Ellos son la otra cara de la pandemia. En todos los países del mundo en donde hubo infectados por el nuevo coronavirus , los pacientes que se recuperaron no fueron meras excepciones.
En la Argentina, según las cifras oficiales, ya recibieron el alta médica el 26%: 840 sobre un total de 3144. En las próximas semanas, se les irán sumando muchos más de los 2150 que aún están atravesando la enfermedad.
Ellos son historias de esperanza. Aunque, según contaron algunos que aceptaron hablar con LA NACION, el camino para ganarle al Covid-19 fue tortuoso y lejano a los afectos. Para ellos el SARS-CoV-2 no fue un obstáculo insalvable, pero hizo que la vida pareciera un tanto escurridiza.
Irene es una abuela de 86 años. Vive sola y tiene salud, más allá de algunos avatares de la edad. Tiene un problema: ve mucha televisión, y ahí transmiten el drama que el nuevo coronavirus desató en Italia, España, Estados Unidos. Días atrás, su nieto, el doctor, la llamó para contarle la mala nueva: estaba internado, estaba infectado de Covid-19. Casi se le cae el teléfono. «Imaginate la angustia cuando se enteró de que yo estaba internado. Y por algo que, por lo que ella ve, casi todo el mundo se muere. Mi madre, es decir su hija, le alcanza los insumos del supermercado. Y yo hablo con ella todos los días. Es fundamental transmitir cariño; cada vez que yo la llamo, es una felicidad enorme. Para ella, es como si saliera al teatro, al cine. Hay que llamar a nuestros padres, nuestros abuelos, a gente que está peor que nosotros. Hay que dar una palabra de aliento, cariño. El coronavirus nos sirvió para darnos cuenta de que las cosas materiales no son nada», reflexiona el nieto, el doctor.
Federico Roiter tiene 30 años. Está en su casa, en Olivos, luego de quedar internado durante ocho días. Ya cumplió una semana de monitoreo médico hogareño: todos los días lo llama una colega. Es médico clínico, trabaja en la dirección de innovación del Hospital Universitario Austral y es docente en la misma institución, en la carrera Medicina y nutrición. Vive con su novia Milagros. El contagio fue a través de ella. Estuvo aislado, encerrado. Pasó de un lado al otro del mostrador: se internó en el mismo hospital en donde trabaja, cuando le descubrieron una neumonía en el pulmón izquierdo.
Durante la internación, mientras evolucionaba, escribió una carta que se convirtió en viral en las redes sociales. «La parte que sí me duele es la de mi familia. Tengo 30 años, soy hijo único, nieto único, y escuchar a mi abuela de 86 años que le tiemble la voz cuando me pregunta cómo estoy, no es una experiencia de lo más agradable. Lo que transmito con esto es que tengamos absoluto respeto por esta enfermedad. Esta enfermedad que no tiene límites de edad, sexo, religión ni clase social», suscribió, días atrás. Entiendo el pánico, pero quiero transmitir tranquilidad. Cuando miremos para atrás, vamos a ser una sociedad mejor.
De médico a enfermo, casi sin términos medios. «Es muy interesante vivir la situación de la pandemia desde el otro lado, como un paciente. Esto es único: no pasó en 100 años. Dos enseñanzas me quedaron: primero, el aislamiento. La experiencia de los europeos, lamentablemente, nos enseñó que los enfermos de coronavirus mueren solos. Yo, por suerte, me sentí muy bien. Pero me di cuenta del aislamiento que tienen los contagiados, que no pueden tener la contención de sus familiares. Es lógico desde el punto de vista de la salud pública, pero desde el otro lado, es duro».
«Porque uno de los derechos humanos -sigue Roiter- es la muerte digna. Y eso contempla el morir acompañados de los seres queridos; el coronavirus nos enseñó que eso no va a ocurrir. Es algo terrible. Y, al mismo tiempo, siento un mensaje de esperanza: lo que está pasando en la Argentina, con las donaciones, como barbijos, camisolines, gafas de protección, gente que da dinero, los ingenieros, el personal sanitario., transmiten el mensaje de que juntos, los argentinos vamos a salir de esto».
