Talento sin igual, las vivió todas. Y en esta nota se anima a contar todo, incluso con lágrimas en los ojos. El sacrificio y sufrimiento durante la última dictadura militar en Bahía Blanca y los aprendizajes y anécdotas en España, Italia, Puerto Rico, la NBA y la Selección. ¿El balance de su carrera? “Podrán decir cualquier cosa de mí, menos que no viví. Ese fue mi objetivo en la vida, no ganar títulos”.
Impacta cuando, de repente, Hernán Montenegro no puede terminar el relato. La voz se le entrecorta y no puede evitar el llanto. El Loco recuerda y sufre. Pero, a la vez, se descarga, con lágrimas en sus ojos.
Hernán las vivió todas, las buenas y las malas, pero a los 54 años está en un momento especial, de introspección y, a la vez, de sacar, de exteriorizar aquello que lo marcó, que le hizo tan mal y que de alguna manera, sin poner excusas, lo empujó hacia un camino oscuro, que dos veces, como también admitirá, casi termina con su vida. “Muchas de esas cosas nunca las conté, pero necesito hacerlo. Busco sanar y este es otro intento”, admite en charla -de dos horas- con Infobae, mientras intenta seguir con su alocución.
Lo suyo, de arranque, es un unipersonal que casi no necesita preguntas. El Loco se desahoga, algo lo empuja a contar todo, a explicar por qué conoció el cielo y el infierno, por qué pasó de estar a un paso de la NBA a querer suicidarse. Ala pivote de 2m08, primer argentino en ser elegido en el draft de la NBA (N° 57, de tercera ronda, en 1988, por Philadelphia 76ers), el bahiense nació con un talento pocas veces visto en el país, con un combo seductor que incluía riqueza técnica, versatilidad física, virtuosismo, creatividad y viveza.
Además, por si fuera poco, el carisma y la personalidad para convertirse en un showman que, por años, deleitó a propios y extraños. Hernán, por sí solo, vendía entradas… Como muy pocos. Pero su gran tema, asegura, fue haber sido un talento precoz, con una infancia marcada por la dictadura militar, un calvario que hoy decide contar con detalle, no para justificar el camino que tomó, apenas con la idea de contar su historia, completa y sin intermediarios. Bienvenido al mundo Montenegro, un mundo distinto a todos…
De chico te gustaba más el futbol que el básquet, pero te descubrieron, debutaste en la Primera de Bahía a los 13 años y llegaste a España con 16. ¿Qué locura, no? ¿Cómo evaluás aquella etapa de tanta precocidad?
Hernán escucha “precocidad” y no necesita más que esa palabra para comenzar con su catarsis, que va más allá de la pregunta. Decide profundizar e ir hacia el lado más doloroso de su vida.
“Precocidad, qué palabra en mi vida, ¿no? Me marcó. Como siempre, mi inicio fue veloz. Por suerte o por desgracia, no sé. Yo nací alto, con un don especial y, cuando quise acordarme, estaba debutando en un club chico (Alem), dentro de un contexto especial, en Bahía, la Capital del Básquet, en un torneo que quedó en la historia por la llegada de extranjeros de altísimo nivel… Ese día cambió mi vida, fue mi lanzamiento al planeta. Y luego todo fue muy rápido. A los 14 firmaba mi primer contrato profesional en Olimpo y me citaban a la Selección juvenil con una diferencia de casi cuatro años. Una locura”, sostiene un relato que sale desde las entrañas y avanza con la velocidad de aquellos años.
-¿Y no sentís que disfrutaste esos inicios?
-No, nada. Todo me superó, fueron cosas que no pude manejar. Porque yo, encima, tomé al básquet como una salida, un medio para escaparme de una realidad que me aplastaba, de una situación personal muy difícil…
-¿Querés contar a qué te referís?
-Nunca di detalles, pero tal vez sea hora. Con mi familia, yo vivía en la sede de la CGT de Bahía y una noche vi cómo los militares nos sacaron a la calle; cómo se llevaron mi vida, mis camas, mis juguetes, todo…
-¿Qué edad tenías?
