El fetichismo por el barbijo es lo que nos distingue acá en España del resto de Europa. Camino por las calles de Barcelona, o por los patios de la Alhambra, o por el campo en la provincia de Cádiz y todo el mundo va enmascarado. Solo muy de vez en cuando veo a un disidente. El jueves por la tarde esperaba que cambiase el semáforo para cruzar una avenida de la capitala catalana cuando detecté a mi lado a un joven con la cara totalmente desnuda. La miré con rabia.
Unos días antes había estado comiendo con un amigo catalán que acababa de estar en Suecia. En las calles nadie llevaba barbijos, me dijo. Ni siquiera en el transporte público. En el tren, él era el único que se cubría la cara. La gente lo miraba y pensaba, un rarito, un loco o, quizá, un dentista despistado.
Rabia también es lo que nos provocan los suecos en España, en este caso la rabia de la envidia. Suecia es el país más libre de Europa, España el más restringido en cuanto a la respuesta al virus pero hoy las cifras suecas de nuevos contagios están muy por debajo de las españolas; las muertes por habitante son más bajas también; y la economía no se va a la mierda como la nuestra.
Hubo un momento de esperanza a finales de junio cuando los herejes suecos, tan repudiados casi en el resto de Europa como los luteranos por la iglesia católica en el siglo XVI, sufrieron durante unos días las peores cifras de coronamortalidad del mundo. ¡Ja! pensamos. Están pagando el precio de sus pecados.
No se confinaron en marzo y abril como nosotros. Casi todos los colegios siguieron abiertos, la gente iba al trabajo, los bares estaban llenos. Los suecos creían que nos estaban viendo la cara de pendejos. Pues no. Se equivocaron ─estaba clarísimo─ y a lo grande. Leí artículos en diarios no solo españoles sino británicos y estadounidenses celebrando la caída del orgullo sueco. Normal. Los escritores lo llevan diciendo desde tiempos de la antigua Grecia: hay algo en la mala fortuna de los otros que nos ocasional placer. Y más si los otros se sienten superiores a nosotros.
El regocijo, como vemos, fue pasajero. Hoy el país con más ciudadanos disfrazados de ladrones de bancos de Europa es el que más infecciones padece. El posible consuelo es que a la larga nosotros salgamos ganando, que cuando se acabe la temporada viral estaremos mejor que los demás, más sanos, más inmunes. Lo que el brote sueco en junio nos ayudó a entender fue que la liga es larga y no tiene mucho valor sacar conclusiones en cuanto a la clasificación final cuando apenas hemos jugado la mitad o la tercera parte de los partidos.
Sí, vivieron su semana negra los suecos pero han remontado. Los italianos, recordemos, empezaron la temporada fatal pero hoy van mucho mejor que los colistas españoles, y sin verse obligados a usar barbijos cuando salen al aire libre.
La diferencia con el fútbol es que, a diferencia del virus, podemos hacer pronósticos más o menos informados. El Real Madrid seguro que será un serio candidato para ganar el campeonato español. Casi lo único realmente importante que sabemos del virus que no supimos a principios de año es que afecta muchísimo más a los viejos que a los jóvenes. Pero ni idea qué pasará de aquí en adelante. Ahora que dentro de poco llega el otoño nos preocupa, con o sin motivo, la posibilidad de una segunda ola igual a la que vivimos en el invierno.
Sigue habiendo más preguntas que respuestas. ¿Porqué en Italia han vivido un agosto mucho más tranquilo que en España cuando ahí la densidad de población es el doble de la de acá y tienen las mismas costumbres familiares, gregarias y besuconas que nosotros? ¿Porqué tanta intranquilidad en España, e intranquilidad respecto a visitar España en los países europeos, cuando comparado con marzo se ha demostrado que ha habido un descenso importante en la proporción entre infectados y muertos o hospitalizados?
Un ejemplo que podría ser más o menos aplicables a los demás países europeos: en Inglaterra y Gales, en los siete días anteriores al 21 de agosto murieron 9.631 personas, según las cifras oficiales. De estos, 138 murieron oficialmente del coronavirus, 1,4 por ciento del total. El 13,4 por ciento murió durante este período de neumonía o de gripe normal.
¿Será entonces, como algunos proponen, que el virus ha mutado y pierde gas? ¿Será, como otros científicos creen, que la mayoría de los infectados no son contagiosos porque aunque los tests salgan positivos las cantidades de coronavirus que cargan en sus cuerpos son relativamente insignificantes? ¿O será que ahora se están haciendo muchos más tests y resulta que el porcentaje real de número de muertes o enfermedades graves por número de infectados es bastante inferior al que se creía inicialmente?
¿Será verdad, entonces, lo que dijo esta semana un médico español de reputación mundial, Pedro Cavadas? ¿Que “es más nocivo el resultado del mal manejo de las medidas para combatirlo que el virus en sí mismo, ya que es de baja mortalidad” y que “no ha sido el virus sino la respuesta lo que ha provocado un empobrecimiento en España”?
La pregunta que sobrevuela el planeta, pero que pocos se atreven siquiera a contemplar, es si ha habido una desproporción letal en la respuesta al virus, si se hubiesen logrado los mismos resultados médicos con medidas, bueno, más medidas y menos dañinas para la economía.
Es una pregunta tan incómoda como válida. Como lo es si el chico que vi sin barbijo en el semáforo es no un irresponsable sino un valiente por atreverse implícitamente a cuestionar si el emperador está desnudo. O si mi amigo el catalán que acaba de volver de vacaciones en Suecia ha hecho bien en tomar la repentina decisión de sacar a su hija mayor de España y mandarla al colegio en Estocolmo.
La respuesta: ni idea. Solo la sabremos al final de la temporada.
Por Jhon Carlin para diario Clarín