Según el último dato oficial, en el país se roban 166 celulares por hora, una actividad exclusiva de los punguistas. ¿El negocio? desbloquearlos y venderlos como nuevos. O alimentar el comercio de los repuestos. Cómo actúan los reducidores.
El 10 de diciembre del año pasado, Lucas cubría la votación del Proyecto de interrupción Voluntaria del Embarazo en las afueras del Congreso. En un momento, guardó su iPhone 11 en un bolsillo y levantó el drone para tomar imágenes de la Plaza. Desde una tableta, observó los planos. Y cuando lo bajó, y quiso tomar su celular, se llevó la sorpresa: ya no estaba.
Desde ahí, caminó ocho cuadras hasta su casa. Gracias a una aplicación pudo detectar que su teléfono se había activado en Corrientes al 2300, Balvanera. Ese mismo día se dirigió a la comisaría 1era. para hacer la denuncia.
El policía que le tomó declaración puso dos trabas. Decía que para notificar que el teléfono había sido detectado en Corrientes al 2300, el aparato debía seguir encendido. Algo difícil, ya que los teléfonos robados suelen apagarse al instante. Además, argumentó que “necesitaba ver en la pantalla de su computadora que la aplicación marcaba la dirección mencionada”.
Al día siguiente, Lucas se decidió y llegó al punto rojo guiado por la app y se encontró con todo tipo de situaciones: con un ladrón que sacaba diez teléfonos de una mochila y negociaba los precios con el encargado de uno de los cerca de treinta locales de la galería, con tres policías que miraban todo, con encargados que señalan a sus colegas del piso de arriba como responsables de comprar teléfonos robados.
A las semanas, Lucas se encontraría con otra sorpresa: el resumen de su tarjeta de crédito incluía una compra de 7 mil pesos que no había hecho. Se trataba de una compra en un restaurante peruano, realizada desde su iPhone, por intermedio de una aplicación de delivery.
Entonces, la víctima decidió contar en redes sociales lo que le estaba pasando. Y se volvió a sorprender: recibió decenas y decenas de comentarios. Todos contaban experiencias similares: hurtos de iPhones, localizados por última vez en Corrientes al 2300.
“Yo no trabajo de investigador de la Policía. Pero cinco minutos de recorrida por la galería me alcanzaron para entender todo lo que otros también deberían entender”, dice, a 70 días del robo, y aún sin poder reponer el teléfono, valuado en 130 mil pesos.
La galería en cuestión, «La Internacional», fue allanada en diversas ocasiones. La última vez fue hace menos de un mes. El saldo del operativo fue de cuatro detenidos (tres tenían pedido de captura y, el otro, orden de expulsión del país) y se incautaron 225 teléfonos robados, 208 baterías y una computadora para desbloquear celulares. Diez locales fueron clausurados.
En abril de 2018, los resultados llamaron más la atención: la Policía de la Ciudad había ingresado para recuperar cerca de 500 teléfonos. Días antes, en el festival Lollapalooza, se habían robado al menos 270 aparatos. Casi la totalidad habían sido localizados en esa galería. En conjunto con esa fuerza de seguridad, la Agencia Gubernamental de Control de la Ciudad reportó que durante todo 2020 y lo que va del 2021 se realizaron un total de 63 operativos, con casi 1000 aparatos secuestrados.
En Argentina no hay datos exactos sobre el robo de celulares. Primero, porque casi nadie denuncia los robos, a no ser que deban hacerlo para cobrar el seguro. El último dato oficial es de 2019: según el Ente Nacional de Comunicaciones (Enacom), en el país se denunciaban, en promedio, 166 celulares robados por hora, a razón de casi 4 mil por día y de 1,4 millón por año. Pero menos se informa aun de todo el circuito que hay detrás de cada robo de equipo, que ya se parece al robo de autos y el posterior desguace.
La clave es el negocio
Para comprender cierta modalidad del delito, hay que conocer el negocio que hay detrás. En los últimos años, desde cuando el efectivo comenzó a dejar la calle a medida que aparecieron billeteras virtuales y otros tipos de formas de pago, los delincuentes debieron afinar el perfil de «comerciantes». Analizar el mercado y decidir qué producto robar. Reinventarse en línea con la tecnología y a las nuevas medidas de seguridad. En especial, los punguistas, que seguían robando billeteras y carteras, que venían cada vez con menos billetes.
