Gustavo Manuel Gallardo tiene 39 años y desde 2017 vive en Caleta Olivia. Cuando comenzó la pandemia, perdió el trabajo y las changas le alcanzaban para pagar el alquiler y enviarles dinero a sus 5 hijos. Desesperado, decidió volver caminando a su ciudad natal. Hizo dedo en la ruta, llegó a Comodoro donde le regalaron comida, hospedaje y plata, hasta que apareció Laura.
Se despertó y, sin desayunar, sacó del armario todo lo que tenía. Sus pertenencias entraron cómodas en un bolso negro de mano. Se puso la campera roja –la única–, un jean, zapatillas con cordones desajustados, la gorra gris por el desgaste, el barbijo azul, guardó el papel que había impreso en el locutorio, colgó el bolso en su hombro, cerró la puerta y se fue. El miércoles 14 de octubre a las ocho de la mañana salió de su casa con destino a la de sus padres. Viajó todo el día. A las nueve de la noche, trece horas después, llegó a Rada Tilly, un pueblo de nueve mil habitantes al sur de Chubut. Le quedaban aún 2.654 kilómetros y 535 horas de viaje sin interrupciones para culminar la travesía, publica Infobae.
Gustavo Manuel Gallardo no desayunó ese día ni los dos días previos. El lunes había empezado a madurar la idea de partir. Había dejado de pagar el alquiler en agosto. Había perdido su trabajo en marzo y la plata de las changas apenas le alcanzaba para saldar sus deudas. No podía comprar comida, menos girarles dinero a sus cinco hijos. Después de dos días sin comer ni trabajar, decidió armar el bolso: ropa, utensilios y ese permiso de circulación que había conseguido en un locutorio gracias al asesoramiento de los empleados.
Se fue de Caleta Olivia, en Santa Cruz, rumbo norte por la banquina de la Ruta Nacional número 3. Había ido a vivir al sur hacía más de tres años. “Tenía conocidos que estaban ahí, había mucho trabajo y pagaban mejor”, contó. Estaba a gusto: tenía un digno pasar, el trabajo era estable y gratificante, podía enviarle plata a su familia, hablaba por teléfono con sus hijos. Pero en marzo, un virus fatal y silencioso ingresó al país disimulado en resfríos de casos importados de Europa. El viernes 20 el presidente Alberto Fernández dictó el aislamiento social preventivo y obligatorio en todo el territorio argentino. Y el coronavirus obligó un esquema de restricciones e inspiró temores en la población.
“Siempre hice todo tipo de pintura, revestimientos y trabajos de albañilería”, describió Gustavo. La demanda de su oficio, fuera del calificativo esencial, cayó a cero. El confinamiento y el miedo al contagio de los primeros meses lo excluyeron. Resistió, sobrevivió, apeló a su versatilidad, se volvió un changarín: uno más.
“Con la pandemia empezaron a aflojar los trabajos: los dueños de las casas no querían que entrara nadie, los corralones cerraron, no había materiales, no había nada. No tenía cómo sostenerme, en Caleta ya no tenía nada para vivir”, razonó. Notó que sus changas y su esfuerzo no alcanzaban para solventar sus gastos fijos. Pero en la capital salteña, donde había vivido hasta los 35 años, sus ingresos podían sobrevivir al alquiler, los alimentos y los servicios.
Así, sin más que lo puesto, se fue caminando desde Caleta Olivia a Salta. No tenía miedo porque no tenía nada que perder. No tenía plata ni energías. Estaba dispuesto a arriesgar su integridad física y ser detenido si las autoridades así lo dispusieran. Su salvoconducto era un permiso de circulación de alcance nacional que se arrugaba en su bolsillo. Rezó y rogó la piedad de Dios. Pensó que la gente lo iba a ayudar. Pero ese miércoles en la ruta nadie lo levantó: “Veía que nadie me alzaba, nadie, nadie, nadie”.
Durante el camino se cruzó con oficiales de la Comisaría Cuarta de la ciudad santacruceña, con un patrullero y con personal de Seguridad Vial de la provincia. “Me preguntaron por qué estaba caminando, por qué y a dónde iba. Les dije que no tenía nada, no tenía trabajo y no podía aguantar más así. Me respondieron que siguiera caminando porque creían que era difícil que alguien me fuera a levantar”. Hizo dedo sin suerte. Superó controles fronterizos. Antes de llegar al conglomerado urbano más cercano se encontró con un gendarme que le regaló una milanesa –su primer alimento en casi tres días– y con un periodista del medio El Caletense que le regaló 600 pesos y le hizo una nota. Lo bautizó “el caminante salteño”.
