Fernando “El Puma” Martínez cayó en depresión tras la muerte de su padre, pero se dio una nueva oportunidad y el sábado 26 de febrero se consagró campeón en fallo unánime para sorpresa de todos. Su infancia de privaciones y el futuro que asoma.
De un zarpazo, cual nuevo amague de la vida que da y quita sin avisar, el hombrecito que se hallaba sobre el ring unía a la Isla Maciel con Las Vegas.
Su ataque tenía hambre y su defensa redención. Nunca vi nada tan parecido a Pascualito Pérez, nuestro primer campeón mundial, quien reinó en los años 50 después de ganarle épicamente a Yoshio Shirai en Tokio. Desde entonces y hasta el último sobreviviente generacional, Pascualito entraba en la discusión inútil sobre quién había sido el mejor campeón mundial argentino de todos los tiempos. Muchos lo ubicaban por encima de Monzón, de Nicolino, de Galíndez…
Al tiempo que seguía la pelea por televisión me pareció ver atisbos de aquel Pascualito en Fernando Martínez. Su rival era el filipino Jerwin Ancajas, el campeón mundial de los supermoscas; y obviamente amplio favorito para los apostadores y para la “cátedra”. El tal Ancajas de 30 años, llevaba 10 defensas consecutivas de su corona y los programadores del show no tenían dudas sobre su triunfo…
En los primeros asaltos pareció que el ataque sostenido de Fernando Martínez apodado El Puma, era el tributo obligatorio de un retador designado. O sea, mostrar su esfuerzo hasta donde la energía lo permitiera y ofrecer un combate digno. ¿Quién es capaz de pelear pegado al cuerpo de su rival, tirando golpes sin pausas y renunciar al paso atrás, al bailoteo o a las cuerdas como sostén…?
Fue cuando pensé qué pena este muchachito pues ese ritmo no podrá prolongarlo más allá de 5, 6 u 8 asaltos a lo sumo. No fue así, al igual que Pascualito nunca dejó de presionar a su rival, jamás cesó en sus descargas de golpes y aunque en dos oportunidades –7° y 9° rounds– sintió los ganchos cortos del filipino a la zona abdominal, su respuesta fue como la de los grandes campeones: detenerse un instante, respirar sin dar el paso hacia atrás y continuar atacando. En eso se asemeja el Puma a Pascual Pérez, pues otros grandes campeones moscas o supermoscas como Horacio Accavallo, Gustavo Ballas, Santos Benigno Laciar o el mismo Omar Narváez supieron usar todo el ring en sus peleas. Esa estrategia de procurar distancia es necesaria cuando se cambia el aire, cuando se siente un golpe, cuando hay que pasar de defensa a ataque o cuando se ensaya un punch cuya partida intenta el nocaut de su rival.
A medida que el combate se iba consumando Martínez aceleraba el ataque, no se cansaba, parecía un robot. Lo impulsaba a superar el pasado y soñar con el futuro. Tal como él mismo lo dice: “Abrir otra puerta de la vida”. Todo él y sus sueños estaban allí, sobre el cuadrilátero. Acaso recordando el traumático desalojo del conventillo de Olavarría 1814, corazón de La Boca en el cual vivían los Martínez con sus 12 hijos. Es en esos patios de ladrillos, con techos endebles, paredes vetustas, discusiones de inquilinos con distintos acentos y unos pocos baños con filas… Sí, los ilustres conventillos de La Boca donde se cruzan en las madrugadas los que vuelven exhaustos tras una noche burbujeante con aquellos otros que arrancan llenos de esperanza para ir a trabajar.
El padre de Fernando, Don Abel, era chapista; murió hace seis años después de mucho sufrir su implacable cáncer y le dejó un mandato a su hijo boxeador: “Fernando, hijo querido, seguí peleando y no pares hasta ser campeón del mundo”. El Puma Martínez recuerda con emoción porque siempre lo apoyó para que sea boxeador y a su madre, Silvia. “Cuando no había para que todos comiesen, les hacía guiso a mis hermanos pero siempre tenía un yogur y un churrasquito con puré para mí; para que no me vaya del peso, para que pueda seguir entrenando…”.
Qué maravilla la vida: el Puma en el hotel Cosmopolitan de Las Vegas. Un lugar chic con 800 habitaciones que costó 3.000 millones de dólares. Su fachada es de cristal, la altura hasta la terraza es de 184 metros y tan pronto uno se asome a la puerta verá las fuentes danzantes del hotel Bellagio que queda justo enfrente. Allí, en uno de los lujosos salones de eventos bajo la promoción de Showtime, más el respaldo de Maidana Promotion –con el Chino en persona- y trasmitido por la ESPN para todo el mundo, llegó Fernando Martínez. El mismo boxeador que bajo la sabia conducción de Rodrigo Calabrese, logró su impecable estado físico alternando entre el gimnasio del club Renunciamiento de la Isla Maciel, el Parque Lezama –por las estribaciones- y la Reserva Ecológica en la cual una vez por semana corría hasta 14 kilómetros.
Rodrigo Calabrese, su técnico, también recurrió en consulta permanente a diferentes médicos, una nutricionista y diversos gimnasios pagos para hacer musculación o elongación. Fue quien lo acompañó a toda hora pues siempre tuvo presente lo que le pidió Don Abel, el padre de Fernando, antes de morir: “Cuidalo mucho, sacalo campeón del Mundo…”.