Este viernes tiene previsto el hisopado para tener el alta definitiva. Mientras, el doctor comprende el miedo. «Entiendo el pánico, pero quiero transmitir tranquilidad. Cuando miremos para atrás, vamos a ser una sociedad mejor», dice, mientras se prueba el guardapolvo que quedó colgado en el armario. «No quedé marcado: quiero volver a trabajar al hospital con la misma fuerza de siempre».
Por Ariel Ruya
Marisol San Román tiene 25 años y hace días que limpia su habitación, su ropa, sus cosas. Lo hace con agua y lavandina y también con otros desinfectantes. Eso de que al Covid-19 lo llamen «enemigo invisible» la tiene a mal traer. Ella le teme a sus propios rastros. Cree que el virus todavía puede estar vivo, en alguna superficie de su dormitorio en donde estuvo con diagnóstico confirmado de coronavirus. «Siento que mi cuarto es Chernóbil», dice preocupada, porque convive con su padre que tiene 65 años.
Cuenta que leyó en artículos que las superficies quedan contaminadas. Por eso desinfectar con lavandina pareciera ser el único ejercicio capaz de calmar su ansiedad. «Estoy haciendo eso con muchos de los adornos de la habitación y me encuentro reordenando todo. El problema es que a mí me mandaron del Sanatorio Agote de vuelta a mi casa cuando aún tenía coronavirus, eso va en contra del protocolo», dice San Román. Tosí tanto que me caí al piso.
Ella llegó el 11 de marzo de Madrid. Había viajado para hacer una maestría y en sus últimos días en esa ciudad se contagió de una compañera. Cree que fue por compartir un lápiz labial. A los pocos días comenzó con los síntomas y estuvo ocho días internada en el Swiss Medical Center hasta que le dieron los resultados del hisopado. Cuando se confirmó que estaba infectada con Covid-19, la trasladaron al Agote.
Ahí estuvo durante días, hasta que la fiebre empezó a bajar. Parecía haberse recuperado, pero en su última noche en el Agote tuvo un ataque de tos. «Tosí tanto que me caí al piso y me dieron codeína para abrirme la garganta. El médico me dijo que al día siguiente me iban a hacer una placa para ver el estado de los pulmones, pero nunca me la hicieron».
Desde Swiss Medical niegan que se haya avanzado en contra del protocolo. «Nosotros no teníamos el control de las altas médicas. Se actuó según el protocolo del Ministerio de Salud. Cuando ella estuvo internada, el protocolo indicaba que debía regresar a su casa. La manera de proceder fue cambiando con el tiempo, hoy el protocolo indica otra cosa», indicaron.
Mientras estuvo en el Agote grabó un video que se hizo viral en las redes. Ahí contó su experiencia y elaboró una especie de guía para pacientes con coronavirus. Ese video catapultó su cuenta de Instagram. De 800 seguidores pasó a tener más de 40.000. Muchos la felicitaron, pero también recibió agravios y amenazas que luego denunció en la Justicia.
«En esos días, mientras estuve en casa, mi papá me preparaba la comida. Tenía que servir todo en platos descartables y luego debía arrojarlo a la basura usando triple bolsa. A los tres días empecé a tener tos nuevamente. Empecé a manchar el barbijo con sangre y con lágrimas porque no podía parar de toser. Entonces vino otra ambulancia, me internaron de nuevo y me dijeron que tenía una infección en el pulmón», dice San Román.
En paralelo, las noticias que llegaban desde Madrid no eran buenas. Uno de sus amigos con los que compartió sus estudios en el exterior murió por Covid-19. Tenía 23 años. «Sentí mucho miedo, veía que mis amigos no estaban bien, incluso un compañero mexicano murió. Todavía me acuerdo de él algunos días atrás bailando en un boliche, feliz de la vida. Eso me golpeó mucho, me sentía indefensa. Tengo 25 años, pero sentía que la enfermedad me estaba ganando y no sabía si me iba a levantar al otro día».
