Otra semana que cierra con el dólar en calma y ya hay quien comenta que “el Gobierno recobró el equilibrio en la economía”. Hasta la repetida frase del Presidente de la Nación, “lo peor ya pasó”, para algunos retoma actualidad. Algún medio hasta se aventura a presentar la participación “por invitación” de Mauricio Macri en la cumbre de los BRICS en Johannesburgo como “una oportunidad para captar el interés de inversores”. Pero hay algo que altera ese clima de relativa calma: la realidad. Porque en paralelo a la visión un tanto bucólica hasta aquí señalada, tanto los números del Indec como las novedades que van apareciendo señalan que el ajuste tan temido ya está entre nosotros.
En las últimas 24 horas se informó oficialmente sobre aumentos en el transporte de pasajeros del orden del 30 por ciento en los próximos tres meses y un recorte en las asignaciones familiares por reducción del número de beneficiarios. Antes, durante la semana, se conocieron los datos del Indec sobre actividad económica en mayo, con caída del 5,8 por ciento respecto del año pasado, y el fuerte descenso de las importaciones en junio por la baja en la demanda en todos los rubros (un claro reflejo de la fuerte devaluación en los meses de mayo y junio), apenas unos días después que el propio organismo oficial de estadísticas diera a conocer la suba de precios del 3,6 por ciento de junio, la más alta en los últimos dos años. Las consultoras privadas anticipan, además, el resultado de una fuerte caída en la actividad industrial en junio, mientras que otras fuentes oficiales (sistema previsional) da cuenta de la baja del empleo registrado en relación de dependencia para el mismo mes.
La recesión que se esperaba ver reflejada en este tercer trimestre (julio a septiembre) arrancó en el anterior (abril a junio), sin esperar que el programa acordado con el Fondo Monetario Internacional empezara a hacer sentir su propio impacto. Que, de todos modos, ya se ve venir en otros elementos de análisis. Porque ayer también se conocieron algunos datos de cómo afecta a las provincias el ajuste fiscal. Un informe elaborado por asesores del bloque de senadores del PJ, que preside Miguel Ángel Pichetto, señala que las transferencias de la administración nacional a las provincias en el primer semestre del año resultaron inferiores, en términos absolutos, a las del año pasado.
Según datos que publica Ámbito Financiero, las transferencias corrientes a las jurisdicciones provinciales pasaron de 31.296 millones de pesos en 2017, a 29.574 millones en la primera mitad de este año. Una caída nominal del 5,5 por ciento. Al considerar las transferencias de capital, es decir las partidas destinadas fundamentalmente a obra pública, los 33.853 millones de pesos asignados en 2017 pasaron a ser 28.758 millones este año, con una reducción nominal del 15 por ciento. Si actualizáramos los valores transferidos el año pasado con una tasa, supongamos, del 25 por ciento (tomando el porcentaje más bajo de inflación interanual que fue el de los primeros meses del año, luego trepó hasta el 29), y los comparáramos con los montos transferidos en el primer semestre del corriente año, nos daría una reducción real del 28,4 por ciento.
Para tener una idea de lo que significa esto para la gestión de los gobiernos provinciales, y dónde duele más, basta considerar que los renglones en los que se produjo el más brutal recorte de transferencias para obras públicas fueron Vivienda (30 por ciento en términos nominales, 44 por ciento en valores reales) y Transporte (48 por ciento nominal, 58,4 por ciento en valores reales). Las provincias, y sus habitantes, ya empezaron a hacer su aporte para cumplir con las metas del Fondo. Y le harán hacer más.
Esto es algo más que una tormenta. Las causas no se encuentren solamente en la sequía o en “cosas que pasaron en el mundo”. La imperfecta lectura del Gobierno argentino sobre el rumbo de la economía mundial quedó también reflejada en la clausura del encuentro de ministros y presidentes de bancos centrales del G 20 que se llevó a cabo en Buenos Aires hasta el domingo pasado. Allí, mientras la declaración final de los ministros de las potencias advertían sobre los altos riesgos, principalmente para las economías emergentes, de la alta vulnerabilidad del sistema financiero mundial, y ponía apenas sugiriéndolo sobre la mesa, las consecuencias que podría tener una guerra comercial entre las mayores economías del mundo –fue el tema que centró el debate a puertas cerradas–, Macri cerraba el encuentro felicitándose por la política de apertura aplicada por la Argentina y agradeciendo “el respaldo” que le expresaron representantes de otros países. Como si lo dicho por ministros y banqueros centrales, en el mismo lugar y en la misma ocasión, le fuera ajeno –según publica Página 12-.