-9 años. Y eso me marcó para toda la vida. Yo, de chico, tenía una mirada distinta a la de hoy, con una clara tendencia a la ayuda. Yo había sido boy scout y monaguillo. Y eso fue un derrumbe, se me cayó todo…
-Sentiste como una traición del mundo adulto.
-Sí, como un desengaño. Ahí cambié. Y decidí contar mi historia y la mejor forma que encontré fue a través del básquet.
-Así pasaste de monaguillo a contestatario.
-Claro, yo en la cancha disfrutaba, pero afuera no. Nunca me gustó todo lo que rodea al deporte, por eso fui un freaky, un reaccionario, porque los sufrimientos los llevaba adentro. Y porque me juré que nadie más me iba a coartar la libertad, ya no más (se emociona). Siempre quise ser libre, antes y ahora, a los 54 años. Y juré que nadie más me iba a cagar la vida. Porque aquellas marcas no las superás nunca, lo que te pasa de niño te marca para siempre. Porque uno nunca abandona al niño. Y todo aquello fue muy duro, tuvo efectos tremendos en mi vida.
La congoja lo abruma, se detiene por un par de segundos y llora. Aprovecha la pregunta del otro lado para recomponerse, prender un nuevo cigarrillo y seguir.
-¿Y qué otras marcas, además de la noche que los echaron de la casa?
-Mirá, algunos han hablado que fui un talentoso que se rascó las pelotas y yo me rompí el culo por años. Nosotros nos mudamos a la otra punta de Bahía, al barrio Rucci, y yo tomaba dos colectivos para ir a entrenar a Alem. Yo acompañaba a mi hermana, iba a la escuela y, a la salida, con el guardapolvo, mi bolsito y el sándwich de queso que me hacía mi vieja, porque no teníamos para jamón, me iba caminando hasta el club. Entrenaba de las 17 hasta bien tarde, con todas las categorías, y llegaba a casa después de la medianoche. Y en esos viajes un par de veces me manotearon los milicos. Imaginate, yo medía dos metros, ¿dónde me iba a esconder? Les resultaba raro un pibe de 13 años, alto, a las 12 de la noche. Me encaraban como si fuera montonero. Y hasta me retuvieron. No fue nada lindo y me recordó aquella noche que nos desalojaron. Fueron épocas duras, que me marcaron mucho. Historias que tapé, que nunca conté, que me hicieron mierda. Porque si a los 13 años vivís así, el camino es muy oscuro para adelante. Pero ojo, no es que no tuviera una buena familia. Al contrario, me marcaron estas situaciones porque está claro que yo era distinto y me afectaban.
-¿Por eso te fuiste tan rápido a España?
-Sí, claro, yo me quería ir a la mierda, salir de ese mundo, de ese dolor. A mí el básquet me salvó la vida. Yo, como adolescente, tenía dos opciones: le metía bala a uno o jugaba al básquet. No había vuelta. Y eso me hizo crecer con resentimiento. Pero, ojo, yo no era así, me hice así. Porque uno no nace jodido, las situaciones te van haciendo jodido. Porque el dolor te flagela, no te abandona. Lo único bueno de todo esto es que nadie puede decir que yo le hice mal.
-Además, vos fuiste consecuente: nunca te quedaste donde estuviste incómodo o mal.
-Exacto. Yo siempre me fui de los lugares donde incomodé o no me gustaron. Seguramente hubo mucha gente que se preguntó ‘qué le pasa a este flaco’, que no me entendió por qué hice cada cosa.
-Pero hubo gente que te entendió. O que, al menos, no te juzgó.
-Ojalá que me hayan interpretado, con el tiempo. Pero entender, que es distinto a comprender. Yo tengo claro una cosa: yo nací con un don, como todos los tenemos. Yo lo descubrí e hice un uso. Y lo utilicé para mi objetivo: viajar, conocer el mundo, vivir la vida en definitiva.
-En esa frase está una clave para entender tu carrera: el objetivo no estuvo puesto en ganar títulos y premios.