Hace algunos días le llegó el nuevo test, esta vez, al fin, le dio negativo. Ya no tiene coronavirus, aunque le recomendaron aislarse una semana más, tiempo que destina a casi un solo propósito: desinfectar.
Por Alejandro Horvat
Emilse Andersen es enfermera y trabaja en el geriátrico municipal de San Cayetano, un pueblo de 7000 habitantes en la provincia de Buenos Aires. El 19 de marzo empezó a sentir picazón en la garganta. Cinco días después le agarró tos. Tomó loratadina. Dos. Pero no se le pasaba. La noche del 25 sintió que se ahogaba. Una de sus hijas tenía moco, la otra tos. Emilse pensó que las estaba contagiando de algo, pero no sabía de qué. En el pueblo aún no existían casos de coronavirus, y ella no había viajado a ningún lado.
Llevó a sus hijas al médico, y consultó ella también. No quería ir a trabajar porque temía contagiar a los ancianos. El diagnóstico, en ese momento, fue de laringitis. Al otro día volvió a ir a la guardia, la atendió otro médico que le pidió que se hiciera una placa. En el camino a hacérsela, empezó a sentir dolor en el pecho y taquicardia. La internaron para dejarla en observación. A las pocas horas llegó otro diagnóstico: neumonía bilateral izquierda. A partir de ahí quedó en aislamiento.
Le hicieron hisopados para gripe A, que dio negativo, y para coronavirus. «Jamás me hubiese imaginado que podía dar positivo, porque no se conocían casos acá», dice Emilse. El 26 de marzo, mientras esperaba los resultados, la mandaron a su casa. Se me desmoronó el mundo.
Tres días después, vio una escena surrealista en la puerta de su casa: estaban el médico y la jefa de enfermeras vestidos con los trajes de protección. El hisopado le había dado Covid-19 positivo. «Se me desmoronó el mundo», dice Emilse.
Los 27 pacientes del geriátrico habían estado en contacto con ella, y a la mayoría les tienen que dar de comer uno a uno. También había estado con sus compañeras de trabajo, sus hijas y su marido, que también trabaja en un geriátrico, en Necochea. Pero, para sorpresa de todos, Emilse no había contagiado a nadie. Ni siquiera a su marido. A sus hijas no les hicieron el análisis para saber si también eran positivas; nunca se sabrá si tuvieron coronavirus.
El 4 de abril le dio el primer hisopado negativo. El 6 el segundo. Emilse sintió una alegría inmensa. «Todavía estoy en cuarentena. Hablé con la ART. He tenido controles en mi casa. Me han venido a buscar para llevarme a hacer placas. No fui una paciente que se complicó gracias a Dios», dice, y agradece la respuesta de su pueblo, que la trató muy bien.
Eso sí: a las pocas horas de saber que era Covid-19 positiva todo el mundo la estaba llamando por teléfono. Y todavía no entiende cómo se supo tan rápido.
Nunca tuvo pérdida del gusto o el olfato. Le dolió mucho cabeza, tuvo tos, pero nunca le dio fiebre. Sentía cansancio, dolor muscular, y un dolor de espalda particular, punzante. El tratamiento fue con antibióticos: claritromicina y optamox.
«No sé cómo me contagié, ni dónde, ni cuándo. No se conoce otro caso acá. Pregunté a los profesionales médicos por qué siendo tan grave la virulencia no contagié a nadie. La respuesta fue que debo haber obtenido poca carga viral. No se sabe mucho de esto y va cambiando todo el tiempo», dice Emilse, un poco desconcertada, pero ya feliz de estar bien y de no haber llevado el virus más allá de ella en el pueblo.
