La caída del PIB este año no será menor a 2 por ciento y las proyecciones más conservadoras para 2019 sitúan la baja en 5 por ciento, en tanto que las más pesimistas se estiran a 8 por ciento.
La contracción de la economía en 2002, para tener una base de comparación, fue del 10,9 por ciento, en tanto que en 2001 se había registrado un declive del 4,4 por ciento. Es decir que la crisis de 2018-2019 sería equivalente a la mitad o a las dos terceras partes de la crisis 2001-2002 en términos de disminución del nivel de actividad. Eso siempre y cuando el Gobierno logre dominar la corrida contra el peso y estabilice el tipo de cambio en los valores actuales, entre 38 y 39 pesos, al menos por dos meses, para luego contener los incrementos del dólar a un ritmo inferior al de la inflación, cuya tasa anualizada se colocará entre 40 y 45 por ciento dependiendo de la capacidad de las autoridades para negociar con el sector privado y moderar los aumentos de tarifas. Sobre estas últimas, para acomodar los gastos en subsidios a lo previsto por el Gobierno cuando definió el último incremento del servicio eléctrico, por ejemplo, debería aplicar un aumento adicional del 42 por ciento. Esto es por el salto del dólar de los 27 pesos en que se encontraba cuando se definió ese ajuste de tarifas, que rige desde el 1 de agosto, y los 38 de ayer. Si el Fondo Monetario Internacional forzara al Gobierno a ejecutar subas adicionales, la inflación superará el 45 por ciento. El próximo martes se realizará la audiencia pública para un nuevo ajuste del gas. En principio la intención del equipo económico era elevar esa tarifa un 30 por ciento. Ese día se sabrá si la decisión oficial es mantener lo planeado o llevar el aumento todavía más allá. El shock devaluatorio de la semana confirmó una vez más la inviabilidad del programa económico. La apuesta de máxima de Cambiemos en este momento es evitar un colapso mayor, asumiendo como una realidad la mega devaluación, la mega recesión, la mega inflación y el mega desempleo. A esas tragedias se sumará una mayor, el salto de la pobreza y la indigencia, y la respuesta de Mauricio Macri será probablemente la misma que hasta ahora: endurecer la represión ante el mayor conflicto social.
El escenario de sangre y fuego que ofrece el Gobierno para los últimos quince meses de gestión escala a un grado más agudo lo que ha sido su experiencia en el poder desde el 10 de diciembre de 2015. Está visto que no es algo que le preocupe ni con lo que no pueda lidiar. El blindaje de los aparatos mediático y judicial, más el apoyo de Estados Unidos y la dispersión de la oposición le alcanzaron para ganar la elección de medio término y sostener la gobernabilidad aun a costa de someter a las mayorías populares a calamidades crecientes. Resulta claro que el desafío que se le presenta de aquí en más luce mucho más exigente porque el ajuste será más salvaje -llegaría a la cifra exorbitante de 500 mil millones de pesos en las nuevas metas “negociadas” con el FMI-, los colchones de bienestar heredados del kirchnerismo se fueron consumiendo, la economía transitará un tercer año de recesión sobre cuatro de gobierno -y será el que anote la caída más pronunciada- y las condicionalidades que exigirá el Fondo Monetario incluirán reformas antipopulares, como el aumento de la edad jubilatoria y demás quita de derechos a los adultos mayores, flexibilización laboral y achicamiento del sistema de seguridad social. Además, la credibilidad de la palabra oficial está maltrecha y las expectativas sociales e individuales se encuentran por el piso. Dependerá de la oposición construir una alternativa superadora para seducir a la ciudadanía en los comicios del año próximo, aunque por lo que se ha comprobado desde que gobierna Macri, importantes sectores de esa “oposición” se inclinan más por acompañar el proyecto neoliberal de Cambiemos que por ofrecer una propuesta de desarrollo productivo con inclusión social como alternativa de poder. En ese sentido, la persecución, los amagues de proscripción y los intentos de aislar a la figura de Cristina Fernández, quien tiene el liderazgo para impulsar aquellas políticas, es la principal obsesión del poder económico y de las fuerzas gobernantes.
Para un país como la Argentina, de todos modos, el año que resta hasta que lleguen las PASO y se empiece a resolver la continuidad o el reemplazo del Gobierno es el larguísimo plazo. Entre tanto, el principal objetivo de Cambiemos será esquivar otra semana como la que acaba de terminar porque no existe otro factor tan desestabilizador de la gobernabilidad como el descontrol cambiario. Gran parte de la clase media es capaz de tolerar la destrucción sistemática de la calidad de vida de amplias mayorías, incluida la propia, como la rana que se cocina a fuego lento, pero se subleva cuando la crisis se mete con el dólar y advierte, ahí sí, que le tocan el bolsillo. El pánico al corralito es la expresión máxima de activación de su nervio político. La reaparición de ese fantasma los últimos días por la disparada incendiaria de la divisa de 31,50 hasta un máximo de 42 pesos es uno de los costos que debió asumir el Gobierno por su incapacidad para manejar la corrida. Sin embargo, llegado este punto, el equipo económico confía en que podrá recuperar el control de la situación cuando logre encaminar el nuevo acuerdo con el FMI. Su lectura es que si garantiza desembolsos por 35.000 millones de dólares entre lo que resta del año y 2019, que se suman a los 15.000 millones ya recibidos, podrá sortear el riesgo de default y conducir una devaluación de forma menos disruptiva. Estima que la suba del dólar ya fue suficiente, que la recesión ayudará a cerrar el agujero del sector externo por menores importaciones y por la caída del gasto en turismo en el exterior, así como disminuir la capacidad de compra de divisas por el derrumbe del poder adquisitivo y la pérdida de rentabilidad en buena parte de la economía. Si despeja las dudas sobre la capacidad de pago de la deuda externa con el crédito del Fondo y achica el déficit de cuenta corriente con la recesión, el oficialismo aspira a recuperar canales de financiamiento en los mercados internacionales y enderezar la nave que venía en picada.
Ese plan de “contención de daños”, como se marcó al comienzo, sacrifica expresamente la economía real, las industrias que dependen del mercado interno, el empleo, el salario, las jubilaciones, la educación, la salud, la seguridad social y cualquier resorte vinculado al desarrollo nacional. Solo se enfoca en domar al dólar, sin preocuparse por los costos derivados que ello pueda ocasionar, con las tensiones sociales y políticas que ello implica. Es una búsqueda por ganar tiempo para seguir con la transformación estructural de la distribución del ingreso mientras la sociedad se lo permita. Y para los sectores que opongan resistencia, que irán brotando al ritmo de la crisis, lo que anticipa es sangre y fuego.