no lo conseguían. Gerardo me reconoció que no tenía ganas de hacer ningún tratamiento y que ella lo presionaba demasiado con el tema. En fin, recitó un rosario de quejas. Yo por mi lado le conté de mi aburrimiento, de mis ganas de revivir y de olvidarme de los grupos escolares. De mi marido casi no hablé. Éramos dos descontentos con la vida tomando café con un chorrito de leche…”, se ríe con ganas Inés.
Ocurre lo imaginable
Si bien ellos disimulaban, algunas madres del colegio murmuraban por lo bajo. Inés lo sospechaba en sus miradas: “Que hablaran, me daba igual. Llegó un momento en que las detestaba. Mientras no tuvieran pruebas no pasaba nada”, asevera hoy.
A pesar de que mandaban a sus hijos a un colegio de supuesta moral estricta, ni Inés ni Gerardo eran religiosos practicantes ni nada que se le pareciera. Dicho esto, no es difícil imaginar que la cosa se puso espesa y, poco tiempo después, andaban pergeñando como verse a solas.
Gerardo tenía una oficina que alquilaba a terceros. Fue en esas mismas semanas efervescentes que su inquilino le comunicó que se iba del país en dos meses y que dejaría el alquiler. Gerardo inventó una excusa y consiguió que se lo devolviera antes. No podía haber ocurrido en mejor momento para ellos que ya se habían convertido en una caldera de emociones. La oficina se convirtió, en pocos días, en un refugio para los nuevos amantes. Espaciaron los encuentros en el colegio y las habladurías se detuvieron. Comenzaron unos largos meses de doble vida.
“No me cuestionaba nada. Quería ser feliz. Si tenía que separarme lo iba a hacer, pero no era el momento con los chicos en la primaria… Era consciente de la aventura, pero inconsciente al mismo tiempo. Eso de andar juzgando a la gente nunca me fue, así que no pensaba permitirme la preocupación de que pudieran juzgarme a mí”, explica.
Inés tenía a sus dos íntimas amigas al tanto de todo. Eran su contención. Ellas estaban alarmadas, tenían miedo de que la cosa trascendiera, sobre todo por los chicos. Sería un escándalo.
No pasó nada. El refugio funcionaba y era el desahogo perfecto. Se conectaban por WhatsApp. Estaban agendados con otro nombre y sin foto.
Alguna vez, con sus respectivas parejas de viaje por distintos motivos, hasta lograron quedarse a dormir en la oficina donde habían instalado una cama doble con edredón de plumas y sábanas impecables. Tenían cafetera para el té o el desayuno y, si tenían hambre, pedían delivery. Se veían unas dos o tres veces por semana.
“¿Problemas de conciencia? La verdad es que no los tenía. Decirte que sí sería hipócrita”, reconoce ella.
Gerardo que era arquitecto tenía horarios libres; Inés disponía de todo el tiempo del mundo por fuera de las actividades escolares de sus hijos y algún que otro acontecimiento familiar.
Lo difícil eran los fines de semana alejados. Ambas parejas tenían lugares para pasarlos. Gerardo una chacra familiar en San Antonio de Areco; Inés un dormi en un country de zona norte. Los viernes se despedían hasta el lunes y como adolescentes se les estrujaba el corazón. Se extrañaban, pero no le encontraron salida al asunto de los días libres. Concluyeron que era el precio justo que debían pagar por estar casados y tener familia.