Por Rosario Marina
Para festejar sus 70 años, María Ester Álvarez decidió usar todos sus ahorros de enfermera para conocer España con una amiga. Allá alcanzó a viajar apenas unos días hasta que empezaron a cerrar todos los hoteles que habían reservado. Su hija la ayudó desde la Argentina para conseguir lugar en el último vuelo de Aerolíneas. Tuvo que pagar también ese pasaje. «Si mi hija no tenía tarjeta yo me hubiese muerto allá, porque ya estaba con la enfermedad», dice María Ester, ahora desde su casa en Unión Ferroviaria, partido de Ezeiza.
El 27 de marzo llegó de Madrid y a los dos días empezó con síntomas. Nunca tuvo fiebre, pero sí inflamación de los bronquios y diarrea. Tampoco le sentía el gusto a los alimentos. No tenía ganas de comer, y se la pasaba en el baño. Intentaba con sus galletitas preferidas, pero las sentía insulsas.
Un médico fue a vacunarla por gripe, pero como era doble paciente de riesgo, por haber vuelto de España y por tener más de 65 años, decidió llevarla a que le hicieran el hisopado. Le dio Covid-19 positivo. El 6 de abril María Ester quedó internada en el Hospital Zonal General de Agudos Dr. Alberto Antranik Eurnekian.
El segundo hisopado también le dio positivo. El tercero igual. Hasta que antes de ayer le trajeron el último, el cuarto, que le dio negativo. Pero de acuerdo a los protocolos aún faltaba que otro más le diera negativo. El 19 de abril se lo hicieron, pero los resultados aún no están listos.
«Un médico me dijo que tenía dos posibilidades: quedarme con los otros pacientes que estaban esperando recién el primer positivo en el hospital o venirme a mi casa a hacer la cuarentena», cuenta María Ester. Le dijo eso porque no había camas en el hospital. Ella decidió irse a su casa. Es Licenciada en Enfermería, sabe más que nadie cómo cuidarse. Todavía se siente débil.
«¿Yo sigo contagiando?», le preguntó María Ester al médico antes de irse del hospital. «Aún no sabemos», le contestó. Si le da positivo este hisopado debe volver a internarse.
Su hija, que vive a una cuadra, le compra lo que necesita y se lo deja en la puerta. Ahora siente que puede comer, pero adelgazó mucho. «Tengo que pedirle a Dios que me saque de esta», piensa María Ester.
El viaje de sus sueños lo habían reservado en octubre del año pasado. Pero 15 días antes de viajar fueron a pedir que les pospusieran el viaje, porque les estaba dando miedo ir. «Nos decían que perdíamos todo, como que te obligaban a viajar. Fueron los ahorros de toda mi vida. Trabajé 50 años en la salud y estoy jubilada con la mínima», dice María Ester.
Tenían 20 días para recorrer, querían ir a Francia y a Portugal, pero no pudieron. La empresa de viajes ni siquiera se hizo cargo de traerlas de vuelta.
No sabe en qué momento fue que se contagió. Allá, en España, no vio gente enferma. En los supermercados había cajas llenas de guantes, todos tenían barbijos. Pero María Ester cree que su amiga también se enfermó, aunque nunca le hicieron el test. Aurora tuvo mucha tos, le picaba la garganta y la cabeza. Creía que era por la tintura. «No te puede aparecer una alergia a la tintura 15 días después. Ella se hacía gárgaras con limón y sal gruesa todos los días, pero tenía siempre esa tos», cuenta. Pero como no tenía síntomas, no le hicieron el hisopado.
A María Ester la medicaron con Lopinavir/ritonavir, un medicamento que se usa para el tratamiento y la prevención del VIH/SIDA.? Pero después de dos dosis se empezó a sentir mal. Le dio más diarrea, había perdido fuerzas, y le pidió a la médica que se lo suspendieran. No podía ni dormir, mi cuerpo y mi mente no se encontraban. Había una lucha interna.
