Néstor Iván Szczech tenía 24 años cuando imaginó con un lápiz negro cómo sería su familia. Era una dedicatoria de amor a su novia, cinco años menor, Eugenia Cabo. No pensaban que el camino hacia la paternidad iba a presentar tantas dificultades. Una historia de diagnósticos tardíos, infinidades de estudios, situaciones traumáticas, momentos de plenitud y un final contra todo pronóstico
Agarró un papel en blanco y un lápiz negro de su carpeta. Dibujó el esqueleto de una casa: dos pisos, techo a dos aguas, ventanas, un jardín, tal vez un árbol. Se había recibido del colegio secundario como maestro mayor de obra y trabajaba en la construcción de un plan de viviendas en Colón, provincia de Entre Ríos. Su dibujo, de estética infantil, de ribetes elementales y aniñados, no era profesional, según publica Infobae.
Era la primavera de 1997 y estaba en la casa de su novia, en la capital de Santa Fe. Vivían los dorados albores de un noviazgo deseado que la distancia y las obligaciones habían postergado.
Los embargaba un estado de enamoramiento pleno y el dibujo era una proyección romántica: “Acá vamos a vivir”, vaticinó. Al costado de la casa estaban ellos dos, retratados por líneas como brazos y piernas y una cabeza circular, y otras cinco personas más: los hijos que aún no nacían.
Ella tenía 21 años y se ubicaba en el medio de dos hermanos. Él, tenía 26 años y una hermana menor, Fabiana. A ella siempre le habían gustado las familias numerosas, las casas llenas de ruido, movimiento y vida.
Imaginaba mesas largas y reuniones multitudinarias para su porvenir y él lo había perfilado, presagiado en un dibujo de papel blanco y lápiz negro: un gran hogar repleto de habitación, integrantes y momentos.
Pasaron 22 años de esa maravilloso sueño, y también pasaron tres pérdidas de embarazos, un diagnóstico de infertilidad, una adopción feliz con un proceso judicial conflictivo, dos bebés de otros vientres, un bebé que vivió dos días, un proceso de subrogación infructuoso y unos mellizos fuera de contexto.
Eugenia Cabo y Néstor Iván Szczech viven hoy en una casa de dos pisos, techos a dos aguas, un jardín, más de un árbol, con Yair, Mateo, Benjamín, Simón y Franco, sus cinco hijos. Su presente, aunque anhelado, es inesperado. A veces toman distancia de su ahora para ver en perspectiva, retroactivo a dos décadas.
La sensación de esplendor, la plenitud de haberlo alcanzado suele disolverse cuando la costumbre se anida. Eugenia escribió un libro sobre su proceso de maternidad para procrastinar el olvido. Teme que la acumulación de momentos aleatorios, el amontonamiento de recuerdos cotidianos diluya su camino, desplace la épica. Su familia es su causa. Y su historia, la de una madre que siempre soñó con tener muchos hijos.
Nació en Santa Fe el 17 de junio de 1976. Su marido, cinco años antes, el 10 de agosto de 1971 en Paraná. En 1995, ella con 19 años estudiaba psicología en La Siberia, el Centro Universitario Rosario. Él, con 24 años, estudiaba ingeniería civil en la misma universidad pública. Se cruzaban poco en la facultad: las sedes de ambas carreras no estaban cerca en el campus. Su lugar de encuentro era otro.
Ella se había mudado al departamento del octavo piso de un edificio de la calle Zeballos, a una cuadra del boulevard Pellegrini, en Rosario. Convivía con Matías, su hermano mayor, que se había hecho amigo de otro estudiante universitario que compartía un departamento del segundo piso con compañeros de carrera. Néstor era uno de ellos.
Eugenia lo veía en el ascensor, en la parada de colectivos y en la facultad. Néstor planeaba estrategias para seducirla. El diálogo era cordial, pero las miradas, que duraban un microsegundo más de lo habitual, decían la verdad. Los dos percibían cierta electricidad.
