Aquel equipo que tropezó contra Arabia Saudita en el debut demostró que tenía potencial para reponerse de las adversidades y logró unir a un país.
El aire de ese día era espeso en la zona mixta. Los ojos rojos de rabia de Rodrigo De Paul pasaron mirando el escenario en silencio. Toda una conclusión gestual de lo que se vivía. Nadie entendía lo que había sucedido contra Arabia Saudita hacía un par de minutos en ese gigantesco Lusail Stadium que, aunque no lo sabíamos, se iba a transformar en la casa argentina en las semanas siguientes, publica Infobae.
El clima festivo que había en Doha durante los días previos al debut del Mundial ahora se había derretido. Los cuerpos de los hinchas caminaban como si arrastraran su alma. El golpe había sido fuerte y, para colmo, había que convivir con las constantes –e inesperadas por cierto– cargadas de los miles de hinchas árabes que cubrieron los 500 kilómetros que separan las capitales de ambos países para copar Qatar. Fue un mensaje del capitán el que cargó el tanque de combustible nuevamente. “Que la gente confíe”. El primer paso del mejor Messi.
Ese lema empezó a cambiar los ánimos día a día. Los 20 mil fanáticos argentinos que cruzaron la estricta frontera qatarí dejaron macerar el sabor de la derrota. 72 horas más tarde, en el primero de los siete banderazos que hubo en el dedo dorado del Souq Waqif, el sentimiento derrotista se había extinguido. El mazazo inesperado que cortó la racha invicta de 36 partidos abrió la puerta a la aparición de los tres apellidos que más ganancia le sacarían a este Mundial: Alexis Mac Allister, Enzo Fernández y Julián Álvarez.