La ruta del iPhone y del resto de los celulares nace cuando el ladrón lo tiene en su poder. La segunda parada tiene dos opciones. El punguista puede ofrecerlo en su barrio, vendiéndoselo a un particular. Muchas veces, el vecino paga el equipo en cuotas. En ese caso, el punguista gana un poco más. Y se garantiza ingresos fijos. Esto ocurre con todas las marcas menos con los iPhone.
El estado de los equipos será clave para que el valor que el «reducidor» le pague al «punguista».
La otra opción (que incluye al producto de Apple) son los «reducidores de celulares», que operan en las galerías como «La Internacional», allanada decena de veces. El punguista se acerca y vende todos los equipos que se robó en el día. Cuando los aparatos son más de 20, la cita es fuera de la galería (por los policías de civil, que están atentos a los que salen de la galería, para extorsionarlos). Donde el ladrón o la banda proponga. Se estima que cada celular robado es comprado por los reducidores a un 25 o 30% de su valor real. Pero en la cantidad, el botín es interesante.
Con los que no son iPhone, luego de «limpiarlos» y de hacer el paso a paso que conlleva a la reinserción del celular en el mercado, el «reducidor» lo publicará en grupos de redes sociales o páginas de compra y venta. Lo ofrecerá como «usado». Si nuevo, y legal, costó $ 50 mil, y el ladrón recibió unos $ 15 mil, el comerciante ilegal podría pedir unos $ 35 mil por el teléfono. La ganancia sería de $ 20 mil. Pero aun hay una opción más «rentable».
Consiste en la venta de los repuestos, pieza por pieza, siempre en las mismas plataformas. En Argentina es difícil obtener el permiso para poder comercializar repuestos originales y tener de proveedor a las grandes empresas de telefonía. Por eso hay mucho producto «genérico», o «copia», que suelen provenir en contenedores, desde China.
«El cliente siempre va a preferir el original, por más que sea usado», dice Julio Seco, gerente de Intitech (una empresa de telecomunicaciones) y técnico en celulares. Y agrega: «El problema es que hay técnicos que colocan repuestos originales pero usados, y el cliente cree que tiene uno nuevo, o no sabe darse cuenta de que tiene algo usado porque al ser original, no le ocasionará problemas de funcionamiento».
Esos repuestos usados suelen ser de los equipos robados.
Es cuestión de citar un caso concreto para entender los números que hay un juego en cada teléfono. Un Samsung A51, valuado en $ 46 mil, en el mercado negro podría pagarse a $ 13.800 a un punguista. El reducidor, con esa «inversión», podrá vender los siguientes repuestos, como si fuesen nuevos: cámaras (son cinco, a razón de $ 4.500 cada una), batería ($ 3.500), carcasa ($ 3.500), placa de carga ($ 1.000 ), flex ($ 2 mil), varios ($ 2 mil). Lo más costoso es la pantalla. Nueva, cuesta $ 28 mil. Pero usada, original, podría venderse a $ 15 mil o $ 20 mil, ya que es eso o una copia. La «ganancia» sería de $ 40.700.
Si el aparato está en muy buen estado y se nota que la víctima lo había comprado hace una o dos semanas, habrá otro tipo de negocio: se invertirá en la caja del modelo (se venden en las mismas plataformas online), en una batería y en unos auriculares nuevos. El toque final consiste en pulirlo hasta que quede como nuevo. Y así se venderá. Como salido de fábrica.
Con los iPhone, el paso a paso es distinto. El ladrón lo roba y lo primero que hace es apagarlo. «iPhone cuenta con un sistema de seguridad inviolable. Superior al de Android. Eso hace que el IMEI no se pueda adulterar y quedará obsoleto. El reducidor solo podrá comercializar los repuestos», asegura Seco.
Uno de los equipos que utilizan los «reducidores» para, antes de desarmar el aparato, intentar desbloquearlo y venderlo como «nuevo».
Eso mismo les dicen a los ladrones: que se lo pagarán menos porque un iPhone solo sirve para repuestos (en porcentaje, es menos que el 25 o 30% que se paga por un Android). Pero a Lucas, cuando le robaron el teléfono que le figuraba haber sido detectado por última vez en la galería de Corrientes al 2300, le mandaron mensajes de texto. «Se hacían pasar por el sistema de Apple. Me pedían que ingresara a un link donde me solicitaban la clave de mi dispositivo. Entré y me encontré con una página prácticamente igual a la de Apple. Pero no completé los datos que me pedían», recuerda.