Así se llegó al punto en que estamos, y habrá que conjeturar, al menos, sobre adónde estamos yendo. Esquemáticamente, y en forma arbitraria (sólo con el fin de ordenar la secuencia), podríamos decir que el modelo económico que implementó Cambiemos desde su llegada al gobierno, en diciembre de 2015, reconoce tres etapas hasta aquí. La primera podría llamarse de “instalación” del nuevo modelo: apertura comercial y financiera mediante la eliminación del “cepo” a las transacciones de bienes y movimientos de capitales; una fuerte devaluación en forma de shock, buscando generar un beneficio explícito a los exportadores y un atractivo “extra” a la llegada de capitales; baja en las retenciones a las exportaciones, con el mismo fin y además mejorar la tasa de ganancias de los sectores más concentrados; tarifazo y dolarización de precios regulados (petróleo, gas), para favorecer a los jugadores más fuertes en estos sectores; y fuerte aumento de las tasas de interés, como herramienta de política antiinflacionaria pero también para atraer capitales financieros del exterior y, de paso, mejorar la ganancia de los bancos. Adicionalmente, se canceló de una vez la deuda reclamada por los fondos buitre para restablecer, en plenitud, los lazos con el capital financiero internacional y reinaugurar, a su vez, un nuevo proceso de endeudamiento creciente.
La instalación del nuevo paradigma económico neoliberal duró unos dos años, al cabo de los cuales el gobierno habrá imaginado que iba a tener consolidada la alianza con los sectores más poderosos de la economía, una inflación descendente y en vías de quedar bajo control y un nivel de actividad económica ya empezando a mostrar buenos niveles de crecimiento aunque marcadamente concentrado. No sucedió, y en cambio el gobierno de Macri se encontró hacia fin de 2017 con dificultades crecientes donde menos lo esperaba: la inflación volvía a crecer y los capitalistas seguían fugando activos, en vez de entusiasmarse con las “oportunidades de negocios” que les presentaban en el ámbito doméstico.
Los capitales extranjeros que debían llover faltaron a la cita, lo cual empezó a generar interrogantes y contramarchas en el propio gobierno. Los prestamistas externos lo notaron, por eso en un escenario internacional que ya pintaba complicado, Argentina dejó de ser un destino privilegiado para los fondos especulativos. Fue a inicios de 2018, y ahí arrancó la segunda etapa: restricción de financiamiento externo, aceleración de la fuga de activos al exterior, valorización de la moneda extranjera, suba geométrica de las tasas para intentar contener la fuga y, consecuentemente, nueva aceleración de la inflación. Tal como es lógico, empezaron a aparecer los primeros signos de retracción económica.
Cuando el Gobierno ya no pudo controlar la situación, recurrió al Fondo Monetario: fue el fin de la segunda etapa y el inicio de la tercera, con un programa económico acordado y monitoreado por dicho organismo, que es el que estamos transitando. ¿Qué puede esperarse de esta tercera etapa?
La obligación del Gobierno de lograr cumplir las metas fiscales lo obliga a seguir adelante sin meditarlo con los ajustes de tarifas y recorte de gastos y transferencias. Eso realimenta la inflación, lo cual será un elemento adicional para generar reducción de demanda que ya empieza a traducirse en recesión. Si se escuchó con atención la advertencia del G 20, se verá que el mercado internacional tampoco será un ámbito propicio para sustituir caída de ventas internas por aumento de exportaciones. La crisis de sector externo, por escasez de divisas que no parece en vías de revertirse –apenas se puede esperar que se atenúe por caída de importaciones y menos turismo en el exterior–, condena a la economía a seguir atada a un dólar en alza y a un nivel de inflación elevado, por más que siga cayendo el consumo interno. El pronóstico para la economía mientras dure el ajuste –el Gobierno actual lo programó con el FMI hasta 2021– es malo. Las consecuencias sociales, peores. ¿Hasta cuándo?
Dicho de otro modo, ¿hasta cuándo dura la tercera etapa, y cuál será la cuarta? El Gobierno apuesta a que será una etapa de recuperación, y que ocurrirá antes de las elecciones de 2019. Pero eso a partir de suponer que el programa económico con el Fondo nos lleva a buen puerto. Los antecedentes del FMI no le favorecen, y de Grecia mejor no acordarse. Si no es el gobierno de la mano del Fondo, ¿quién tomará el timón para conducir esa cuarta etapa? El terreno está preparado para esta etapa recién iniciada, durísima en lo económico, en la que a la política oficial se le ven más desertores que acompañantes que se sumen. El tractorazo, los realineamientos sindicales, el replanteo de estrategias en sectores gremial empresarios y algunos de ellos (los más dependientes del mercado interno) estrechando lazos con representaciones sindicales, indican que los actores se mueven buscando otros espacios. Habrá que ver la reacción de los gobernadores, y otras expresiones partidarias, ante un programa económico que los desafía y los agrede. La economía plantea un panorama de crisis. La política está llamada a dar respuesta.