Mauro Tamagno es cirujano de tórax y jefe en cuatro prestigiosos hospitales paulistas. «Lo que estamos haciendo es perder. Estamos perdiendo y estamos perdiendo el miedo a perder», confiesa.
En el último mes y medio, el doctor Mauro Tamagno operó a más de 20 pacientes con Covid-19 . Contrajo el virus y contagió a su esposa, Renata, y a su hija de un año, Valentina, que estuvo internada, detalla La Nación.
A Mauro, lo conocí en 2015, cuando mi esposa Guillermina, también médica, tuvo un neumotórax, a pocos meses de casarnos y de vivir en Brasil. Sintiéndonos aún extranjeros, este rosarino, cirujano de tórax y jefe en cuatro prestigiosos hospitales paulistas, nos hizo sentir en casa. Desde entonces, regamos una amistad.
Hoy, el virus es parte de nuestras vidas: Brasil tiene más de 7000 muertos, la mayoría en San Pablo, y 100.000 infectados. Mientras mi esposa va a trabajar al Hospital, yo cuido a mis hijos. Cuando llega, hay un ritual: entra casi desnuda, va al lavarropas a dejar su ropa y se va a bañar. Solo después saluda a nuestros dos hijos, uno de 4 años, y otro de ocho meses. De modo que esta no es una típica entrevista formal en un diario: es el diálogo íntimo entre dos amigos atravesados por un virus atroz que les cambió la vida.
-¿Recordás cuándo fue la primera vez que el Covid-19 te encontró?
-Miércoles 18 de marzo. Se había creado el WhatsApp del comité médico del Hospital y dijeron que cerrarían los consultorios. Tuvimos el primer caso, padre de una médica y llegaron los equipos de protección.
Las ropas y las máscaras que se colocan son armaduras nuevas que dificultan la tarea. Mauro nunca había usado la máscara llamada face shield.
-Es muy incómoda para operar, te aprieta mucho la cabeza y el plástico se empaña.
-¿Cómo hacés para desempañarla?
-Tenés que dejar de respirar.
Dejar de respirar para ayudar a otro a respirar. Acostumbrados a hacer chistes, los médicos están tensos, con un miedo nunca visto.
-Todavía no había empezado la cuarentena en San Pablo y ese día dije: «Ahora lo vamos a sentir en la piel, se viene». Fue mi clic. A las 19.30 le dije a Renata, mi esposa: «Agarrá las cosas y andate de casa con Valentina a lo de tu mamá. Voy a empezar a intubar pacientes, lo puedo llevar a casa y puede llegar a ustedes». Cuando volví, ya no estaba.
El segundo encuentro con el virus sería peor: cara a cara.
-Ese sábado a la noche algo cambia. Me llaman para intubar a un señor con Covid-19 de 47 años, 150 kilos. Ahí, motivado, digo: «¡vamos!». Cuando llegué al hospital, fue un sopapo: el ambiente era de guerra. La médica que estaba de guardia en la terapia estaba muy nerviosa y tensa. Yo ya estaba preparado, pero otro paciente estaba por morirse. Tuve que esperar una hora sentado, en silencio, con el casco puesto delante de un televisor viendo cada paciente: «Esto es de terror», me dije. Antes de intubarlo, balbuceando, ese señor me pidió el celular para despedirse de su familia. Tenía tres hijos. «Los amo», les dijo. Lloraba. Me quedé mudo.
Mauro hace una pausa. Nos quedamos callados como los amigos hacen cuando se acompañan -describe Nicolás Isola, autor de la nota-.
-¿Qué sentiste adentro tuyo frente a ese televisor?
-Impotencia. Es una bomba atómica, te sentís como en Chernobyl. Esto se desparrama a una velocidad y con una virulencia incontrolable. Me acuerdo que salí de ahí, me saqué toda la ropa, me bañé, llegué a casa y me bañé de nuevo.
La piel aparece, una y otra vez, en los labios de Mauro. Se bañó mil veces, pero el virus pegagoso se le impregnó. Contrariado, habla de sus colegas.
-En los grupos, era tipo Malvinas: «Somos todos machos, que se vengan, los vamos a matar». Hasta que te golpean la puerta: «Flaco vení, acá tenés tu fusil, el tipo al que vos ibas a matar está acá, buscalo». Cuando lo sentís en la piel, es diferente. Un colega dijo: «En esta guerra, a veces una granada se te pega, la llevas a casa y te explota adentro de tu casa». Y el terror de vos entrar al cuarto, Nico, y cometer un error y poner en riesgo a todos. Cuando lo palpás, cuando te pega, todo cambia.
-Estás acostumbrado a ver pacientes morir.
-Acá, todos comparten el mismo diagnóstico, es un «covidario». Vos generalmente tenés internados por diferentes causas. Cuando son todos por la misma y los tipos no hicieron nada para tener eso, es distinto. A veces tienen cáncer de pulmón porque fumaban como locos, pero cuando ves a un tipo que tenía una vida normal y terminan en esto, te da una sensación de impotencia, de terror. Algunos médicos se negaron a atender pacientes por miedo: nunca en mi vida vi eso.
Mauro apoya las palabras como cartas.