El primer diálogo fue de servicio: “Si querés, te puedo prestar el teléfono de casa para hablar con tu mamá”. Ella aceptó: una vez por semana, bajaba al segundo piso para hablar con su mamá en el departamento que Néstor compartía con sus compañeros.
Néstor programó el plan para simular un encuentro casual. Una vez, desde su segundo piso con balcón al frente, la descubrió comprando en la verdulería de enfrente. Y bajó para encontrarla, curiosa obra del azar, en la entrada del edificio. Consiguió, así, la segunda conversación. Audaz, la invitó al cine.
Pero al final, la cita se reconvirtió en una salida a tomar algo. “Caminamos un montón de cuadras y el tiempo se nos pasó volando”, recuerda. Fue el amanecer de un amor prolífico.
Eugenia gastó su sueldo en comprarle una torta de cumpleaños que a su amiga Angie se le cayó al piso: una declaración de amor y vergüenza. Se vieron pocas veces más. Hubo más desencuentros que encuentros. Su suerte en la facultad fue exigua: cambió La Siberia de Rosario por la Universidad Católica de Buenos Aires. “Pero evidentemente algo quedó entre nosotros”, define.
Ese algo indeleble eran los recuerdos, la noción de lo inconcluso y un estrecho vínculo con sus hermanos. Néstor primero convivió con Claudio, el mayor de los hermanos de Eugenia, y después con Nicolás, el menor, que se había mudado a Rosario para estudiar periodismo deportivo. Durante dos años, el deseo se canalizó vía Nicolás: “Él preguntaba por mí a través de mi hermano y yo preguntaba por él también a través de mi hermano”.
La UCA invitó a todos los alumnos del interior a cursar en una sede en Paraná, a treinta kilómetros de su casa.
Eugenia accedió a estudiar en la ciudad donde vivía la familia de Néstor, quien convivía con el hermano menor de ella. En marzo de 1997, Eugenia llegó a su casa de Santa Fe por la tarde. La recibió Matías con una noticia: “Mirá que vienen a comer Nico y Néstor”. “‘¿Cómo que viene Néstor?’, le dije y automáticamente sonó el timbre: era él. Me escapé y llamé a una amiga toda nerviosa”.
La cena fue tensa y divertida. Él se fue y a los pocos minutos la llamó por teléfono. “¿A qué hora te pasó a buscar?”, le preguntó, en modo galán. Ella no se resistió: la cita incluía una flor, un champagne, dos copas, la costanera rosarina. “Desde esa noche estamos juntos”, precisa una mañana de agosto de 2022, 25 años después de aquel principio.
En esa primavera del ‘97, con él ya graduado en Rosario y trabajando en Colón, con ella viviendo en Santa Fe y estudiando en Paraná, el modesto dibujo de una casa, dos padres y cinco hijos no aventuraba los traumas, los disgustos ni el dolor.
Pérdidas
Lo habían pensado todo. El civil en Paraná -la ciudad del novio- el jueves 30 de abril. La fiesta en Santa Fe -la ciudad de la novia- el sábado 2 de mayo. Eligieron el fin de semana largo del Día del Trabajador para que los invitados distribuidos por Salta, Bariloche, Buenos Aires y Mar del Plata pudieran asistir al casamiento.
La inundación de otoño del ‘98, el brutal desborde de 7,10 metros del Río Salado y el corte total de las rutas de la provincia condicionó la organización. En medio de una planificación desgastante, un test de embarazo negativo y un análisis de sangre con un positivo bajo restauraron las prioridades.
Lo contaron después de la primera ecografía. La felicidad por la boda se duplicó: era el primer hijo, primer nieto, primer sobrino. A fines de marzo, mientras Eugenia cursaba su cuarto mes de embarazo, rompió bolsa. Estaba en la casa de sus suegros con Néstor, su cuñada y un amigo de su cuñada.
Un viaje de urgencia a Santa Fe, un trabajo de parto desencadenado, cero probabilidades médicas de que el embarazo continuara su curso. Eugenia, que se iba a casar embarazada con 21 años y un noviazgo en apogeo, lo recuerda como una situación de pena extrema, de vacío y desolación. “Nuestro camino hacia la maternidad se inició con un gran primer dolor”, describe.