Mientras estuvo internada, no solo se sintió mal físicamente. «Sentís que te vas a volver loca, todo cerrado, puertas y ventanas cerradas. Entran solo a revisarte, a traerte la comida y para hacer la limpieza. Es algo tremendo. No podía ni dormir, mi cuerpo y mi mente no se encontraban. Había una lucha interna. Quería tranquilizarme y era como que me sobresaltaba», cuenta.
Ahora está sola en su casa, intentando recuperarse. Espera, ansiosa, el último resultado.
Por Rosario Marina
Roberto Schroeder viajó por trabajo a Alemania a principios de marzo: recorrió tres hospitales grandes y sus centros de radioterapia, en busca de equipamiento de diagnóstico. Durante cuatro días hizo las visitas. Pero está convencido de que no fue ahí donde se contagió, porque las normas de distanciamiento social, barbijo y alcohol en gel ya estaban presentes. «Presumo que fue en el vuelo de regreso. Por los días de evolución todo me cierra. Había varios grupos de repatriados, algunos de ellos manifestaban haberse engripado. Unos tenían barbijo, otros no», contó Schroeder, ya recuperado y en su casa.
El vuelo de regreso ya lo tenía programado para el 15 de marzo. Todos los asientos de ese avión estaban ocupados. Él debía volver a la Argentina para la graduación de su hija en Buenos Aires. Pero cuando a ella le estaban anunciando que ya era Licenciada en Administración de Empresas, su padre no pudo abrazarla. Roberto había decidido volverse para su ciudad, Cipolletti, en la provincia de Río Negro, para aislarse. No tenía síntomas, pero sabía que era lo correcto.
En Munich, cuando estaba allá, aún había turistas en las calles. La semana siguiente a sus recorridos por los hospitales, se cerraron las puertas para las visitas técnicas.
En el vuelo de Alemania hacia Argentina le hicieron preguntas, llenó formularios. Después se tomó otro avión de Buenos Aires a Neuquén. No tenía ningún síntoma. Del aeropuerto hasta su casa en Cipolletti volvió solo. Y se quedó, también solo, en su casa. El resto de su familia estaba en la graduación de su hija, en Capital.
Cuatro días después empezó a tener un poco de fiebre y sentía molestia en los huesos. No perdió el olfato ni el gusto, sentía más bien como un dolor típico de una gripe. El 20 de marzo su hermano lo llevó a la Clínica de Imágenes en Neuquén, de la que son dueños. Ya estaba todo preparado para el aislamiento. Ahí mismo le hicieron el hisopado y esa misma tarde le dieron el resultado. El análisis lo habían hecho en el Laboratorio Central de la provincia de Neuquén.
Durante tres días más siguió con molestias en el cuerpo, pero nunca necesitó oxígeno ni respirador. Le dieron un tratamiento antiviral con hidroxicloroquina y quedó internado. En los días siguientes ya se sentía mejor, pero los tests le seguían dando Covid-19 positivo.
«Me pasaron a otra habitación de menos complejidad, pero siempre aislado. Después se hizo molesto el encierro. Estuve del 20 de marzo al jueves de la semana pasada. Casi cuatro semanas. No me podían dar el alta hasta que no me diera dos veces negativo el hisopado», cuenta Roberto. Leía que gente joven también se complicaba.
Ahora ya está de vuelta con su familia. Después de la graduación de su hija, lograron volver a la provincia antes de que los controles de ruta fueran más estrictos. Mientras estuvo internado solo se comunicó con ellos a través de WhatsApp.
«Cuando estaba contagiado pensaba: bueno, es leve, no estoy dentro de la edad más grave. Después hubo inseguridad, uno leía que gente joven también se complicaba, que alguien de 50 años también fallecía. Hubo un par de días medio bravos de esta ansiedad de no saber en qué etapa estaba uno», dice Roberto. Ahora siente que ya pasó, que parece que no es tan sencillo volver a contagiarse, que así lo dice la estadística y la información técnica publicada hasta ahora. En eso confía.
