Según un relevamiento del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), el hambre y la reducción de la dieta alimentaria por problemas económicos se incrementó un 44% entre 2010 y 2022. Asimismo, conforme a las mediciones del Indec, en el segundo semestre del año pasado la pobreza llegó al 39,2%, afectando a 18 millones de personas.
Por su parte, meses atrás, Unicef estimó que, en la segunda mitad de 2022, la pobreza infantil por niveles de ingreso familiar llegó al 51,5%. A la vez, si se consideran las privaciones no monetarias, asociadas a derechos básicos vulnerados –vivienda, educación, agua potable, hábitat seguro–, el guarismo trepó al 66%, publica Perfil.
Los obscenos niveles de marginalidad conviven con otras carencias apreciables en diferentes ámbitos. En primer lugar, se nota el déficit intelectual de buena parte de la elite gobernante. Salvo honrosas y contadas excepciones, la dirigencia no parece tener la formación necesaria ni la virtud cívica suficiente para ubicarse por encima de las disputas de ocasión y hacer política con mayúsculas, vale decir, aquella que trasciende la fase agonal de competencia por el poder.
Al respecto, Pablo Reca, exdecano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), brinda una interpretación factible sobre lo que sucede. Entonces reflexiona: “Hay una fiebre electoral que deteriora nuestra calidad ciudadana”.
En la misma sintonía, queda al desnudo la indigencia argumental. Tal vez como consecuencia de la intolerancia palpable en el seno de una sociedad agobiada por las sucesivas decepciones, la discusión pública se volvió banal, consignista y de escaso volumen conceptual. Quizá por eso, las descalificaciones personales se imponen por sobre el racional e imprescindible debate de ideas.
Fronteras afuera, entretanto, se cristaliza una palmaria estrechez en clave aldeana, traducida en la irrelevancia de la Argentina en el mapa multipolar. Ya sea por cuestionables alineamientos geopolíticos o apego a vetustos esquemas ideológicos aplicados a la política exterior, el Estado nacional carece de peso específico en el complejo escenario de las relaciones internacionales.
En el plano interno la penuria institucional salta a la vista. Desde hace varios años, probablemente fruto de la judicialización de la política y la politización de la Justicia, los tres poderes del Estado –Ejecutivo, Legislativo y Judicial– están lejos de gozar de la alta consideración de buena parte de la ciudadanía. La valoración negativa compartida tiene un patrón común en la conciencia de la población: la corrupción es concebida como un mecanismo al servicio de ciertos privilegios de clase.
En materia cultural la miseria resulta indisimulable. Además de reflejarse en preocupantes índices educativos, la penosa realidad queda expuesta en el pisoteo permanente del lenguaje, la pérdida de modales básicos de convivencia y el desprecio por las reglas mínimas de civilidad.
Las pobrezas enumeradas son una radiografía preocupante. Frente a ella surge la pregunta: ¿Cuál es el destino de un país que, con independencia de los gobiernos que se sucedieron desde 1983 hasta hoy, naturalizó sus acumuladas desgracias y, para peor, no fue capaz de superarlas? Para responder el interrogante es necesario hacer una profunda autocrítica colectiva. Eso implica que gobernantes y gobernados se enfrenten con los fantasmas del fracaso como comunidad política. En este marco, entonces, queda asumir las propias incapacidades y, desde la democracia, trabajar para evitar la posible disgregación de la sociedad.