La vida entró en un paréntesis. Los preparativos para el casamiento se interrumpieron. Ya nadie hablaba de una fiesta. El desconsuelo los contuvo. Néstor la llamaba desde Colón hasta que se le quedara sin batería el celular tipo ladrillo.
Cuando no hablaban por teléfono, él cruzaba la provincia, la sorprendía a la noche en la parada de colectivo de la facultad en Paraná, la llevaba hasta Santa Fe y procuraba volver a Colón a las seis de la mañana del día siguiente para trabajar en la obra.
El dolor menguó de a poco. El casamiento pasó. La luna de miel también. Reacondicionaron unas viejas oficinas de cuarenta metros cuadrados para montar su primer monoambiente y con los regalos del casamiento compraron muebles y electrodomésticos. Vivieron tres meses en la casa de los papás de él mientras se construía su primer hogar en Paraná. Los acompañó Ástor, un labrador, el primer nuevo componente de la familia.
Su primera pérdida estaba dentro de un rango estadístico. Cuando esa noche llegó al hospital, ya tenía dilatación, ya había descendido la bolsa. Le sugirieron someterse a un cerclaje, un procedimiento que estrecha el cuello uterino a fin de evitar partos pretérminos, en un futuro embarazo.
El futuro embarazo no se demoró. La alegría renació. Con felicidad moderada, asistieron a un obstetra que le habían recomendado en Paraná: “Le comentamos el antecedente. Fuimos a verlo ya con las ecografías. Me dijo ‘vas a tener un embarazo más cuidado, con más reposo’. Y así fue: estaba en semi reposo en mi casa. Me levantaba solo para ir al médico”.
Eugenia sufría muchas contracciones aún en el primer trimestre del embarazo. Las respuestas de los profesionales no la aliviaban. “No es nada, mami”, le decían.
El cuello del útero empezó a dilatarse: la solución médica fue reposo absoluto, no cerclaje. La secuencia del drama se repitió: la bolsa cae, la internan, le levantan las piernas, entra en trabajo de parto, pierde el embarazo antes de llegar al quinto mes. Eran mediados del 2000. La primera respuesta a su por qué fue un diagnóstico: “incompetencia de cuello de útero”.
La segunda pérdida sembró desazón y una inquietud, una cavilación. “¿Podré, acaso, ser madre biológica?”, elucubraba. Exigía que alguien le explicara qué pasaba en su cuerpo. Viajó a Córdoba persiguiendo una nueva recomendación: otro ginecólogo.
Viajó a Rosario obedeciendo un nuevo consejo: un estudio genético al feto, a ella, a él. Se sometió a una batería de análisis: una histerosalpingografía, estudios de compatibilidad sanguínea, la visita a un andrólogo para conocer la calidad del embrión, un procedimiento de baja complejidad de estimulación ovárica para estimular las hormonas del embrión, una intervención laparoscópica.
Entre tratamientos, inyecciones, controles y ecografías, una relación sexual programada gestó un tercer embrión. La alegría resurgió motorizada por la determinación de su ginecólogo: esta vez sí le harían el cerclaje, una técnica que prometía encauzar su embarazo.
Viajó a Buenos Aires para que se lo hiciera un especialista que atendía en San Isidro. Recuerda que era diciembre de 2001 porque veía los saqueos, la represión y las protestas por televisión. De regreso en Paraná, en abril de 2002, una infección urinaria la devolvió a la clínica Rawson de Paraná, la misma donde había perdido los dos anteriores embarazos.
Eugenia ya era una cara conocida en la clínica. La habitación había adquirido un sabor a hogar. Una, dos semanas de internación hasta que el desenlace reincidió: el cerclaje se quiebra y desata una hemorragia cabal. La pérdida de su tercer embarazo incluyó un estado de emergencia: el médico no podía coserle el cuello del útero. “Nunca más Eugenia”, le indicó, severo el obstetra.
