Mercedes tenía 27 años cuando conoció a Farid, que le llevaba quince. El le dijo que no podía separarse, pero durante una década se vieron cada día y ella toleró sus terribles celos. El final fue doloroso, pero una carta de la hija del hombre lo cambió todo
Cuando entró a trabajar en la embajada, Mercedes tenía 27 años, una hija chiquita y un matrimonio hecho pedazos. Farid le pareció distinto y buenmozo desde el primer día, cuando el embajador hizo las presentaciones del caso. Ella tenía un currículum impecable, hablaba varios idiomas, y había recorrido el mundo junto a su padre diplomático. Oficina de por medio, les tocaba compartir tareas y pronto se volvieron un equipo inseparable. Así fue como empezó todo: como compañeros de trabajo, muy buenos compañeros.
Cada mañana, los empleados compartían café turco antes de arrancar la jornada laboral. En un rincón, Mercedes y Farid conversaban en un español salpicado de inglés y árabe; se trataban de usted. En esa media hora, comenzaron a compartir no sólo los asuntos de trabajo, sino sus alegrías y desventuras. Ella había iniciado el proceso de su separación y él le daba consejos. El tenía una mujer y una hija que vivían afuera y se manejaba casi como si fuera soltero. A veces iban a buscarlo otras chicas a la oficina o él le contaba con naturalidad que tenía una cita, y ella opinaba como una buena amiga. La complicidad entre ellos era absoluta; eran como dos compañeros de colegio que se encuentran todos los días en la fila para ponerse al día sobre las horas en que estuvieron separados.
Una mañana de invierno, antes de salir de su casa, Mercedes recibió un llamado a su teléfono de línea. Era Farid. “Me dijo que hacía mucho frío, que fuera bien abrigada”, cuenta ahora a Infobae. También que ese fue el momento exacto en que se dio cuenta de que entre ellos pasaba algo más, mucho más que una relación laboral. “Tenía esas cositas protectoras, pero era gracioso, porque tenía tanto respeto y tanto cuidado de que yo no me fuera a ofender, que no avanzaba nunca”, dice. También que, con el correr de los meses, la tensión de ese algo más seguía en el aire, intacta.
Entonces avanzó ella. “Lo hice porque me encantaba. Era una persona increíble a nivel humano, un gran compañero, bueno, brillante, y guapísimo. Me encantaba en serio como nunca me había pasado antes, por eso pensé: ‘Acá alguien tiene que dar el primer paso’. Y ese primer paso fue muy simple”, recuerda.
Fue hace ya muchos años, pero Mercedes lo cuenta como si fuera una película: “Me acuerdo que estábamos buscando una carpeta en uno de esos archivos de antes, esos metálicos de color gris. Y me acuerdo de que hacía mucho calor y mi brazo tocó el de él y fue como una electricidad que ahora puede sonar medio cursi, pero fue asi; lo cuento y es como si lo estuviese viviendo hoy: a mí nunca me había pasado algo así, todo lo demás fueron enamoramientos, esto tenía la intensidad del amor verdadero. Y era viernes, venía el fin de semana y no íbamos a vernos. Así que yo fui a su oficina, me senté frente a él y le dije, de usted, porque hasta ese momento no nos tuteábamos: ‘Mire, creo que entre usted y yo hay algo más que una simple amistad’. Entonces, me acuerdo perfectamente de que se levantó –yo mido 1,58 y él medía 1,89–, se levantó de su escritorio, dio media vuelta, me agarró de los hombros, y me dio el beso más espectacular de la vida. Y desde ese día no nos separamos nunca más durante 10 años”.
No siempre fue tan simple como aquel día. “Nuestras culturas chocaban y eso nos trajo algunos problemas. Los celos de él eran tremendos, ese era su único gran defecto, y yo lo entendía, porque era el lugar donde aparecía su parte cultural. Yo era joven, independiente, sólo me importaba él, pero había muchos que me rondaban. Si él, por ejemplo, me escuchaba reírme al teléfono desde su oficina, me llamaba por el interno y me decía: ‘Una señora no se ríe tanto’”, cuenta.
La otra dificultad era que, aunque Mercedes ya se había divorciado, Farid fue muy claro desde el principio con respecto a su matrimonio: “Me dijo, ‘la situación es la siguiente: yo estoy separado físicamente, mi familia no vive conmigo, pero de vos me enamoré y no quiero que te hagas falsas ilusiones porque hasta que mi hija no se reciba de bachiller, yo no me voy a separar de la madre’. Yo entendí y acepté. Sabía que desde el punto de vista moral no era lo más conveniente, pero estábamos profundamente enamorados”, dice ahora ella.