-Por supuesto. Yo entiendo y acepto los que buscaron medallas y campeonatos. Pero a mí nunca me interesó. Ese no fue mi objetivo de vida. Mi campeonato del mundo fue la vida. Sé que no lo gano ni lo ganaré, pero puedo sentarme a hablar con experiencia, sobre todo del lado de perdedor, porque yo perdí mucho más de lo que gané.
-Pero a veces los fracasos enseñan más que los éxitos, ¿o no?
-Primero habría que ver qué es el éxito, ¿no? Para mí es el intento. Yo hay dos palabras que detesto, una es felicidad. Que no existe. Hay que dejar de mentirle a la gente. Hay que buscar el bienestar, no la felicidad. Porque eso es una zanahoria externa que muchas veces te la come un conejo. El tema está en el interior de cada uno. Para mí la gente más exitosa es la que más ha fracasado. Y contar los fracasos es lo más lindo de la vida. Esos que embocaron una y te dicen como debés vivir son unos vende humo. Yo siempre digo ‘contame las perdidas, no siempre las ganadas’. Para mí, la medalla de la vida son los fracasos.
La charla es distinta a otras. Un tanto caótica y anárquica, como su vida. Pero, claro, hablamos con el Loco Montenegro y nada es líneal.
-Nos fuimos por las ramas, pero contame cómo fue aquella etapa tan difícil y controversial en tu vida, como la de España. Llegaste con 16 años, como una joya, no pudiste jugar, tuviste mucho tiempo libre y empezaste a encontrar cobijo en las drogas.
-Imaginate que yo estaba en el Cenard, concentrado con la Selección juvenil, y me dice el de seguridad que tenía teléfono. Nadie me llamaba a mí. Atiendo y era León (Najnudel), que me decía que estaba en Zaragoza y me quería llevar. Y, de repente, meses después estaba solo en Chamartín (NdeR: la estación de trenes de Madrid), con mi bolsito. Yo no podía gobernar mi vida pero estaba ahí, a una velocidad que no podía detener. Llegué como pude, León me dejó en un hotel por varios días, solo, yo no podía jugar por reglamento y de repente entendí que eso no era el paraíso, porque aquel mundo no es el de hoy con internet y mil formas de comunicarse. Era 1983. Ignorado y aburrido, me empecé a juntar con gente de la música y me fui a la mierda. Yo nunca había tomado una cerveza ni probado drogas, y de repente estaba tomando rayas de cocaína. Estaba vacío, indefenso y me agarró por ese lado: beber y consumir. Hablamos de la época post Franco en España y era todo un reviente… Mucha noche. Pero, bueno, tuve suerte de probar la heroína y que mi cuerpo la rechazara porque ahora no estaría hablando con vos.
-¿Tuviste un momento de quiebre?
-Sí, claro, una noche que me inyecté heroína y por suerte estaba en la pieza con un puertorriqueño que me ayudó y llamó a la ambulancia. Gracias a Dios mi cuerpo no la soportó y no volví a consumir, porque tengo varios amigos europeos heroinómanos que murieron.
-Volvés al país pero aquella precocidad no se detuvo: llegaste a la Selección de Mayores con 19 años, fuiste subcampeón de la Liga con 20 y elegido en el draft de la NBA con 21. Una montaña rusa de emociones que no se detuvo nunca.
-Algo imposible de parar. Pero ojo que yo no me excuso, ni soy víctima de nadie. Yo viví mi vida, algunas cosas que me pasaron porque la busqué y otras no. Y hoy lidio con las consecuencias.
-Poco se ha hablado de tu gran paso por la Universidad de Lousiana State, que luego sería famosa por ser la casa de Shaq…
-Sí, qué grande Shaq. Si me hubiese quedado seis meses más en LSU (NdeR: en realidad debían haber sido dos años: ya que O’Neal arribó a LSU en 1990), hubiese salido campeón universitario con él, no tengas dudas. Incluso llegué a cenar con él. Una noche recuerdo que me llama el coach Dale Brown y me dice ‘vamos a comer TJ Ribs’, el restaurante de Baton Rouge que entre paréntesis me pagaba “bajo la mesa”, que te voy a presentar a mi futuro reclutamiento… Llegó y me encuentro a esa mole. Imaginate el equipo que hubiésemos armado, porque llegaban Shaq y Chris Jackson. ¿Te acordás el base que después se cambió el nombre a Mahmoud Abdul-Rauf, que la NBA lo suspendió por no cantar el himno?