Las mismas palabras usó su esposo: “Cuando me despierto de la anestesia y empiezo a ver las caras me doy cuenta de la gravedad de la situación. Me acuerdo de lo que me dijo Néstor: ‘Nunca más, hasta acá llegamos’”.
Yair, Mateo y Benjamín
El 20 de julio de 2004 la llamaron del consejo del menor de la provincia: había un nene de dos años listo para ser entregado en una guarda con fines de adopción. La alegría, esta vez, obedecía a otras circunstancias.
No le anticiparon a nadie que al día siguiente habían acordado una cita con la directora de un hogar de niños. Estaban en el tránsito final hacia la consumación del estatus de madre y padre.
Llegaron temprano, dominados por la ansiedad. La directora les habló de Yair, un nene de dos años y medio, y les mostró su foto. Conversaron el tiempo suficiente para que se hicieran las doce del mediodía.
Recibieron una invitación tentadora: “Si ustedes quieren, se pueden quedar a la hora del almuerzo”. El transporte escolar regresaba del colegio primario y del jardín con todos los chicos del hogar cerca del mediodía. Eugenia y Néstor aguardaron en el comedor la llegada de su futuro hijo: ella sentada en el medio de una mesa larga de patas cortas, rodeada por veinte sillas de colores y patas cortas; él parado, caminando inquieto.
Los chicos entraron corriendo. Se sorprendieron con dos personas adultas dispersas en el comedor. Ya sabían lo que significaba eso: posibles nuevos padres. Muchos gritaban, algunos lloraban, otros les preguntaban cosas, todos querían cautivarlos.
“Yair se había quedado sentado a mi izquierda, en la cabecera de la mesa. Todos me hablaban, todos me pedían cosas menos él. Cruzábamos miradas con Néstor, que estaba ayudando a las celadoras a servir el jugo y la comida. Yair no sabía quiénes éramos. Despacito fue dando la vuelta a la mesa, hasta que se paró delante mío dándome la espalda y se me tiró a upa. Desde ese momento, no hubo manera de despegarnos”.
La definición de Eugenia tiene ribetes de literalidad. Ese mediodía, Yair no quiso desprenderse de ella. El personal del hogar intentó cambiarle el pañal, invitarlo a dormir una siesta. Pero no hubo forma: Yair respondía con un llanto desconsolado. La directora del hogar no requirió ningún indicio más: “Si él lo quiere así, que empiece su historia”, les indicó.
Eugenia, presa del absorto, reaccionó con preguntas relativas: “Pero, ¿qué leche toma, qué le gusta comer?”. Fue su forma de manifestar una felicidad condimentada con sorpresa, miedos, ansiedad. “Lo que ustedes quieran: acá empieza su historia”, insistió la directora. Habían llegado solos pocas horas antes. Salieron siendo tres, con un nene a upa, una muda de ropa y dos pañales.
El proceso de vinculación fue a la inversa: dormía en su casa con sus padres y todos los días visitaba el hogar. Lloraba antes de regresar y se tranquilizaba cuando volvía a irse. Yair fue primer hijo, primer nieto y primer sobrino.
Su arribo fue esplendoroso. La alegría era desbordante y contagiosa. “Fuimos a comprarle su cuna, su primera ropita. No sabíamos ni qué talle usaba. Y era todo tan maravilloso que no había manera de que quien nos atendiera no terminara llorando con nosotros de alegría”.
Las tres pérdidas de Eugenia en la clínica Rawson de Paraná habían alcanzado cierta repercusión en la ciudad. Su deseo de ser madre había llegado a oídos de otras madres.
Ellos seguían anotados en los registros de adoptantes cuando el 24 de octubre de 2007 le avisaron de una mujer que había decidido no seguir con el cuidado de su hijo.
Dos días después lo parió: le puso de nombre Mateo. Dos días después se lo entregó a una familia adoptiva. “Lo tomé como un gesto de amor -dice Eugenia-, como si me estuviese entregando una parte de ella: ‘te entrego algo mío para que vos lo cuides porque yo no puedo’”.