Aún cuando la mujer y la hija de Farid se instalaron en Buenos Aires, ellos encontraban tiempos para verse incluso durante los fines de semana. “Él sufría muchísimo esos dos días de distancia, porque era muy celoso y me extrañaba horrores. Entonces me esperaba en la puerta de misa los domingos, aunque era musulmán, no practicante, pero musulmán al fin”, dice Mercedes. También en eso Farid había sido signado por su cultura: le contó que se había casado a la fuerza aunque no estuviese enamorado, porque la obligación de los varones musulmanes es asegurar su descendencia.
A veces, la distancia entre Oriente y Occidente se hacía abismal, aunque siempre la salvaban con la fuerza de su pasión: “Un día nos contamos sobre nuestras historias pasadas, eso tan típico de las parejas, ‘¿Vos con quién saliste?’, ‘¿Cuántos años estuviste con tal?’. La cosa es que yo había estado tres años con un chico iraní, y como él era árabe de origen sunita, una relación con un iraní era algo terrible, totalmente prohibido. Entonces llegó su hermano mayor a la Argentina, quería conocerme y dar, eventualmente, su visto bueno”.
Una tarde se reunieron los tres en Selquet, era el lugar de moda y fueron a tomar unos tragos –porque eran musulmanes, pero no ortodoxos, y tomaban alcohol–. Farid la llamó al día siguiente para darle su veredicto: “Hablé con Amin y dijo que está de acuerdo con nuestra relación y que te perdona. Te perdona lo del iraní”, dice ahora Mercedes entre risas. Y es que, a los ojos de los hermanos, era ella la que tenía que pedir perdón por su pasado pese a aceptar el presente irregular de Farid. Bienvenida al mundo árabe.
En la embajada el clima era muy familiar, los empleados se reunían fuera de la oficina en fiestas, asados argentinos y pool parties los domingos. Mercedes iba siempre con su hija chiquita. A veces Farid iba con la suya, que era adolescente y jugaba a cuidarla. Le tenía tanto cariño, que una noche en la que había un evento de la embajada y Mercedes no tenía con quién dejar a su hijita, la hija de Farid se ofreció a hacer de baby-sitter. “Era una situación de último momento, había llegado una personalidad del exterior a la que había que agasajar, y acepté para cumplir con mi trabajo. Mi hija terminó quedándose a dormir en la casa de la mujer de Farid, que es algo que todavía me da mucha culpa, porque yo no fui educada así”, dice.
Cada vez que podían, Mercedes y Farid se escapaban de la ciudad. Hacían viajes cortos a Mar del Plata o Punta del Este y probaban la ilusión de la convivencia. En el verano, él se las arreglaba para sumarse algunos días a las vacaciones de Mercedes con su hija en Pinamar y por unos días eran una familia. Durante el año no se despegaban ningún día, café turco al desayuno y salidas a comer, con discreción, en los carritos de la Costanera. Sobre todo los viernes.
Una noche, en una recepción en el Palacio San Martín, los celos de Farid llegaron lejos. Mercedes se había encontrado con muchos amigos que conocía desde la infancia cuando todos eran hijos de diplomáticos expatriados. Algunos la saludaban con abrazos. Farid, que no era su pareja oficial, no podía hacer nada en público, pero la llamó aparte y le hizo una escena. “Las mujeres siempre traicionan –le dijo él–. Y la mujer extranjera generalmente es infiel”. Mercedes le pidió permiso a su jefe para retirarse porque no se sentía bien. Pensó en dejarlo, “ya no puedo más con estos celos ridículos”, se dijo. Pero cuando llegó a su casa, el teléfono sonaba con insistencia. Era él, la llamaba desde un teléfono público. “Te voy a pedir perdón hasta que se me terminen las monedas”, le rogó. Ella se rindió ante ese hombre que, por un momento, depuso su cultura para recuperarla.
Ocho años pasaron en que su amor creció en la clandestinidad, ocho años intensos y apasionados. Hasta que una mañana de sábado él salió como siempre a comprar comida árabe a un lugar de Palermo. Era el pretexto para dejar su casa y poder verla. La llamó por el camino y le preguntó si quería que comprara pan de pita para ella. Mercedes dijo que sí y se despidieron. Cinco minutos después, el teléfono volvió a sonar. Vio su número en el identificador y respondió sin pensar: “¿Qué pasó, mi amor?”. Pero quien estaba al otro lado no era Farid, sino su esposa.