Por Rosario Marina
Félix Novillo tiene 63 años, es diabético y tuvo coronavirus. Cada caso en el que existe otra enfermedad preexistente convierte a la persona en un paciente de riesgo más allá de la edad. Sin embargo, hoy él está bien y dice que lo suyo fue bastante «light».
Luego de estar 22 días internado y 14 en cuarentena en Río Cuarto, Córdoba, le dieron el alta médica y el domingo pasado emprendió su camino de regreso a casa, en Villa Mercedes, San Luis.
«La gente piensa que decir palabras como veneno o muerte y decir coronavirus es prácticamente lo mismo. Pero la realidad es que no es así. No hay que vivir con miedo. Yo soy un tipo grande y me la pude bancar en pie», afirma Novillo.
Resalta que en los días de convalecencia es importante que uno se sienta cerca de los seres queridos, ya sea a través de mensajes que los médicos le puedan hacer llegar a los pacientes o a través del celular. «Es muy importante luchar con mucha fuerza y que tus familiares te llamen, te apoyen, te den aliento. En esto, uno es el jugador que mete el gol, pero sin la hinchada no sería posible. Ellos me decían que no afloje. También estoy muy agradecido con los médicos Salas y Rodríguez. Ambos fueron muy importantes, tanto para mí, como para mis familiares», dice Novillo.
Él cree que se contagió en un viaje que hizo por el Sur de la Argentina, en el que estuvo en contacto con muchos europeos. «Nos tomamos un barco que iba hacia el Faro del Fin del Mundo, y ahí había gente de todos lados. Esta enfermedad es muy traicionera, no sabés cuándo te la podés agarrar».
De Ushuaia se fue a Buenos Aires, en donde estuvo dos días, y luego volvió a San Luis. Los síntomas empezaron a manifestarse a través de dolores corporales. Pero también le molestaban mucho la luz y los ruidos. «Me hice un análisis de sangre. El estudio mostraba que tenía los glóbulos blancos muy altos y las plaquetas bajas. Eso significaba que había una virosis dando vueltas y me recomendaron ir a un clínico». Yo soy un tipo grande y me la pude bancar en pie.
El cuadro fue empeorando. Novillo ya tenía un turno en una clínica de Río Cuarto para hacerse unos estudios. Era el domingo 14 de marzo y empezó a tener fiebre. Decidieron viajar hacia allá, donde le hicieron una tomografía y le diagnosticaron una neumonía que le había tomado ambos pulmones.
«Ahí me aislaron y me hicieron el hisopado. El resultado demoró seis días. Cuando llegó, y confirmaba que era positivo, yo ya me estaba mejorando», dice Novillo.
Su cuadro de coronavirus le hizo acordar a una enfermedad que padeció cuando tenía 21 años. «Yo no perdí el olfato, casi no tuve fiebre y no me dolía la garganta. Solo quería estar en una habitación oscura y sin ruido, como cuando tuve brucelosis. Por eso yo en un principio pensaba que era una especie de rebrote de esa enfermedad».
Una vez que tuvo el resultado en sus manos, debió pensar en quiénes eran las personas que estuvieron en contacto con él. «Inmediatamente pusimos a todos los que estuvieron en contacto conmigo en cuarentena. Yo tengo una empresa que poda el césped a la vera de las rutas y aislamos a todos los empleados. Lo mismo con mi familia. Y por suerte nadie se contagió».
Novillo accedió a dar su testimonio porque quiere dejar un mensaje esperanzador, tanto para los que están enfermos, como para aquellos que pertenecen al grupo de riesgo por su edad o comorbilidades, y temen que un contagio les cueste la vida. «Mi idea es tratar de ayudar con mi experiencia a los que están sufriendo. Yo pude ganarle al virus. Hay que tener fe y dar pelea».
Fuente: LaNacion/ Alejandro Horvat