Era un octubre frío y lluvioso. El mismo pediatra de Yair les aconsejó que limitaran las visitas por las bajas temperaturas. Ya se habían mudado a una casa más grande: techos altos, jardín al frente, rejas.
“Fuimos a buscarlo a Mateo y cuando estábamos volviendo, mi mamá había comprado globos y la casa era una fiesta. Yair estaba trepado a la reja, saltando, feliz. Era el disfrute de una familia que había costado formar, los momentos en los que todo valía la pena”.
Era un enero intenso y asfixiante. Eugenia quería comprarse una silla mecedora para tener cerca a Mateo y no perder de vista los juegos de Yair en el patio. Fue a un supermercado y como no encontraba la caja del producto que estaba expuesto en la góndola le pidió asesoramiento a un empleado. “En el depósito hay”, le dijo.
Ella dejó el carrito en el sector, fue a buscar pañales y cuando regresó, ya le habían dejado la caja de la silla mecedora. Pagó y recién en su casa se dio cuenta del error. “¿Tantas partes para un bebesit?”, pensó. La caja, para su sorpresa, traía dos artefactos. Armó uno y el otro lo dejó desarmado, dispuesta a devolverlo.
Al día siguiente, un llamado. Otra mamá, otro bebé en camino. “¿Cómo decirle que no a algo tan maravilloso, tan deseado, tan esperado?”, reflexiona. El 14 de enero de 2008 nació Benjamín. Cuando Eugenia llamó al pediatra, él le dijo que la esperaba en su consultorio para conversarlo. “No -respondió ella-, ya lo tengo en brazos”. De nuevo, una bienvenida con fiesta, globos y Yair colgado de la reja. Alicia, esta vez, tenía a Mateo a upa: el bebé era solo tres meses más grande que el flamante integrante de la familia.
“Primero aprendimos a ser padres. Después, a ser padres de un bebé. Después, a ser padres pulpo. Los primeros meses pasamos noches sin dormir, con la tele prendida de fondo. ‘¿Qué quieren que les regale?’, nos preguntaban. ‘Manos que vengan a ayudarnos y a estar con nosotros’, respondíamos. Éramos una gran tribu: la familia que siempre habíamos soñado tener”, narra Eugenia, que nunca devolvió la silla mecedora de más que había profetizado la llegada de Benjamín.
Yair empezó la primaria. Mateo y Benjamín, con tres meses de diferencia, crecieron y se mimetizaron: eran casi mellizos, compartían la misma edad lectiva, la misma sala de jardín. Por fuera de las dificultades y los conflictos de los que no eran inmunes, Eugenia y Néstor eran padres felices y sus hijos, hijos felices.
La adopción fue un salvoconducto que los condujo hacia una dicha familiar. “A veces, a los papás adoptivos nos ven como héroes. Si supieran lo que la vida te da cuando tenés un hijo, podrán entender que los héroes son ellos, no nosotros. Gracias a nuestros hijos nos convertimos en padres: ellos son los protagonistas de nuestra historia. El mérito es de ellos. Los vínculos se construyen, seas padre adoptivo o biológico. Después, el amor es el mismo”, dice la madre, con conocimiento de causa.
Juan
Eugenia imaginó un cambio hormonal, una menopausia precoz. Intentaba acreditar una causa sensata. Había cumplido cuarenta años el 17 de junio de 2016. Siempre había sido regular, pero después de sus últimas pérdidas nunca había estado muy pendiente.
Sabía que lo más usual era que el ciclo menstrual le viniera a fin de mes. Usaba pastillas anticonceptivas pero sufría dolores de cabeza: tomaba, dejaba, cambiaba de marca. “Descreía absolutamente. No podía estar pasándome esto”, dice.
Se lo contó a Néstor. Brotó una ilusión muy solapada, muy inocente. La confirmación, a través de un análisis de sangre, llegó alguna tarde de julio.