“Nunca quisimos herir a nadie, pero tarde o temprano estas cosas se saben. Yo era muy joven y había tomado una decisión: a este hombre lo quiero y voy a estar con él pese a todo. Pero ese día quise morirme, tenía una culpa que me arrasaba. Decía ‘no, no hay derecho, yo no puedo hacerle esto’, porque en ese momento creía que la culpable era yo, la otra, la amante”, cuenta Mercedes.
Farid, sin embargo, habló entonces con su mujer. Le dijo: “A Mercedes la quiero y no voy a dejarla”. Volvió a mandar a su familia a una provincia en la que tenían parientes árabes y le hizo a la madre de su hija la misma promesa que le había hecho a Mercedes ocho años antes: no iba a divorciarse hasta que la adolescente no terminara el secundario.
Los dos años siguientes ya no se ocultaron tanto. Ese amor que también era amistad sincera había resistido todo: el paso del tiempo, las barreras culturales y la clandestinidad descubierta. “Tal vez con redes hubiera sido imposible. Tal vez sin todos esos impedimentos nos hubiéramos cansado antes, pero no pasó. Cada vez estábamos más enamorados”, dice ahora Mercedes, que aún tiene la foto de él enmarcada en su mesa de luz.
Farid se había quedado viviendo solo en un departamento nuevo que armó para que fuera su refugio con ella. Mercedes se instalaba con él los fines de semana en que su hija se quedaba con el padre. Eran felices. Faltaba poco para que la hija de Farid terminara el colegio y pudieran mudarse juntos y, por qué no, casarse. Soñaban con eso.
Un fin de año caluroso, Farid viajó a pasar las fiestas con su familia. La última vez que se vieron fue en una parrillita de Belgrano. Mercedes se acuerda de todo, otra vez, como en una película. Era una calle de empedrado frente a la vía y era mediodía. De la mano se desearon feliz año nuevo aunque faltaban unos días para el 31. Era su festejo íntimo y estaban acostumbrados a esa vida de celebraciones paralelas y a contramano del mundo. Ese día también festejaron que la promesa dilatada de estar juntos a la luz del día estaba a punto de concretarse: la hija de Farid había cumplido 18 años.
“Esa semana me llamó por teléfono y me dijo: ‘Nos vemos el miércoles’. Yo le dije: ‘Mirá que acá en la oficina está todo tranquilo, no pasa nada si te querés quedar unos días más con tu hija, es enero’. Él se negó: ‘No, no puedo. Te extraño mucho y quiero volver’. Y yo le dije: ‘Bueno, acá estaré esperándote como siempre”, recuerda Mercedes. Fue la última vez que hablaron.
El miércoles a primera hora de la mañana, al regresar después del fin de semana de Año Nuevo, Mercedes recibió un llamado a la oficina. Al otro lado del teléfono, la hija de Farid lloraba desesperada. Su padre había muerto en un accidente doméstico. Mercedes se dobló de dolor sin entender, mientras escuchaba el pedido de la chica: “Por favor, llamá vos a mi tío. Papá te amaba y vos a él. Sos la única que va a poder explicarle lo que pasó”. Entre sus cosas, en el lugar donde habían sido amantes y compañeros por una década, hizo lo último que podía por Farid. Cumplir el deseo de su hija y darle la noticia a Amin, su hermano.
Y entonces, el disimulo de años quedó a un lado. Estaba desgarrada y el resto de los empleados de la embajada comenzaron a darle el pésame como a una viuda, aunque Farid y Mercedes nunca habían blanqueado su relación ante ellos. No poder despedirlo físicamente aumentó su tristeza. En algún lugar de su corazón, siempre esperaba volverlo a ver cada mañana para compartir el ritual del café turco.
Le había sido fiel durante diez años, y lo siguió siendo por otros siete. Finalmente los celos de Farid nunca habían tenido sentido: ella seguía amándolo con devoción incluso después de muerto. Un tiempo después del final trágico, Mercedes recibió una carta en la embajada. Era de la hija de Farid y no tenía reproches. Al contrario. Todavía se emociona al releerla, convencida de que ese hombre fue su gran amor, el único: “Gracias. Gracias por haberle dado a papi los diez años más felices de su vida”.
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