-Como todo proceso de enfermedad existen fases. Tenés cáncer: primero lo negás, lo aceptás, luego el tratamiento. Cuando vos tenés una enfermedad tan aguda, no conseguís elaborar eso. Y vamos a tener y estamos teniendo problemas psicológicos porque la familia no elabora el duelo, crea un duelo patológico. Cuando vos tenés un familiar enfermo querés estar al lado porque te ayuda a elaborar ese proceso. Imaginate que el paciente está en terapia solo y los partes médicos son por teléfono. Te llaman: «su padre se murió». Y cuando se muere, no lo podés ver. Es terrible.
Mauro me desarma. El virus lo quiso asfixiar y no pudo. Ahora, él se desquita exhalando palabras. Es algo personal: de tanto que lo conoce, parece que lo pudiera ver. Pasó 20 días solo, separado de su mujer y de su hija.
-Me despertaba y todo parecía irreal. Esto no puede estar pasando. Y no tenía a nadie con quién hablarlo, estaba solo.
Coronavirus más soledad puede ser un cóctel fatal hasta para un médico experimentado. El dolor humano es insondable.
Viendo que el número de pacientes disminuía en el hospital y las cirugías programadas se reabrían, decidió que ellas volvieran, tomando estrictos cuidados. A los dos días de estar juntos de nuevo, se sintió afiebrado solo por algunas horas.
-Pero tres días después de sentirme mal, terminaba una cirugía y me llama Renata, mi esposa, llorando: «Valentina tuvo una convulsión». Vinieron al hospital.
Con un año, tuvo fiebre elevada y convulsionó. Mauro, que le había puesto el pecho durante un mes al Covid-19, tocó el fondo del fondo: se puso a llorar desconsoladamente en la terapia intensiva, viendo a su hijita desvanecida en brazos de su madre.
-Fue como ver «La Piedad», interpretada por mi hija y mi esposa. Era todo lo que exactamente no quería: exponerlas a ellas. Yo fui el puntapié inicial. Hubiera dado cualquier cosa por estar en el lugar de ella. Esa impotencia de no saber para qué lado se va.
Nos miramos. El dolor es subcutáneo, perfora.
Llegamos de repente a una contraseña vital: sólo cuando somos padres comprendemos a nuestros padres. Como buscando una protección primaria, Mauro recuerda a su madre.
-Cuando nací tenía una sola gammaglobulina -proteínas que forman anticuerpos- y me enfermaba de todo. Una vez mamá me dejó en la casa de mi abuela y al volver me encontró morado, estuve en terapia intensiva y no descubrían qué tenía. Viéndola a mi hija, entendí como nunca a mamá. Yo no tengo miedo de morirme, pero entré en pánico viendo qué le podía pasar algo a mi hija.
A los pocos días, Renata, su esposa, empezó a sentirse mal. Perdió el olfato, un síntoma del Covid-19, lloraba y decía: «No me quiero morir». Tres de tres. Bingo.
-¿Sentiste culpa?
-Sí, no debería haber vuelto. La granada explotó adentro de casa, al lado de las dos mujeres que amo. Si hubieran tenido una evolución desfavorable, no me lo hubiera perdonado jamás.
-¿Sentiste necesidad de pedirles perdón?
-Sí. Renata, enojada, un día me dijo: «Vos me contagiaste».
Cierro los ojos, acusando el impacto de esas balas. Desde el dolor innombrable, se gatillan palabras a quemarropa.
A Mauro le habían quitado el piso bajo sus pies: estaba parado sobre un abismo. Desahogándose, retoma.
-Ahí vos tenés las dos caras de la moneda: estar en la línea de frente y estar en casa con coronavirus, con toda tu familia enferma. Vas contando los días desde el contagio, esperando: es un reloj que pasa lento.
-¿Sentís que te transformó en algo este virus?
-Sí. Vos tenés un ideal de vida, de familia, de trabajo y cuando te enfrentás a estas situaciones, perdés todo eso. Ahí ves tu grado de vulnerabilidad, que todo aquello que vos imaginabas lo perdiste. Cuando vos perdés todo, sos peligroso. Hace tiempo, Renata puso dinero en la bolsa de valores con una mentalidad muy conservadora: con miedo a perder y perdió. Conversando, me dijo: «Por el Covid-19 perdí mucha plata, pero al mismo tiempo perdí otras cosas». Perdió la rutina, la libertad de ver a su madre, la posibilidad de salir a buscar trabajo, de despedir a su tía que murió de cáncer en estos días, de consolar a su prima. Sabia, me dijo: «Yo aprendí a perder y perdí el miedo a perder, porque perdí». Lo que estamos haciendo es perder. Estamos perdiendo y estamos perdiendo el miedo a perder.
-¿Y qué creés que tiene de bueno aceptar perder?
-Muchas veces cualquier tipo de miedo te paraliza. Para algunos va a ser liberador. Yo te observo y vos fuiste un Nicolás antes y otro cuando perdiste tu mamá, vos cambiaste radicalmente, tu forma de ser, de pensar, de encarar la vida. Lo que estamos teniendo es una pérdida. Tal vez la gente después de todo esto, consiga demostrar más el cariño, valorice más un abrazo o un encuentro. Va a ser interesante: algunos vamos a haber perdido el miedo a perder.
-Vos sos agradecido, ¿esto te hizo todavía más agradecido?
-¡Con certeza! ¿Qué es lo importante? Tu hija. Tu familia. ¿Ser jefe de cuatro hospitales? Todo eso se resume a nada. Esto es lo importante: ¿para qué hacemos todo lo que hacemos, Nico?
Atrevido, Mauro posa esa pregunta sagrada sobre mi corazón. Respiro hondo, agradecido.