Los sofocaba una sensación de ingenuidad y gozo. Los primeros en enterarse fueron el ginecólogo y la médica de la clínica Rawson. Néstor se lo comentó también a un compañero de la Cámara Argentina de Construcción.
Y él a su esposa, una médica. Fue la efusividad de esta mujer lo que los convenció: les ordenó “ya los quiero en Buenos Aires para que vean a un especialista en embarazos de alto riesgo”.
No saben cómo ni por qué pero accedieron. Tenía ya tres hijos y un test positivo de embarazo les mantenía flotando. Acomodaron la dinámica familiar para disimular el engaño y fueron al día siguiente a visitar a este especialista.
“Estábamos los dos sentaditos en el consultorio y era como estar adentro en una montaña rusa. Lo vimos, habló con distintos médicos, con una hematóloga, hasta que me dijo: ‘vos tenés trombofilia’. Le dio nombre y apellido a algo que habíamos buscado tanto”. Le hizo un dibujo en una receta que decía “bebé en caja, mamá en Buenos Aires y reposo”.
La consigna era inflexible: reposo en Buenos Aires para una madre de tres hijos con casa en Paraná. Suponía un cambio de vida feroz. “Ahora tenés una vida adentro que depende solo de vos. Tus hijos dependen de vos y de un montón de personas más que pueden ayudarte. En cambio, este embarazo no depende de nadie más que de vos”, le respondió el especialista. Su determinación anuló cualquier cuestionamiento.
Otra vez una catarata de estudios. Otra vez una nebulosa, una mix ambiguo de prosperidad y duda. La recepción de sus hijos fue un espejo: les devolvieron caras de incredulidad y de júbilo cuando les contaron que su mamá estaba embarazada.
En agosto de 2016, Eugenia ya estaba instalada en un monoambiente de la ciudad de Buenos Aires. En octubre, internada en el Sanatorio Otamendi. Con cerclaje, con la cama levantada, con las piernas inclinadas hacia arriba, sin poder moverse ni siquiera para ir al baño: reposo absoluto, movilidad cero.
En una esquina, decoraron un arbolito. En la mesa, acomodaron los sanguchitos. Festejaron Navidad y Año Nuevo en la habitación del sanatorio con el esposo, los hijos, los hermanos y la mamá de la paciente. A comienzos de 2017, Néstor, Yair, Mateo y Benjamín se fueron de vacaciones: el menor cumplía ocho años el 14 de enero.
Eugenia, en simultáneo, empezaba a reconocer esas microcontracciones que sólo ella percibía. Los controles y monitoreos no advertían complicaciones. Ella sí. La noche del martes 16 de enero de 2017 su mamá se fue, su prima también. Quedó sola y molesta.
Tuvo una pérdida. Llamaron a su médica. La acompañó una enfermera con mimos y contención. Eugenia apretó su rosario y su estampita y no detuvo sus rezos hasta conciliar el sueño.
Por la madrugada no dejó de tener pérdidas. La despertaron dolores agudos. Su médica había ilustrado el panorama clínico: había tenido un desprendimiento abrupto de placenta, el tratamiento de la trombofilia no había funcionado y el trabajo de parto se estaba desencadenando.
Llamó a su marido y a su mamá, envuelta en un desgarro. En la madrugada del miércoles 17 de enero de 2017 nació Juan, un bebé de 25 semanas de gestación con un kilo y 400 gramos. Néstor y sus hijos llegaron al mediodía al sanatorio.
La tristeza los atravesaba. “Juan estaba en la neo, era un prematuro extremo. Estábamos atados a una luz de esperanza. Sabíamos que era muy difícil que sobreviviera. La cadena de rezos circuló por todo el país. Juan estuvo con nosotros hasta el viernes 19 de enero a la tardecita”, reconstruye. Al día siguiente, lo velaron en Paraná.
Eugenia volvió a empezar, volvió a caminar, volvió a trabajar. Y volvió a Buenos Aires para hacerse controles y obtener respuestas. El análisis de su placenta determinó que su tipo de trombofilia solo se puede diagnosticar después de haber sufrido el desprendimiento. El ecografista le revisó el útero y le preguntó si iba a volver a intentarlo.
