En un momento se perdió, como casi todo. Pero Cristina Fernández todavía lo recuerda. Corría el tiempo de la salida de la crisis, el nuevo gobierno era el dueño de la iniciativa política y el centro del poder se trasladaba, por un rato, al sur del mundo.
Las reuniones de fin de semana en El Calafate permitían largas horas de reclusión para las tres personas que tomaban las decisiones: Néstor Kirchner, su jefe de Gabinete y la entonces -también- senadora. De esos encuentros con teléfonos apagados y discusiones más o menos intensas, surgían los nombres de los nuevos ministros que, en Buenos Aires, la gran prensa oficialista mataba por publicar. Alberto Fernández y Daniel Muñoz tenían el número de teléfono de una fotógrafa de Clarín, enviada a Santa Cruz, a la que le avisaban los movimientos del matrimonio presidencial. Primero la imagen, después los anuncios; así empezaba a girar la rueda de la información.
Pasaron cosas. El conflicto con el campo, la pelea frontal con el holding de Héctor Magnetto por el botín de Telecom, la renuncia de Fernández, la muerte de Kirchner, ahí, en esa casa. Cristina se quedó sola en El Calafate y en la política. Mantuvo las adhesiones, pero perdió a los interlocutores con los que aceptaba discutir.
Ahora, cuando el peronismo se prepara para volver al poder, cuando en la región parece retroceder lo que antes avanzaba, la ex presidenta piensa en reeditar aquella modalidad. Si el tour del optimismo y la “marcha del millón” no alteran el resultado de las elecciones, en apenas siete días la senadora volverá a sentir en el cuerpo la experiencia de adueñarse del poder. Entonces, dicen los que la frecuentan, le gustaría recuperar la tranquilidad que otorga el aislamiento de “Los Sauces”. La residencia que durante los últimos 6 o 7 años quedó reducida a carátula de una causa por corrupción podría reactivarse como el ámbito nerde discusión política en el que ella y su socio principal repasen el futuro organigrama de gobierno y las líneas directrices del proyecto que viene, en un contexto para nada amable.
Si el tour del optimismo y la “marcha del millón” no alteran el resultado de las elecciones, en apenas siete días la senadora volverá a sentir en el cuerpo la experiencia de adueñarse del poder.
No es lo que anuncia el profesor de Derecho Penal cuando anticipa que Cristina tendrá cero injerencia en su gabinete. Pero, según parece, es lo que piensa la arquitecta de lo que asoma como el regreso del peronismo a la victoria. Según afirman en el Instituto Patria, la senadora no pretende definir los nombres de los ministros. Ni siquiera aspira a repartir los casilleros del Ejecutivo, como hizo su marido en su pacto con Eduardo Duhalde, hace más de 15 años. Con la garantía de Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires, las bancas propias en el Senado y Diputados, lo único que quiere es ahorrarse el mal trago de convalidar el retorno de los que se alimentaron de su poder y después la traicionaron. Un ex titular de la Anses, un ex jefe de gabinete, tal vez un ex ministro de Transporte.
Aunque el milagro del balotaje que persiguen Mauricio Macri y sus leales se convierta en realidad, la ex presidenta está convencida de que ya ganó. Superó la prueba ácida que trajo la derrota de 2015. Primero logró salir del aislamiento, después formateó a su antojo la amalgama del peronismo. Se protegió, ganó la iniciativa, armó a dedo la fórmula presidencial de la unidad, renunció a un tercer mandato como le pedían los sin votos. Recuperó con un movimiento imprevisto los aliados que había perdido durante sus años de equivocaciones en la Rosada.
Puso a su hija a salvo de la ley del talión de los tribunales federales, publicó un libro que se convirtió en best seller, se corrió del centro sin resignar el poder. Le dio la llave del triunfo a los machos alfa del PJ que se debatían en la impotencia. Incluso a los que le exigían el paso al costado sin otra contraprestación que la de negociar su libertad condicional en el pantano de Comodoro Py. Tanto por mérito propio como por fracasos ajenos, el poskirchnerismo no nació. Su lugar fue ocupado por el cristinismo de la conciliación y la fórmula electoral de un peronismo de centro.
Aunque el milagro del balotaje que persiguen Mauricio Macri y sus leales se convierta en realidad, la ex presidenta está convencida de que ya ganó.
Después de haber perdido el poder y haber visto cómo el macrismo inicial arrasaba con facilidad con lo que fue vendido como irreversible, ahora la senadora quiere viralizar un mensaje. Como hizo con aquel video de 12 minutos 51 segundos en el que anunció el nombre de su candidato a presidente. Ante su entorno, insiste con una obsesión: los años del macrismo deben quedar registrados como testimonio para las nuevas generaciones, como si fueran una película de terror o una tragedia que no puede repetirse más.
Lejos de la autocelebración del Patio de las Palmeras, ahora Cristina remarca que vienen momentos difíciles. El tiempo de sacrificios que inauguró Macri no tiene fecha de vencimiento. Con inflación récord, más pobreza y desempleo, una economía que alterna bajo crecimiento con recesión desde hace una década y una deuda monumental, la ex presidenta le encarga a Fernández la tarea riesgosa de desarmar la bomba de tiempo que deja Cambiemos. Será el ex jefe de Gabinete, aquel de las reuniones largas en El Calafate, el responsable de tomar las decisiones antipáticas, de acordar con el Fondo y de llevar al peronismo a un nuevo estadio muy distinto al que promocionaron los reflectores de la década ganada. Para ella, evitar conducir ese proceso también es parte de su victoria.