En la Argentina, las privatizaciones masivas y corridas por la urgencia macroeconómica ya fueron probadas y el resultado fue en general muy malo. La experiencia con Aerolíneas Argentinas en manos españolas, la gestión de los franceses en Aguas Argentinas, el manejo de YPF por parte de Repsol y la destrucción del sistema ferroviario nacional dan cuenta de algunos de los fracasos más rotundos en esta materia. Sin embargo, la nueva experiencia neoliberal, esta vez liderada por Javier Milei, va otra vez por todo. Conviene entonces hacer un ejercicio de memoria.
Un mes luego de la asunción adelantada de Carlos Menem y en medio de la crisis hiperinflacionaria, el Congreso aprobó la Ley de Reforma del Estado, herramienta que dio luz verde a las privatizaciones. Se alinearon los planetas: el gobierno necesitaba reducir el déficit fiscal, que achacaba al mal funcionamiento de las empresas públicas, y solucionar el problema de la deuda, que logró canjear por las «joyas de la abuela», había entusiasmo en capitales foráneos en hacerse a precio de ganga de activos estatales y presión norteamericana para aplicar reformas neoliberales.
De acuerdo con Juan José Carbajales, de la Universidad Nacional de José C. Paz (UNPAZ), en la década de los ’80 existían en el país casi 300 empresas estatales. Los primeros años del menemismo fueron una carrera de privatizaciones. El corto período en el cual se concretaron una enorme cantidad de ventas de empresas estratégicas fue formidable: la primera fue ENTel, repartida entre Telecom y Telefónica de España.
Como enumera Juan Pablo Csipka, luego fue el turno de los canales 11 y 13 y en los meses siguientes se vendieron Aerolíneas Argentinas, los trenes, los peajes, Segba, Obras Sanitarias de la Nación, el correo, Yacimientos Carboníferos Fiscales, Somisa y Gas del Estado, ésta última con el «diputrucho» incluido. En 1992 se concretó la venta de YPF, tal vez la más importante de todo el proceso privatizador. También se vendió la Empresa Líneas Marítimas (ELMA) y centrales generadoras de energía eléctrica, como Puerto Nuevo, Costanera, Dock Sud y Pedro de Mendoza.
Memoria
— ¿Qué similitudes y diferencias es posible detectar en el actual postulado privatizador respecto de la experiencia menemista?, le preguntó Página 12 al economista Alberto Muller, director del Centro de Estudios de la Situación y Perspectivas, dependiente de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires.
–Veo más similitudes que diferencias. El argumento aparente es terminar con el déficit fiscal, asignando a las empresas públicas el grueso de la responsabilidad por el mismo. Esto no es así, porque solamente los ferrocarriles y AYSA son empresas públicas cuyo déficit tiene algún peso, a nivel nacional. YPF y Banco Nación no son deficitarias; Aerolíneas lo fue, pero con una clara tendencia decreciente. El grueso del “déficit” de las empresas públicas se encuentra en realidad en el sector energético, en particular, el eléctrico, y es esencialmente el resultado de la política de subsidiar el consumo. No es un tema de eficiencia, sino de tarifas, y la solución no es la privatización.
Al igual que en los ’90, creo que el propósito central de las privatizaciones es fiscal: la Argentina enfrenta una deuda de muy difícil gestión. Si en los ’90, el eje pasaba por encontrarle una salida a los bancos que habían sobreprestado a los países emergentes, llevando a la “crisis de la deuda” de los ’80, ahora pasa por arribar a una solución viable para el ingente endeudamiento con el FMI.
No se trata en ambos casos de vender empresas deficitarias, sino de vender empresas que fueran atractivas para el sector privado, para reducir el endeudamiento. La principal diferencia es que ahora hay poco para vender. En 1989, había un lote de empresas industriales estatales (en los sectores siderúrgico y petroquímico), que hoy ya no pertenecen al Estado. Esto explica que el Banco Nación haya pasado a integrar la lista de lo privatizable, cuando en los ’90 no estuvo en ese lugar, y de hecho contribuyó en alguna medida a paliar los efectos de la crisis financiera de 1995.
— ¿Cómo caracteriza el resultado de aquel proceso privatizador? ¿Cuáles fueron las peores experiencias? ¿Hay alguna que a la luz de los años haya tenido un resultado positivo?
— Un aspecto característico de las privatizaciones de los ’90 fue la completa ausencia de principios de política sectorial. De allí que el protagonismo haya sido, en muchos ámbitos, el de economistas formados en economía de la regulación, una rama que pretende basarse en principios generales para la gestión de los sectores, con independencia de cualquier otro propósito. La doctrina de la regulación económica generalmente pone el eje en la conformación de mercados competitivos, o en desarrollar mecanismos con alguna analogía con aquéllos, cuando se trata de monopolios naturales.
Fue así como se abandonó el programa nuclear, deteniéndose la construcción de Atucha II y llevando a la vía de la extinción a la Comisión Nacional de Energía Atómica (algo que no ocurrió sólo porque la Convertibilidad se derrumbó antes). En el caso del modo ferroviario, se reconoció la importancia del servicio metropolitano del AMBA (y de hecho se lo subsidió); pero en el caso de las cargas, quedó en manos de privados sin compromisos reales de inversión o de logro de metas.
La eficiencia operativa aumentó, pero al costo de mantener un ferrocarril con tráficos acotados, y fuertemente subinvertido en infraestructura. El ferrocarril que volvería a privatizarse ha sido reequipado por el Estado en material rodante, y en medida más acotada en infraestructura; las líneas en manos privadas presentan un fuerte déficit en relación a ésta última. Por otro lado, hubo gruesos fracasos en la privatización del servicio metropolitano, cuyo punto más evidente fue la seguidilla de accidentes que culminó con la tragedia de Once, en 2012.
— ¿Cómo describe el proceso privatizador en el sector energético?
–En cuanto al sector de gas y petróleo, fue claro el desinterés del sector privado en desarrollar nuevas reservas, al tiempo que se intensificó la explotación de las existentes; esto dio lugar a una persistente declinación de la producción de hidrocarburos convencionales (desde 1998 en petróleo y desde 204 en gas), siendo que la recuperación posteriores obedece en gran medida a la decisión estatal de impulsar el aprovechamiento de reservas no convencionales.
El sector de generación y distribución eléctrica tuvo un desempeño dispar. En cuanto a la generación, hubo un incremento fuerte en la capacidad, fruto tanto de la entrada en servicio de unidades hidroeléctricas (Piedra del Águila, Yacyretá) como del aprovechamiento de la entonces nueva tecnología de ciclo combinado. Pero fue visible la detención de fuentes alternativas a las térmicas convencionales, hasta que el Estado no retomó el programa nuclear e impulsó las centrales del río Santa Cruz, e impulsó también las fuentes no convencionales.
En el rubro de agua y saneamiento básico, se acumularon los fracasos por incumplimientos, y las redes retornaron en gran medida a la gestión estatal. Lo hecho mediante AySA en términos de nuevas obras de captación y tratamiento supera largamente lo logrado por Aguas Argentinas.