Eugenia no estaba preparada para asimilar tamaño interrogante. No lo había sopesado. “Me acuerdo haber llorado por la confusión y la esperanza de que existía la posibilidad de ser madre biológica. Ahora sí se sabía lo que tenía”, dice.
La médica le habló de un especialista que solo se dedica a hacer cerclaje abdominal. La hematóloga le habló de cómo sería el tratamiento. Ella no prestaba atención. Solo dejaba que los profesionales le inyectaran optimismo. Sin saber bien por qué, guiados por la inercia, fueron a ver al obstetra especializado en cerclaje abdominal. Su discurso fue rupturista. No fue un canto al entusiasmo, precisamente.
Les abrió una variable nueva: “En tu lugar, con tus antecedentes, yo me haría una subrogación de útero”. En vez del cerclaje, habló de amparos, marco legal y seguridad jurídica que ofrecía la subrogación en los Estados Unidos. Eugenia y Néstor volvieron a Paraná con la idea de tener otro hijo no biológico ni adoptivo.
Les explicaron a sus tres hijos el procedimiento. Buscaban alguna señal de validación. Ellos les contestaron con naturalidad: “Mamá, ninguno de nosotros estuvo en tu panza”. La respuesta les dio risa y alivio. Viajaron: tuvieron que sortear la burocracia, superar los análisis clínicos, aprobar los estudios psicológicos y elegir a la candidata. Prefirieron una voluntaria novata para que atravesaran juntos la experiencia iniciática de una gestación subrogada.
Eugenia realizó tres viajes y tres procedimientos de tratamientos de alta complejidad. Pero por su edad avanzada, las pruebas genéticas no arrojaban embriones competentes para transferir. Solo el último abrió una posibilidad remota. Juntos decidieron, aún a ciegas y no exentos de posibles anomalías, realizar la transferencia.
Fabiola, la gestante, se quedó en reposo solo dos días: un análisis negativo culminó su paso por la subrogación. “Nos quedamos con la satisfacción de haberlo intentado y la tristeza del resultado. En la interconsulta genética ya me habían dicho que por la calidad de los embriones y por mi reserva ovárica, había una mínima posibilidad. Hasta acá llegamos”, dice. Aunque miente.
Simón y Franco
Ese domingo, Pocho, el papá de Néstor, cumplió la tradición. Todas las mañanas de domingo despertaba a sus nietos con una docena de facturas. Eugenia y Néstor desayunaban dos veces los domingos: primero solos, después con sus hijos y Pocho.
La vida se había vuelto a encarrilar después de la muerte de Juan y el fracaso del proceso de subrogación: retomaron proyectos y dinámicas familiares. La ventana de normalidad duró un semestre. Ese domingo, el 16 de julio de 2018, no probaron las facturas: la inquietud les neutralizó el apetito.
Dos días antes, la sospecha de lo inverosímil: Eugenia cumplía un mes con 41 años y sus últimos estudios habían arrojado que no disponía de reserva ovárica ni óvulos aptos de fecundar. Pero un descuido, un test auspicioso y un análisis de sangre bastaron para confirmar que lo imposible se había vuelto probable.
El sábado a la mañana se hizo la prueba definitiva. Al resultado, le informaron, lo podía constatar de manera online al día siguiente. Ese domingo no probó las facturas que trajo su suegro. Al mediodía, después de revisar por enésima vez su celular, le llegó la noticia. Los indicadores habían dado valores por encima de los estándares normales.
Ella estaba abajo. Su marido, en el piso de arriba. Lo llamó en un grito seco. “Cuando apareció, vio mi cara por la escalera y sin decirle nada, se agarró la cabeza. No lo podíamos creer. No lo queríamos contar”. Le mandó un mensaje a su médica y la respuesta fue contundente: “Te quiero ya en Buenos Aires”.
