Hay un aparato productivo que dejó de ser productivo y ni siquiera crece. La modernización está muy atrasada por falta de inversión, y ha tenido que resignarse a estar sobreprotegido, a condición de asumirse como una máquina de nutrir a un Estado elefantiásico, sobreendeudado, caro e ineficiente.
El sector público se reparte por mitades a los 12 millones de trabajadores registrados, o sea que cumplen con el sistema previsional y de las obras sociales destinando una desmesurada proporción del sueldo, y apenas si cubre el 35% de los haberes que perciben 6 millones de jubilados.
La dirigencia que se tapa un ojo para con el otro atisbar a través de la mirilla de la cobranza cómo recaudar más con menos (y la diferencia que la ponga la inflación) concibe la desproporción por el lado de las reformas: previsional para repartir menos; laboral para aumentar la productividad (no el empleo) e impositiva para redistribuir y extender las cargas.
Entre tantas tribulaciones y crisis cambiarias y financieras, sin embargo, se fue incubando una tasa de desocupación que superior a 2 dígitos y una informalidad laboral que, entre asalariados, cuentapropistas y trabajadores familiares, abarca al 50,3% de la población activa. Se confunden entre los 14 millones de personas que deambulan sin terminar de resolver su inserción laboral, con un pie afuera del sistema, tanto en aportes como en beneficios.
El país tiene “un 40% de trabajo no registrado, evidentemente algún problema hay”, admitió el diputado Facundo Moyano, hijo del líder camionero y de una de las CGT.
Otro de los gambitos argentinos al tun-tun es el que, aún con elevados aportes que lo sostienen, al sistema previsional apenas le alcance para cubrir el 35% de las jubilaciones y pensiones, cuando el país, proporcionalmente, tiene más personas en edad productiva (o sea en condiciones de solventarlo) que la suma de niños y adultos mayores que no lo están.
Se llama bono demográfico y, según la proyección de las curvas de natalidad y muertes, podría durar 25 años, hasta que el envejecimiento de la población implique que haya crecido más la clase dependiente que la activa.
Sin embargo, la economía desperdicia la oportunidad. Actualmente se contabilizan más de 20 millones de personas que cobran de alguna forma del Estado, mientras el SIPA registra, a la vez, 12 millones de asalariados (entre públicos y privados) que son los que aportan a la caja, junto a las patronales, lo establecido por ley.
La producción por habitante creció apenas un 2% desde hace 70 años, pero además la modernidad destruyó miles y miles de puestos industriales debido a cambios y automatización en los procesos de fabricación, que las sucesivas dirigencias vieron pasar sin dar respuesta.
Así, a pesar de que el Estado absorbe la mitad del empleo total en blanco, se llegó igual a que haya más 2 millones de desocupados, con el agravante de que el diezmado aparato productivo, en general, funciona a media máquina y, en consecuencia, que entre pitos y flautas se cuenten unos 14 millones de almas laboralmente errantes y sometidas en gran parte a algún tipo de precarización.
Peor aún, si se suman asalariados, cuentapropistas y trabajadores familiares, la informalidad totaliza el 50,3% de la población activa.
Dicho de otro modo, por cada trabajador por derecha, hay medio por izquierda que, entre otros perjuicios, queda marginado del sistema de las obras sociales y el complementario de las prepagas, con lo que la atención de la salud satura la capacidad del hospital público.
La tecnología deparó un nuevo estilo de relaciones laborales que los viejos convenios tampoco terminan de encuadrar y suman excepciones que terminan convirtiéndose en reglas no escritas sujetas a interpretación.
Típico ejemplo es el de la industria petrolera donde, dentro de las mismas áreas conviven las explotaciones no convencionales, altamente informatizadas, con las clásicas de las torres desde las que se operan mecánicamente los pozos perforados.
La aldea global trajo una nueva forma de ganarse la vida por internet que permite emigrar sin cruzar la frontera ni salir del barrio, cobrar en dólares y afrontar los gastos cotidianos en pesos, no ser de acá ni de allá.
Fuentes de las entidades financieras que reciben los dólares que cobran esos freelancers por sus servicios en el exterior estiman que en esa situación revistan unos 35.000 profesionales bilingües, que no encajan en ningún encuadre jurídico local de contratación ni, por supuesto, de tributación.