Había una vez un país donde no estaba del todo bien visto estudiar en una escuela privada. Medio siglo atrás, sin ir más lejos, el prejuicio promedio decía que los chicos que iban al colegio con uniforme y no con delantal blanco eran tal vez más vagos, o más duros de entendederas. Que, en fin, pasar de grado o de año en la privada resultaba más fácil. Después de todo, ¿no pagaban los padres una cuota para eso?
En aquel lejano paisaje, la calidad de la escuela pública funcionaba como una enorme igualadora de oportunidades. Para todos y todas. Altri tempi.
Sin embargo, la decadencia sin fin que vive la Argentina hace décadas terminó por invertir la idea. Entre gremios espantosos y gobiernos terroríficos lo lograron: poco a poco, la educación pública perdió su prestigio. Preferible pagar, y que al menos los pibes tuvieran clase siempre. Y de paso, que aprendan inglés.
Lo expresó de manera medio bestial Mauricio Macri cuando era presidente, en 2017: dijo que había una terrible inequidad entre “los que pueden ir a escuela privada y aquel que tiene que caer en la escuela pública”. Pudo sonar muy fea, de hecho lo criticaron duro, pero la frase reflejó la manera de pensar real de buena parte de la población de todas las clases sociales.
Casi la mitad de los chicos porteños llegó a ir a colegios privados, un porcentaje disparatado si se compara con otros países. En Estados Unidos, el 88% va a escuelas públicas. En Suecia, el 85%. En Finlandia, el 98%.
Sin embargo, de acuerdo con el último informe sobre la situación de la infancia del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA), la situación se está revirtiendo. Los alumnos en primarias y secundarias de gestión estatal en todo el país pasaron a ser, en sólo tres años, del 76,3% al 83,5%.
Como cualquiera puede deducir, lamentablemente el cambio no se produjo por las virtudes de la gestión educativa del gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, que con los desaciertos cometidos durante la pandemia rankea entre los peores de la historia del rubro -según publica Clarín-.
Obviamente, la responsabilidad es de la brutal crisis económica.
La tendencia no es nueva, pero se ha agudizado. Igual que la crisis. En 2010, iba a una escuela pública el 72,5% de los alumnos, unos seis millones de chicos. Para 2019, la proporción crecía al 76,3%, casi medio millón de chicos más. Ahora, entre 2019 y 2022, se sumaron otros 850.000, siempre de acuerdo con el Barómetro de la Deuda Social de la Infancia del ODSA, de la Universidad Católica Argentina.
El grueso de ese incremento en la matrícula estatal se produjo donde mayor era el porcentaje de alumnos de establecimientos privados: el Área Metropolitana de Buenos Aires. Que, no casualmente, es donde vive la mayor parte de la clase media, víctima directa de la crisis.
Además del éxodo, en las privadas se registra un 25% de morosidad, de acuerdo con un relevamiento de la Asociación de Institutos de Enseñanza Privada de la Provincia de Buenos Aires y la Junta Nacional de Educación Privada. Un 10% más que el año pasado.
Algo similar ocurre con otro rubro muy sensible: la salud. Las prepagas aumentarán 52,8% en los primeros siete meses del año y pierden afiliados de a miles, que cuando ya no pueden bajar de plan abandonan el sistema.
Con las subas de junio (5,49%) y julio (8,49%), un plan familiar medio de un matrimonio con dos hijos menores rondará entre $110.000 y $150.000. Los últimos datos conocidos dicen que, en apenas tres años, 2018-2020, unas tres millones de personas pasaron a atenderse en hospitales públicos. Nada hace pensar que la tendencia se haya modificado.
Las cifras hablan de lo abismal de la crisis. Lo último en lo que cualquiera quiere achicarse es en educación y salud: puro sentido común. Es ajustarse donde más duele porque ya no queda más por recortar.