-Sí, claro, tremendo tirador y anotador. En el LSU promedió como 30 puntos y luego jugó una década en la NBA.
-Qué equipito hubiésemos formado, ¿no? Pero, cuando yo llevaba meses en LSU y aún no había debutado, se lesionó Sam Bowie en Portland y el agente de Dale Brown, el famoso Edward Arrendell, agente que venía de la música y tenía a estrellas como Wynton Marsalis y Sting, me hizo una oferta temporal por 250.000 dólares para reemplazarlo. El coach me dijo que decidiera yo y resolví irme porque ya tenía una hija y necesitaba el dinero. Fue justo cuando me fracturé un brazo y no pude ir.
-¿Y la época en Puerto Rico?
– Elegí la isla porque estaba cerca de USA y tenía que ir a los campamentos de novatos y veteranos de los 76ers. Allí conocí a Phil Jackson, que dirigía en Puerto Rico y, más importante, a Julio Toro, el gran coach boricua. Esa fue una de las experiencias más increíble de mi vida. Julio, un veterano de guerra, es una mente brillante, un tipo adelantado, que nos hacía meditar y practicar yoga en esa época. Tengo una linda anécdota con él. Una noche logré un triple doble en un partido, pero con puntos, asistencias y tapas. Hice todo. Y al otro día no me salía nada y me agarra en un minuto. “Te voy a confilmar que tú estás loco, que siempre vas de lo sublime a la ridículo”, me dice. Tenía toda la razón, así era mi vida…
-¿Y qué fue la NBA en tu vida: un desengaño o un sueño cumplido aunque no hayas jugado oficialmente?
-Un desengaño, claramente. Yo hipotequé mi vida para llegar a la NBA y cuando estuve ahí me di cuenta de que no era el paraíso que imaginaba. Porque ojo, la NBA de los 80 no es la de ahora. Era un circo caótico, lleno de veteranos, falopa por todos lados, como el mismo Jordan admitió en su serie. Esa era la NBA que yo conocí, no la de Manu en adelante que se disfruta hoy. En esta NBA me quedo a vivir. Pero no era la del 88. Yo me compré la película de Disney y muchas veces Disney es peligroso. Y yo te hablo porque no lo viví, porque si algo no soy es farsante o mentiroso.
-Alguna vez contaste la noche que te fuiste del estadio, desilusionado, diciendo “para qué mierda perdí tantos años”. ¿Fue tan así?
-Fue el día que jugué los únicos minutos en un amistoso, ante Maccabi Tel Aviv en el Spectrum. Yo no iba a jugar, porque no habíamos arreglado el contrato, pero Arrendell, mi agente, me dice que debía jugar un partido para legalmente quedar libre de ataduras con Philadelphia. Me pone el técnico y el base y figura, Maurice Cheeks, no me pasó una pelota: me veía pasar y la pasaba para el otro lado. Lo mandé a la mierda en un minuto y no jugué más. Era lógico: ellos se cuidaban entre ellos y yo era un argentino que no iba a jugar. Ahí no me dieron más ganas de estar ahí y sucedió ese momento que relaté alguna vez: el irme caminando por el estacionamiento, casi llorando, sintiendo esa desilusión de haber llegado y no encontrar lo que esperaba.
-Te vuelvo al no arreglo con los 76ers porque mucho se habló y nunca quedó muy claro. ¿Es verdad que te ofertaron 160.000 dólares por año y ustedes pidieron 600.000?
-No, ellos me ofertaron 900.000 por tres años. Pero había que descontarle los impuestos y Arrendell me dijo que no. Pero no fue lo único. Ese equipo de Philadelphia era un caos y yo sabía que no iba a jugar. Me fui a Grecia por 400.000 dólares, al Panathinaikos y cuando llegué, suspendieron al dueño y se vino a pique. No fue la única chance que tuve de la NBA. A los dos años vino Dallas, con contrato, pero decidí quedarme en Argentina.