Ese mismo viernes, casualidad oportuna, tenía un casamiento en la zona norte del conurbano bonaerense. No era necesario inventar una excusa para irse de Paraná: nadie podía saber que cursaba, por quinta vez y fuera de todo pronóstico, un embarazo.
La mañana de un viernes de julio de 2018 estaba de nuevo en el consultorio de su médica: los mismos miedos, la misma ilusión. Ya sabía cuál iba a ser el tratamiento y estaba al tanto de la complejidad: le tenían que hacer el cerclaje abdominal, transfusiones de gammaglobulina, inyectar heparina, tomar corticoides y hidroxicloroquina. “Si bien sabíamos dónde estábamos parados, yo tenía 41 años. Era un caso de congreso médico”, define.
Antes de hacerse el cerclaje en el Sanatorio Otamendi, le pidieron que se hiciera una ecografía. La intervención era a las once de la mañana. Néstor no podía acompañarla al análisis porque tenía una reunión importante a primera hora del día.
No importó: acordaron encontrarse en la puerta del sanatorio después de la ecografía. No serían los mismos para entonces.
Desde la camilla, Eugenia vio cómo el ecografista miraba su monitor con extrañeza. Giraba el cuello, agudizaba la vista, transformaba el gesto. A ella, que se había sometido a cientos de ecografías en toda su trayectoria de madre gestante, la embargó una angustia profunda.
Casi se desmaya cuando escuchó los reparos del médico: “¿A vos no te dijeron nada en Paraná? ¿Te hiciste una ecografía allá?”. Eugenia, asustada, respondió con una pregunta: “¿Qué pasa?”. “¡Son mellizos!”, le dijo. El rostro de los dos volvió a transformarse. “Médicamente era una bomba -precisa-. Mi útero no resistía uno, imagínate dos».
»Me habían dado un diagnóstico de defunción, me habían dicho que no podía tener más hijos y ahora estaba embarazada de dos. Era demasiado para digerir. El médico lo veía riesgoso desde el punto de vista clínico, pero para mí era glorioso”, contó.
Néstor atendió el teléfono cuando se desocupó. Tenía decenas de llamadas perdidas de su esposa. “¿Estás sentado? -le preguntó-. ¡Son mellizos!”. Él, rebosante de felicidad, rompió el protocolo de la confidencialidad y se lo contó a todos los que estaban ahí a su alrededor, vestidos de traje, hablando de trabajo en una reunión de la Cámara Argentina de la Construcción. Volvieron a Paraná solo por unas semanas.
En agosto, ya estaba de nuevo instalada en Buenos Aires y en septiembre, en la semana 17 del embarazo, internada bajo reposo absoluto en la habitación 245 del Sanatorio Otamendi.
“Festejábamos cada día, semana y mes que ganábamos. Los chicos dejaron un surco de Buenos Aires a Paraná: iban y venían todas las semanas. Las enfermeras eran parte de mi vida. Los días martes eran los días de ecografía y todo el piso de maternidad esperaba ese resultado”, relata.
Pasó el cumpleaños de Benjamín, el lunes 14 de enero de 2019. Pasó el último martes de ecografía. Pasó la médica para anunciar que “este viernes nacen los bebés”.
Ese viernes cayó 18 de enero: el único día completo que, dos años antes, había vivido Juan, quien nació el 17 y murió el 19. Otro 18, otro enero, mismo sanatorio y ahí estaban de nuevo. Simón nació con un kilo, 300 gramos, en la semana 31; Franco de un kilo, 400 gramos, segundos después.
Del quirófano a la habitación, Eugenia se trasladó en camilla y bajo un manto de aplausos: médicos y enfermeras se distribuyeron a la largo de un pasillo para felicitarla. El jueves 28 de febrero de 2019, cuarenta días después del parto, los bebés recibieron el alta.
Antes de abandonar el sanatorio, visitaron el sector de neonatología para saludar y agradecer. Era lo último que querían hacer antes de volver a casa. Como que en el dibujo que Néstor había hecho en 1997, ya eran siete.