El oscuro horizonte que se avecina en el país nos recuerda la responsabilidad que tenemos como ciudadanos.
Por Irma Argüello para Infobae
Si alguna luz de esperanza surge en medio de la adversidad de la pandemia y sus efectos colaterales, es el creciente compromiso ciudadano en los asuntos de interés común, una situación tan atípica en la Argentina reciente, como natural en los países con democracias más avanzadas.
La decisión del Gobierno de derogar el inconstitucional decreto 522/2020, por el cual se intentó avanzar con la intervención de la empresa Vicentin, resultó un ejemplo concluyente de ese poder de las fuerzas cívicas para poner límite a los avances de un gobierno que, de a poco, abandona el ropaje de moderación que en su momento ilusionó a muchos.
Viéndolo en perspectiva, el intento fallido de intervención y expropiación de esa empresa, y la consecuente protesta ciudadana del 20 de junio en las calles, marcó un antes y un después en la vida cívica argentina. Se instaló el concepto de movilización popular pacífica como forma de expresión casi continua del malestar de una sociedad agobiada por la falta de confianza hacia las medidas del Gobierno y la desalentadora percepción de incoherencia entre los dichos y hechos de los gobernantes.
En estos días, una vez más, el Gobierno desafía los límites de lo razonable con un hecho irritante para la sociedad, como es el proyecto de reforma judicial. Esta reforma, presentada en medio de la crisis sin precedentes que vive el país, no puede menos que calificarse con tres contundentes “Íes”: Inoportuna, Inconstitucional e Indigna, y se debe resaltar esto último porque trasluce una constante obsesión en la búsqueda de impunidad en las causas abiertas de corrupción, una de las grandes heridas que atraviesa a la sociedad argentina.
Los mensajes al Gobierno son claros y recurrentes. No a los abusos de poder y a los privilegios de los gobernantes. No a las prácticas avasallantes de las libertades individuales, ni a los intentos de violación de las leyes y de la Constitución. No a los miles de presos liberados con la excusa del COVID-19, ni a la protección de los que cometen delitos, ni a la desprotección de las potenciales víctimas. Y más aún, no a la manipulación e infantilización de la población, basada en el miedo, los golpes bajos emotivos y la culpa.
La pluralidad y el carácter apartidario son distintivos de estas nuevas expresiones populares, que incluyen a muchos de los que con su voto avalaron la propuesta electoral del actual gobierno. Tiene su lógica. Cuando las necesidades elementales se ponen en riesgo, la gente razonable, con pragmatismo, se concentra más en los hechos concretos que en ideologías, banderías políticas o credos. No hay duda de que hoy resulta muy difícil para la sociedad, descontando los núcleos más duros, fanatizados o con intereses específicos, digerir una cuarentena sin plan de salida, sus variados efectos destructivos y el constante oportunismo, ajeno al bien común que se visualiza detrás de cada gesto.
Cómo cerrar los ojos ante el discurso del miedo, la imposibilidad de trabajar, los datos engañosos, la vergüenza que sean rebatidos por gobiernos extranjeros, la economía familiar que se desmorona, las decenas de miles de empresas y negocios que cierran, las corporaciones que se retiran de la Argentina para no volver, mientras la sociedad mira a los funcionarios haciendo y deshaciendo a su antojo, eludiendo cualquier sacrificio personal y manteniendo a rajatabla todos sus privilegios. También indigna la práctica inaceptable de estigmatizar a los que piensan diferente ubicándolos en la categoría de “odiadores seriales”.
Ante estas realidades cotidianas, es claro que se están estableciendo nuevas reglas en el relacionamiento de los ciudadanos responsables con un gobierno que no atina a encontrar soluciones razonables en medio de sus pujas internas y de las presiones de los sectores más duros para correr el mojón, cada vez un poco más cerca de un autoritarismo a la Venezuela.
Mientras la cuerda del pacto social se sigue tensando, tornándose un vínculo cada más sensible, la ciudadanía está cada vez más alerta, sin lugar a duda, proclive a exigir que los funcionarios asuman la responsabilidad plena sobre sus actos de gobierno.
Es que si bien todos los ciudadanos son iguales en sus derechos, les cabe mayor responsabilidad a aquellos que detentan mayor poder e influencia sobre la vida y destino de los demás. En particular los que nos representan por el voto popular, dado nuestro sistema de gobierno, son responsables de gobernar para todos, privilegiando el interés del conjunto, con mesura y ecuanimidad. Ese equilibro no se logra sin la estricta observancia de la ley y de la Constitución, el ejercicio de la verdad y la transparencia en sus actos de gobierno y, desde luego, sin asumir la plena responsabilidad de sus decisiones.
