Decir “estamos en Argentina” lleva implícito el reconocimiento de que las reglas no se cumplen como en otros países. Muchos de los conflictos que sufrimos en la vida cotidiana, sean económicos o sociales, tienen raíces profundas relacionadas con el cambio constante y la falta de confianza.
Una persona que haya vivido en los últimos 50 años no ha tenido una década tranquila, porque sus esfuerzos han tenido que concentrarse más en la inestabilidad del contexto que en sus sueños individuales. La modestia estuvo ausente, porque siempre se modifica en grande: el sistema jubilatorio, el impositivo, el de salud, el laboral, la participación del Estado, las alianzas geopolíticas internacionales, etc.
Es como si hubiera que conducir en una ciudad que cambia la dirección de las calles cada mes; sería muy difícil. Se trata de lo que César Aira (“El sueño”) llamó “itinerarios hechos de contingencia” con el siguiente ejemplo: si alguien le indica a otro un camino diciéndole que siga hasta donde vea una paloma parada en el cordón, que doble para donde vaya un auto blanco, hasta la altura de un plátano al que se le cae una hoja, que ahí tome la dirección para donde pique la pelota de unos chicos que juegan en la calle.
La incertidumbre es el desamparo.
¿Cómo se comporta una persona en estas condiciones?
No puede planificar, se detiene en cálculos y finalmente se paraliza; vive en una inseguridad cotidiana, las relaciones sociales son ásperas y se deteriora la calidad de vida. La mirada se vuelve cada vez más breve, estrecha, enfocada en los problemas del día, desentendiéndose de las grandes ideas y de las realizaciones que dan sentido a la vida humana.
Se siente amenazado constantemente por la pérdida del trabajo, o el cambio del sistema de salud, o de su sistema jubilatorio. Naturalmente eleva sus defensas, se siente agredido y arremete y, luego de un tiempo prolongado comienza a sentir los efectos del estrés y la exclusión. Desde la perspectiva psicológica es cada vez más perceptible la relación entre la desestructuración institucional y la del sujeto, ya que no hay marcos de referencia para una orientación razonable y previsible.
¿Cómo se comporta una empresa, grande o pequeña, frente en un contexto de cambio constante de las reglas de juego?
Los actores económicos incrementan sus costos de transacción, porque no saben cuál es la regla ni cuánto va a durar, lo que significa paralización de inversiones, mayores precios que finalmente son pagados por los consumidores.
Las pequeñas y medianas empresas se ven más afectadas, porque los cambios de leyes producen costos, que no pueden trasladar fácilmente. Además, para crecer, necesitan vínculos asociativos de mediano plazo, que no son posibles si el piso es inestable.
¿Cómo se ven las reglas cuando hay cambios continuos? Asistimos al desprestigio de la ley, la que es percibida como algo transitorio y, por lo tanto, como una sugerencia, que puede ser abandonada para atender necesidades más urgentes. Por otro lado, la profusa cantidad de normas no informa, no ordena, más bien confunde y satura.
Esta duda constante, sobre todo, es propia de una sociedad que siempre está organizándose, pero nunca establece reglas básicas perdurables.
El tema no es nuevo. En el año 2001, participé de un congreso internacional donde un expositor extranjero dijo que había que “tropicalizar” las normas, para que sean adaptadas a nuestra región. Indignado, escribí un artículo en una revista jurídica llamado “Argentina tropical”.
Las instituciones tienen una importancia relevante en el desarrollo de las naciones, puesto que distribuyen la información, incrementan o disminuyen los costos de negociación, y determinan las oportunidades que hay en una sociedad.
La estabilidad de las reglas básicas genera confianza y esta es el lubricante de las relaciones económicas y sociales.
Por ejemplo, si subimos a un avión, no revisamos los controles del aeropuerto ni la capacidad del piloto; al contratar por Internet, no hacemos una indagación sobre la solvencia del oferente, del servidor, el funcionamiento de las claves, o el sistema de seguridad en las transacciones. Compramos un producto en un supermercado, y no pedimos un análisis sobre su calidad y componentes.
Siempre suponemos que alguien se ha ocupado de que las cosas funcionen.
Los sistemas económico, social, ambiental son cada vez más abrumadoramente complejos. La conducta individual tiende a simplificar, porque pretender entender cada uno de ellos llevaría al agotamiento. Frente a este panorama, es fundamental el diseño institucional con algunas reglas básicas consensuadas que no cambien por un tiempo.
Es lo que dijimos en la Corte Suprema en un fallo de hace unos años: “La Constitución y la ley deben actuar como mecanismos de compromiso elaborados por el cuerpo político con el fin de protegerse a sí mismo contra la previsible tendencia humana a tomar decisiones precipitadas. Quienes redactaron nuestra Constitución sabían lo que eran las emergencias ya que obraron en un momento en que la Nación misma estaba en peligro de disolución, pero decidieron sujetarse rígidamente a una Carta Magna con el propósito de no caer en la tentación de apartarse de ella frente a necesidades del momento. Un sistema estable de reglas y no su apartamiento por necesidades urgentes es lo que permite construir un Estado de Derecho”.
Un niño sin futuro, un adulto sin trabajo, un jubilado en indigencia, un empresario o un comerciante al que, de pronto, le cambiaron sus condiciones. Cualquier persona que vive en un país imprevisible entiende que es importante tener un camino seguro. Los padres de la patria pensaron en esa protección al establecer una constitución con reglas básicas. Es el deber de nuestra generación que eso sea realidad.