A Lucas, supuestamente de Apple, le habían asegurado tener el celular, y que se lo entregarían en los próximos días, siempre y cuando completara los datos «para poder configurarlo otra vez». Si lo hacía y completaba los casilleros de su contraseña y número de iCloud, el reducidor y la gente que trabaja para él podrían acceder al teléfono. Luego, borrarían la cuenta de Lucas, colocarían otra tarjeta SIM y el aparato estaría listo para salir a la venta. En este caso, en el mercado se cotiza a $ 140 mil.
Durante semanas, Clarín escuchó testimonios de víctimas que habían sufrido el robo de sus iPhones. Todas decían haber recibido mensajes como los que leyó Lucas. En algunos casos, el que estaba del otro lado decía ser de la Policía o hasta de un call center de Apple en México. Aunque pedían lo mismo: contraseña y número de ID. La modalidad de estafa es internacional. En Internet pueden leerse recomendaciones de usuarios y de policías de distintas partes del mundo, advirtiendo sobre la situación.
Los pungas, hábiles de manos
«Punga» deriva del italiano dialectal «pungia», que en aquel país significa «bolsillo». De ahí que hace muchos años en Argentina y en Uruguay se denominó lunfardescamente «punga» al bolsillo y «punguista» al ladrón que se dedicaba a hurtar con sus dedos todo lo que se encontraba en bolsillos ajenos. Antes, era solo efectivo.
Este tipo de asaltantes ahora se dedican a los iPhones y otro tipo de celulares. Y la víctima no solo sufre el robo de su teléfono: también usarán su billetera virtual y sus aplicaciones para realizar compras que le llegarán a fin de mes, en el resumen de la tarjeta. La modalidad es una de las más «rentables» de la actualidad, teniendo en cuenta que los ladrones pueden robarse más de 10 teléfonos en cada salida y que casi no hay riesgos, ya que se trata de un hurto, un delito que suele ser excarcelable. Pero no es nueva, ni mucho menos.
Las galerías de Once, Retiro y Constitución concentran los puntos rojos de la actividad ilegal. Incluso punguistas que roban en el Conurbano terminan allí.
Los punguistas formaron parte de la primera gran transformación del hampa porteño: la de la camada de ladrones de gallinas a una generación de asaltantes profesionales. Según el libro “Delincuentes viajeros”, del sociólogo Diego Galeno, entre 1870 y 1920 hubo delincuentes porteños que viajaban a meter el gancho, como se dice en la jerga, a Brasil, Uruguay y Chile. Eran punguistas con decenas de entradas a la comisaría, aunque sin estadías en cárceles. A su vez, y para los mismos tiempos, en Buenos Aires actuaban colegas italianos, españoles y portugueses, que se habían mezclado entre los millones de inmigrantes europeos llegados al país.
Ya para las décadas del ’60 y ’70, los punguistas porteños, cordobeses y tucumanos apuntan a otro continente: comienzan a viajar a Europa. Más que nada, a España e Italia. Se asentaban en esos países y desde allí viajaban durante semanas a otros destinos. Incluso, algunos aterrizaron en China o Japón. Era la época dorada del punguismo: no existían las tarjetas de crédito, ni de débito. Todo el mundo andaba con efectivo en los bolsillos o carteras. En el rubro de la delincuencia, se consideraban -hoy también- “artistas”.
El argumento, en la lógica del hampa, es que no utilizan la violencia para delinquir, y que sus damnificados no se llegan a dar cuenta de que están siendo asaltados. “Con armas roba cualquiera: mostrás una pistola y la víctima te da todo por miedo” es lo que dicen ante los asaltantes que cometen robos a mano armada.
La década del ’90, tiempos del 1 a 1 (peso = dólar), tienta a las bandas de argentinos que actuaban en Europa, que comienzan a volver. No lo hacen solos. Se le suman punguistas peruanos y chilenos, que preferían estar más cerca de sus países y ganar lo mismo. Y que notaron que los policías, a diferencia de los europeos, eran corruptos. En Buenos Aires también actúan, hoy en día, bandas que llegan de Tucumán, Córdoba o Mar del Plata. Se quedan por dos o tres semanas y regresan a sus ciudades.