En ese orden de cosas, sería un gran signo de madurez que los gobernantes y sus entornos comprendieran que el control ciudadano sobre los actos de gobierno, dentro de los parámetros establecidos por el sistema republicano, no constituye una “ofensa” personal, sino una práctica saludable de las democracias plenas.
Por lo que se avizora hacia el futuro, las voces de los ciudadanos que no ejercen cargos serán cada vez más potentes. Lo que falta saber es si esas voces caerán en terreno fértil para motorizar un cambio positivo y sustentable en las prácticas del gobierno y de la política.
Sí se sabe que cada día son más los convencidos de que su responsabilidad debe ir mucho más allá de colocar su voto en una urna para luego caer en la queja por las promesas electorales y expectativas incumplidas. Un verdadero salto cuántico que implica abandonar el pensamiento mágico, ese que nos susurra al oído que llegará el gran salvador de Argentina, que hará todo por nosotros, sin necesidad de salir de nuestra zona de confort, ni comprometernos, ni asumir plenamente nuestras responsabilidades como protagonistas claves del futuro.
La participación responsable implica como primeros pasos, informarse a través de fuentes confiables e independientes, elaborar argumentos y sobre todo, no callar. Pero la cosa no termina ahí: se trata de trabajar para que esas voces sean escuchadas, en los lugares de pertenencia, en las calles y en el mundo virtual. Hoy las redes sociales brindan un espacio de oportunidad insustituible para compartir ideas, con el límite exclusivo de la propia convicción y creatividad.
La reticencia de participar en política es parte de la idiosincrasia de muchos argentinos. Se percibe a esta actividad como un camino plagado de peligros y trampas, en el cual los honestos nunca salen bien parados. Esa creencia, que ha mantenido lejos de la política a mucha gente competente, debe revertirse. Se trata de trabajar en conjunto para lograr un país vivible, con posibilidad de progreso, prosperidad y calidad de vida en el que la pobreza deje de ser “dignidad” para convertirse en un desafío a superar.
Los datos son alarmantes, se avecina para Argentina un oscuro horizonte post pandemia con un estimado de más del 50% de la población bajo la línea de pobreza, lo cual, de confirmarse involucra a más de 22 millones de personas. Los riesgos son enormes: cuanta más pobreza, más sumisión a la ayuda estatal y más tentación de los gobiernos de perpetuarse en el poder a través del voto cautivo. Se sabe desde siempre que pobreza e ignorancia son las dos armas por excelencia para el control social.
La conciencia de los peligros a los que se enfrenta el país ha motorizado también el surgimiento de espacios de reflexión, muchos de ellos plurales, en los que está dando el gran debate cultural respecto del modelo de país que dejaremos como legado a los que vienen detrás. Sería deseable que esos espacios se consoliden en un movimiento cívico que, basado en consensos claves, esté preparado para enfrentar los desafíos que están a la vuelta de la esquina.
Uno de ellos, de extrema importancia, es garantizar transparencia en las elecciones legislativas del próximo año a través de una fiscalización republicana efectiva en todo el territorio nacional. La relevancia de una elección limpia es evidente, ya que de la composición del próximo Congreso dependerá la implantación del modelo de país que definirá nuestro futuro. En esa cruzada los ciudadanos responsables serán los protagonistas absolutos.
Están en juego dos modelos antagónicos. La disyuntiva más que política, es moral. Por un lado, una Argentina en la que impere la verdad, la honestidad, el mérito, la justicia, la cultura del trabajo, el respeto a las instituciones y a los derechos individuales, la educación y la prosperidad y por el otro, una Argentina oscura, la del relato, la criminalidad, el acomodo, la impunidad, el asistencialismo, las prácticas autoritarias, la falta de libertad, la ignorancia y la pobreza. Una Argentina abierta a las oportunidades internacionales o una cerrada, sólo volcada a las dictaduras. Lo dicho va mucho más allá de la simple retórica. Quien ha recorrido el mundo sabe perfectamente que hay países que viven con unos y otros parámetros y que las personas viven infinitamente mejor en aquellos en los que los valores positivos son los aceptados como únicos pilares de la gobernabilidad y la convivencia social.
Si como sociedad aspiramos a que Argentina sea uno de esos países, tal vez sea el momento de trabajar para dejar atrás las antinomias políticas, algunas más míticas que reales, en una esperanzadora integración de los que creen en esos valores para avanzar construyendo sobre las coincidencias.
Para ello, cobra fuerza inspiradora aquella frase de John Fitzgerald Kennedy que, por memorable, alcanzó proyección universal: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti; pregunta qué puedes hacer por tu país”.