En Rada Tilly paró a descansar. Con esa plata compró pan y fiambre. Comió sandwiches a la vera del camino. El dolor en las plantas de los pies le había alterado el paso. Estaba rengo, exhausto y desamparado. “Había hecho dedo todo el día y nadie había parado. Menos lo iban a hacer de noche, pensé. Ya estaba resignado”. Eran las diez de la noche cuando volvió a caminar la ruta. Un joven en auto divisó su marcha cansina e irregular, frenó y le preguntó.
—¿Hermano, hasta dónde vas?
—Voy a dedo hasta Salta.
—¡¿Cómo hasta Salta?! ¿Desde cuándo estás caminando?
—Hace unas horas.
—¿Y no tenés plata, nada?
-No, nada.
—Vení, subí. ¿Cómo vas a andar sin plata?
Lo llevó hasta Comodoro Rivadavia. Le prometió que iba a conseguirle una changuita a través de un amigo. Lo hospedó en su casa, le dio de cenar, lo invitó a darse un baño. Esa noche, Gustavo durmió en la casa del hombre que lo había levantado en la ruta. Cuando el jueves se despertó, no podía caminar del dolor. A la mañana desayunó y, como pudo, fue hasta el municipio para intentar contactarse con autoridades de Salta. No pudo comunicarse. Su sobrina, desde el norte del país, pidió ayuda por las redes sociales. La publicación, que tenía el número de teléfono del caminante, se viralizó, respaldada por la nota del periodista que lo había asistido.
La historia de un desempleado varado en Caleta Olivia dispuesto a llegar caminando a Salta tocó la fibra solidaria de Laura, una habitante de Río Negro. El viernes a la madrugada le respondió el posteo a la sobrina, que le facilitó el contacto de Gustavo. Tres horas después le envió un mensaje de presentación. Su teléfono no anda muy bien: se prende y se apaga a su antojo. Esa mañana de viernes decidió dejarlo cargando pero apagado. Cuando lo prendió tenía el mensaje de una persona desconocida que se ofrecía a financiar su excursión.
Ella le preguntó cuáles eran las opciones que tenía para regresar que no fueran a pie. Le consultó por los micros de larga distancia. Gustavo casualmente había pasado por la terminal de ómnibus para preguntar por la habilitación del servicio. Le explicaron que estaban vendiendo pasajes recién para el 2 de diciembre. Descartaron esa posibilidad: quedaba abierta la alternativa de un viaje privado. Acordaron contactarse con un remisero de confianza que acepte esa empresa. A las horas, Laura volvió a llamarlo para avisarle que había encontrado y pagado un remís y un hisopado que lo dejen en su casa en Salta capital. El costo de 70 mil pesos iba a ser compartido con otro pasajero.
Estuvo tres días en Comodoro Rivadavia porque tenía que esperar que llegara el remís desde Córdoba. En esa estadía, su historia y su travesía se habían desperdigado por la ciudad. Le acercaban comida, almuerzo y cena, plata, billetes de 500 pesos y 1.000 pesos: mucho más de lo que podía agradecer. El domingo a las once de la noche partió finalmente hacia la capital cordobesa. Se detuvieron a comer y descansar solo dos horas. A las 20:30 del lunes llegó a Córdoba. La mañana del día siguiente tenía turno en un laboratorio para realizarse un hisopado. La ayuda no había acabado: “No tenía dónde quedarme hasta que Ariel, el chofer, me dijo ‘despreocupate, vos te quedás conmigo’”.
El martes a las 10:20 se hizo el análisis. “Molesta mucho, me hizo doler, pero era necesario. Tenía que hacérmelo sí o sí”, dijo. Desayunó en la casa de Ariel y almorzó en la casa de la mamá de Ariel. Esperó el resultado del hisopado paseándose por la capital de Córdoba. Cuando tenga el negativo confirmado, podrá emprender viaje final hacia Salta. Lo separan 800 kilómetros y trece horas en auto. Lo primero que va a hacer es ir a la casa de sus padres y luego visitar a sus cinco hijos, que viven con su ex esposa. Después buscará trabajo, una changa o lo que sea.
Le quedará una amiga por visitar en Río Negro. Gustavo le prometió a Laura que no develaría su identidad. Ella le dijo que prefería mantenerse en el anonimato. Se mantuvieron en contacto durante toda la travesía. “Ella no quiere que nadie sepa quién es –reveló él–, pero me dijo que está muy contenta y feliz por ayudarme. Y yo estoy sumamente agradecida con ella y con todos los que me ayudaron. Empecé caminando solo y terminé con mucha gente a mi alrededor”.