-La anécdota más famosa es aquella con Barkley, en la habitación, cuando él se envolvía en papel celofan o salía a correr temprano para quemar grasa antes que lo pesaran, pero ¿tenés alguna otra?
-Hay una que para mí es mejor. Estábamos en el campus de veteranos y llegó Harold Katz, el dueño, para ver el entrenamiento. Y el Gordo estaba que volaba: agarraba rebotes, iba y venía, enojado, puteaba. Nadie sabía por qué. En un momento se paró en la mitad de la cancha, lo miró a Katz. “Esta plata que me pagás es poco para jugar con estos perros”, le gritó. Era verdad. Barkley era el mejor y no ganaba lo suficiente. Incluso había un pivote blanco que, no recuerdo por qué, ganaba más que él y Charles lo mataba a goles y le decía “vos no podés ganar más plata que yo, perro”. Todo muy lindo (se ríe).
-En ese campus, en Princeton, fue cuando jugaste contra Jordan.
-Sí, fue un torneíto que jugamos contra los Nets, los Knicks y los Bulls. Ahí confirmé lo que era, sobre todo mentalmente. En esos partidos de arranque de pretemporada muchos jugadores los juegan a media máquina y los consagrados, casi boludeando. Jordan, todo lo contrario, no te miraba la patente, no le importaba si enfrente estaba Montenegro o Reggie Miller. Jugó con una intensidad terrible. Estaba en su mundo y usaba cada minuto en cancha, sin subestimar a nadie. Al revés, si podía, te asesinaba. Me fui con esa imagen, de su poder de concentración, de su mirada asesina. Cada vez que se ponía los cortos, jugaba a morir.
-Después vino quizá tu etapa top, en Italia, en el Anabella Pavia, jugando como extranjero en una época donde era casi imposible llegar a la mejor liga FIBA como importado. Promediaste 20 puntos y 10 rebotes entre 1989 y 1990. ¿Ahí se vio al mejor Montenegro?
-Sin dudas fue mi mejor etapa y mi mejor nivel. Justo en la mejor época de la Lega. Por la plata que había, por el nivel de los extranjeros. Para que la gente sepa: un jugador N° 11 de la NBA iba a Italia y ganaba un palo. Y yo no sólo estuve, sino que además pude jugar muy bien, como extranjero, con la presión que tenía ocupar una de esas plazas.
-En esos años enfrentaste a Jellybean Bryant, el padre de Kobe, y cuentan que con el pibe jugaste algunos picaditos de fútbol…
-(se ríe). Joe era un jugadorazo, no sé si el hijo fue mejor… Y en Italia estaba de moda jugar amistosos los miércoles contra equipos cercanos. Y con los que estuvo él, Reggio Emilia y Pistoia, nos tocaban seguido… Y cuando viajábamos, Kobe siempre estaba en la cancha. Pero no jugando al básquet. Sí tenía su arito de plástico, pero le gustaba más el fútbol y andaba con la N° 5. Un día patea hacia mi lado, yo se la devuelvo bien y se sorprendió. “Un basquetbolista que juega al fútbol”, habrá dicho. Se dio cuenta que yo sabía jugar. Enseguida me dijo el clásico “argentino, Maradona” y cada vez que me veía me tiraba la pelota. Jugábamos siempre y todos se reían. Yo, encima, lo cargaba al padre. “¿A qué se va a dedicar el nene, Joe?”, le tiraba para que se enloqueciera. Luego, cada vez que lo veía, le preguntaba si se había decidido, si había mejorado, porque en esos años, creo que tendría 11, no era muy bueno…
-En la Selección tuviste varios torneos buenos, como el Mundial 86 o el Preolímpico 92, pero te perdiste muchos. ¿Qué significa en tu vida?
