La primera noche que Maximiliano Jara durmió en la calle estaba preocupado por tres cosas. La primera, asegurarse de que a Gabriela, su mamá, y a William, su hermano de 10 años, no les pasara nada. La segunda, despertarse a tiempo para llevar a William a la escuela. La tercera, llegar a tiempo a su clase de Sociedad y Estado en la sede de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires, donde estudia Medicina, publica La Nación.
“Esa noche fue la peor del mes que pasamos en la calle. Hacía frío y no dormí por el miedo que tenía de que nos hicieran algo o que mi hermano, sin razón alguna, se muriera mientras dormía. Al otro día me levanté, lo llevé a la escuela mientras mi mamá salía a pedir ayuda en la calle y me fui a cursar”, cuenta Maximiliano, que tiene 22 años y ahora vive, con su mamá y su hermano, en un hotel en el barrio porteño de Balvanera. En un rato tiene que ir a buscar a William al colegio.
En marzo pasado, de un día para otro, él y su familia pasaron de dormir en el cuarto de una pensión en Mataderos a tener que refugiarse en lugares públicos porque el hijo de la dueña de la pensión intentó abusar de Gabriela. Se fueron con muy pocas cosas y no tenían un ingreso como para alquilar enseguida un lugar donde quedarse.
Mientras Gabriela buscaba desesperadamente trabajo, durante todo ese mes que pasaron en situación de calle a unas cuadras de la pensión, Maximiliano nunca pensó que dejar la facultad era una opción. Por eso siguió yendo a la facultad. Espera, en un futuro, convertirse en médico. “Lo más difícil fue abandonar un lugar donde pasábamos la noche tranquilos. Ahora solo espero tener mi título y conseguir un trabajo para vivir en paz”, asegura.
“Empecé con el CBC recién este año”, cuenta Maximiliano y explica que por “varios problemas”, cree que va retrasarse un poco con la carrera. Lo que llama “varios problemas” fueron el hecho de dormir en la calle, con frío y calor; tener que ir a baños públicos para higienizarse; estudiar en plazas y comer en comedores comunitarios.
Maximiliano no le contó a nadie de la facultad lo que vivió. Ni en aquel momento ni ahora. “A mí me cuesta mucho socializar y no tenía muchos amigos”, explica y sigue: “Tampoco me gusta meter a los demás en mis problemas. Además, me da vergüenza contar lo que nos pasó. No es fácil expresar lo que uno siente, pero ahora que estamos mejor y que lo peor ya pasó, en algún momento me gustaría contarles a mis compañeros”.
En ese mes que pasaron a la deriva y mientras que su mamá pasaba el día buscando trabajo y pidiendo ayuda en la calle, Maximiliano se encargaba de llevar e ir a buscar a su hermano al colegio. Cuando William estaba en clases, él cursaba en la facultad. Iba y volvía en colectivo y aprovechaba el viaje para estudiar Biofísica o Biología. Y cuando le tocaba esperar que William saliera, repasaba los apuntes universitarios en un parque cercano al colegio.
Cuando él, su mamá y su hermano tuvieron que dejar la habitación que compartían en una pensión del barrio de Mataderos, no se les ocurrió que existía la posibilidad de acercarse a un parador, pedir ayuda en una iglesia o incluso tratar de localizar una fundación que los ayudara. Como Gabriela no tenía ningún trabajo estable y no quería que su hijo mayor trabajara, conseguir otra pensión en la que les cobrarían mucho más tampoco era una opción posible.
Finalmente decidieron pasar los días, las tardes y las noches en el Parque Santojanni, que estaba a unas cuadras de la pensión de la que escaparon. “Yo le dije a mi mamá que no importaba a dónde pero teníamos que irnos de ahí porque era muy peligroso”, recuerda. Lo único que tenían para dormir eran unas cuantas frazadas y unos aislantes que Gabriela había rescatado cuando vio que estaban a punto de desecharlos en el Hospital Santojanni.
“Sabíamos que no podíamos seguir en la calle pero no sabíamos a dónde ir y un chico de una parroquia se nos acercó y nos sugirió que llamáramos al 108 del Gobierno porteño”, cuenta Gabriela. La línea brinda asistencia social inmediata a las personas que se encuentren en situación de calle.
Con un teléfono que les prestó un guardia de seguridad del hospital, llamaron y consiguieron quedarse en un Centro de Inclusión Social (CIS), los espacios que tiene el Gobierno de la Ciudad para asistir a las personas en situación de calle. Ahí estuvieron ocho meses. “La primera semana en el parador estábamos exhaustos y ni siquiera queríamos comer, lo único que hacíamos era dormir todo el día”, explica.
La historia de Maximiliano y la de su familia no es un hecho aislado: este año, la cantidad de personas en situación de calle aumentó un 34% en la ciudad de Buenos Aires en relación a 2022: de 2611 personas que estaban en esa situación se pasó a 3511, según datos oficiales del Gobierno porteño. Y ocurre en un contexto en donde la pobreza ya afecta al 40% de las personas del país y la indigencia al 10% de la población.
Gabriela, que tiene 43 años, vino hace 16 a vivir a Buenos Aires desde Misiones en busca de oportunidades laborales: trabajó en un comedor comunitario, vendió ropa, helados y durante ocho años fue empleada doméstica. Pero nunca logró tener un trabajo formal con el que pudiera lograr estabilidad económica.
Al octavo mes, en el CIS, recibieron una oportunidad: Cultura de Trabajo, una fundación que busca la salida de la pobreza de las personas a través de la inclusión laboral, los ayudó y hoy Gabriela trabaja en un restaurante. A los días de empezar a trabajar, consiguió quedarse en la habitación de el hotel en el que viven en el barrio porteño de Balvanera. Logra pagarlo gracias a su nuevo empleo y la Asistencia Habitacional que recibe de parte del Gobierno de la Ciudad.
Fue en segundo año de la secundaria cuando Maxi decidió que quería ser médico. “Me gustaba la idea de ayudar a las personas. Cuando alguien sufre, un doctor puede ayudarlo. Yo quiero hacer eso”, explica. “Además lo pienso desde la salida laboral y me parece un sueño tener un trabajo en blanco asegurado”, añade. En esas noches en la plaza, cuidando el carrito que tenían para guardar las pocas pertenencias que lograron rescatar de la pensión de la que escaparon (unas frazadas, útiles, un par de platos y algunos bolsos con ropa) pensaba más que nunca en este sueño.
Mucha gente le pregunta a Gabriela por qué no hizo que su hijo trabajara y ella siempre responde lo mismo: “La pasamos mal y hacerlo trabajar quizá hubiese ayudado, pero él quiere estudiar y yo quiero que lo haga, así no vive lo mismo que viví yo”. Actualmente, además de trabajar, Gabriela está terminando el segundo año de secundaria. “Es algo que hago por mí, pero sobre todo lo hago por ellos, para que estudien y no sean marginados de la sociedad como lo fui yo”.
Ahora, en el hotel y con un ingreso fijo, Maximiliano se siente mucho más tranquilo. “Llego a casa y tengo una cama”, asegura contento, mientras recuerda que en breve debería recibir las notas de un examen de Biofísica que rindió esta semana. “Por suerte ahora es más fácil estudiar y espero en unos años poder recibirme y empezar a trabajar”.