Los punguistas ya no encuentran dinero en efectivo en sus víctimas pero sí van por los teléfonos móviles. Y llegan incluso de otros países.
Hay distintos tipos de punguistas. Los de “alta gama” se mueven en el Microcentro. Turno mañana y noche, todo lo que es Florida, Lavalle, la 9 de Julio, Corrientes. Turno noche, entrada y salida de teatros. También suelen hacer “eventos”: recitales, partidos de tenis, fútbol o polo, discotecas, convenciones. La pandemia alteró ese ritmo, pero se mantiene y se reactiva al ritmo de la «nueva normalidad».
Las víctimas preferidas son los turistas. Los de segunda línea son los que frecuentan zonas como Once, Constitución, Retiro, Liniers, Pompeya o se suben a colectivos, subtes y trenes. Más abajo se ubican los que roban en el Conurbano: Moreno, San Martín, Morón y en manifestaciones o actos en la calle, como festejos por campeonatos de fútbol o marchas de otro tipo.
«Celulares, amigo; celulares, celulares…»
La frase funciona como recibimiento para el que ingresa a la galería «La Internacional». En lo que queda de la vereda (una parte está ocupada por manteros y vendedores ambulantes que ofrecen «marcianos de fruta», un típico helado peruano) hay policías de uniforme y compradores que recorren la zona por telas, insumos para bijouterie y cotillón, entre otras cosas.
En la planta baja hay locales (casi todos de celulares) que dan a los dos pasillos; las liberaciones de equipos se hacen en los pisos de arriba, donde también hay departamentos y oficinas del rubro textil y un restaurante.
Los allanamientos a las galerías y locales de ventas de celulares son reiterados, pero no logran detener el delito. A los pocos días, vuelven a abrir.
Según pudo reconstruir Clarín, los primeros locales de la zona dedicada al comercio ilegal de celulares estaban en las galerías de la Avenida Pueyrredón. Fue a principios del 2000. Habían nacido bajo el rubro de «soporte técnico de equipos». Y de legales a ilegales pasaron a partir de la oferta de los punguistas que actuaban en Once, el Microcentro y alrededores, y que encontraron en los celulares una nueva moneda de cambio.
Con el tiempo, y con los allanamientos, «La Internacional» fue bautizada por la Policía como «El shopping de los celulares robados». Fuentes consultadas de la Agencia Gubernamental de Control (AGC) informaron que constantemente los comerciantes «levantan» la faja de clausura y vuelven a trabajar.
«Es una especie de comunidad, comerciantes que se cubren entre ellos, que se avisan cuando se rumorea sobre un operativo. Si uno se manda una macana con un colega, sabe que lo van a echar», le cuenta a Clarín una persona que negoció allí. Agrega que los comerciantes, además, compran computadoras robadas, y que algunos también están metidos en la clonación de tarjetas de crédito y en los envíos de dinero de Argentina a Perú y viceversa.
«Uy, entrar ahí era durísimo. Siempre lo hacíamos tensionados», asegura un colombiano que vendía sus teléfonos en la galería. Los nervios eran por los policías de la Brigada de la zona, que merodeaban la galería sabiendo que muchos de los que salían de allí estaban en una maniobra sospechosa. No los buscaban para detenerlos. Querían una parte de lo que acababan de cobrar, a cambio de no armarles una causa.
Cuando juntan una cierta cantidad de celulares que no pueden desbloquear y colocar en el mercado negro argentino, se conectan con sus colegas de la galería «Las Malvinas», de Lima, Perú, e intercambian equipos: los robados en Buenos Aires llegan a Lima, y los hurtados en Lima, viajan a Buenos Aires. No hay pagos de por medio. Solo canje, intercambio.
«Eso pasaba mucho con los BlackBerry», cuenta Julio Seco, el técnico en celulares consultado por Clarín. «Lo que ocurre es que hay equipos que no se pueden ‘destrabar’; digamos que están en banda negativa. Pero en otro país, el teléfono sí puede ser activarse y venderse como usado».
Diego Santilli, vicejefe de Gobierno porteño a cargo del Ministerio de Seguridad y Justicia, lo confirmó en un allanamiento: “Surgió un dato curioso ya que entre los aparatos hallados había celulares con pedido de secuestro en Perú: o sea, robados en Perú y habilitados en la Argentina”.
El negocio, de tan rentable, se volvió internacional.