-Todo. Fue muy importante. Mucho de lo que logré tuvo que ver la Selección, jugar, trascender. Lo mejor mío se vio en el Preolímpico 92 en el que jugamos contra el Dream Team original. Y en cuanto a jugar, juegué lo que tuve que jugar. Muchas veces no estuve o me bajé por no sentirme cómodo o pelear por mejores condiciones de preparación, que en aquella época rara vez tuvimos. Y no me arrepiento de lo que hice.
-Cuando te retiraste volviste mil veces, en distintos clubes, ciudades y categorías, y hasta intentaste con el handball, en River. ¿Por qué?
-Todos esos regresos tuvieron que ver con una necesidad. Cuando te hacés adicto a la adrenalina de jugar, no podés parar. Por caso volví hasta para jugar al handball, para hacer algo distinto, porque yo siempre tuve un problema: me aburrí de todo y muy rápido. Porque mi vida fue muy frenética y nunca me pude bajar. Por eso hoy vivo arriba de una camioneta y no sé qué haré mañana. Tiene que ver con que decidí vivir.
-Pero un par de veces casi decidís morir… ¿Es verdad que pensaste dos veces en suicidarte?
-Sí, tuvieron que ver con mis depresiones. La primera vez fue hace como 25 años, todavía jugaba… Me la puse toda de merca, pero Dios me ayudó y mi cuerpo aguantó. Y la otra vez no salió la bala. Estaba retirado, ya no soportaba la vida. No era la salida, lo sé, pero lo sentí así. Hoy sé que cuesta pero se puede seguir. Entendí un poco mejor la vida.
-Y hoy, ¿cómo la llevas?
-Es una lucha interna, de todos los días. Es muy fuerte. El suicidio fue una mala idea, que tuvo que ver con no poder soportar las cargas de niño que conté, que a veces hacen que un adulto explote. Por suerte entendí que no es el camino y hoy está muy lejos de mí. Los depresivos somos personas así, nos cuesta vivir, aunque estemos bien acompañados y, como en mi caso, hayan vivido 100 vidas en una.
-¿Por qué?
-Es como dijo Maradona alguna vez: cuando fuiste a la Luna y volviste, se hace difícil. Te hacés adicto a la Luna y no siempre se puede volver. Vivir acá abajo, todos los días, me cuesta.
-Y qué te dice la gente en la calle, ¿por qué te reconocen más?
-Honestamente, que soy auténtico y no miento.
-Y que contás las perdidas…
-Claro. Vivir diciendo ‘yo hice esto y el otro, salí campeón acá y allá, gané este y otro premio’ no educa. Yo no soy Claudio María Domínguez, no te digo lo que no tenés que hacer… Yo doy charlas para contar lo que hice mal y lo que sé que no sirve. Lo peor que hay en la vida es un boludo motivado porque, en realidad, hay que dejar de motivar a la gente. En realidad, ayudar a que la gente encuentre un motivo, que no es lo mismo. Hay que sentir y pensar, unificarlos. Permitirse los errores, cuidar la esencia, respetarse… Que no te cambien y que te dejen vivir.
-¿Y te jode que algunos digan “Montenegro desperdició su talento”?
-Ni siquiera lo tomo como un comentario de una mente chiquita. Si alguien dice que algo se desperdicia es porque no entiende de lo que va la vida. El que lo dice, mejor que intente que su talento surja. Y, en cuanto a mí, podrán decir mil cosas, pero nunca que no viví. De este puto mundo me voy a ir viviendo. Ni vos ni yo sabemos cuándo nos vamos a morir, entonces sólo tenemos que vivir. Lo que opinen los demás debe importar muy poco. Yo, por suerte, la mirada externa la abandoné hace rato. Bastante me cagó la cabecita por años, ese debe ser… Yo, por lo pronto, no me meto en la vida de nadie y respeto al otro. Somos todos iguales y la vida me enseño eso. El respeto por la forma de vivir, de pensar, de sentir. ¿Quién es quién para decir cómo se debe vivir? Si no te gusta como vivo, no me juzgues, seguí tu camino. Dejame a mí vivir como quiero.
Lo firma: Hernán Abel Montenegro. ¿Qué otro?