«Le hicieron bullyng a mi hijo en el colegio. Le dijeron que vieron en la tele a su abuelo preso y esposado; y desde ese momento no para de llorar. Y ya no estoy en el chat de madres. Siento que se me derrumba todo». Dura, la hija de un empresario dueño de una de las constructoras involucradas al «caso de los cuadernos» le explicaba lo que estaba viviendo, al abogado que la familia acababa de contratar para la defensa de su padre. El letrado se encontró con el empresario por la tarde, le contó lo que vivió su hija y vio cómo a su flamante cliente le comenzaban a caer algunas lágrimas. Segundos después, el hombre detenido se tomó la cara con ambas manos y ya no pudo contener el llanto.
Durante el primer minuto y veinte de la noventosa película «Los sospechosos de siempre», Bryan Singer muestra una rueda de reconocimiento de cinco hombres con antecedentes criminales, que la Policía y la Justicia de Los Ángeles pone en fila para descubrir al culpable de una masacre en el puerto de San Pedro. Con varios reconocimientos en sus espaldas, cada uno de los sospechosos va pasando frente a una cámara y lee un texto que supuestamente se escuchó en la noche de los crímenes. Los investigadores saben que todos actúan y que hacen gala de su habilidad para despistar a la Policía. Finalmente, la rueda fracasa. Era esperable. Se trataba de cinco delincuentes de diferente experiencia y con el suficiente expertise como para engañar a la Policía y la Justicia.
El denominado «Círculo Rojo» y Mauricio Macri nunca se llevaron bien. La mayoría de los integrantes de este grupo de políticos, periodistas, hombres de la Justicia, analistas políticos, economistas con opinión, pensadores en general y, fundamentalmente, empresarios con influencia directa en el PBI argentino, nunca consideraron al Presidente como alguien propio, ni aun cuando llegó a la jefatura de Gobierno porteño. Al que sí se lo consideraba parte fundante e influyente del grupo era a su padre, Franco Macri. A su hijo, a veces, se lo señalaba incluso despectivamente como «el hijo del Tano». Lejos de enojarse o, mucho menos, tomarlo como una afrenta personal, Macri consideró que esta distancia que el «Círculo Rojo» le dispensaba era una fortaleza para poder realizar las reformas que siempre creyó que necesitaba el país y sin las presiones de ese «poder» empresario. No fueron pocas las veces que Macri aludió a los principales referentes del sector privado de la Argentina participantes de ese grupo como culpables de la vigencia del kirchnerismo por más de una década. Los acusaba de mostrarse, cuanto menos, de participantes silenciosos de las disruptivas y revulsivas, según su visión, políticas que llevaron a la «crisis definitiva» de la economía del país.
Para Macri, muchos de los empresarios argentinos militantes de ese Círculo, fueron, por acción u omisión, funcionales al kirchnerismo. La última referencia sobre el tema fue en marzo de 2018, cuando en plena reunión de Gabinete, el Presidente se refirió despectivamente a los principales representantes de la industria nacional como gente a la que «Moreno les rompió la cabeza». Le hablaba a los tradicionales industriales argentinos, a los referentes de la obra pública y a los grupos empresarios dedicados a los servicios públicos. Eran, para el Presidente, quienes deberían haber invertido más de u$s30.000 millones desde 2016 (u$s10.000 millones anuales, según lo que el jefe de Estado garantizaba en la campaña electoral que lo llevó a la Presidencia).
Hasta ahora esa pelea entre ese Círculo Rojo y el macrismo se había mantenido en los niveles del debate económico y financiero, y en la disputa por la falta de inversiones y de apoyo a un gobierno que, en teoría, sólo busca salir de la crisis y alcanzar un equilibrio de las principales variables del país. Eso hasta ayer.
Desde las 8:05 de la fría y oscura mañana de ayer la relación entre, al menos una parte (importante) del Círculo Rojo y Mauricio Macri ya no será igual. A esa hora, como una danza fantasmal, los empresarios detenidos 24 horas antes, comenzaban a abandonar las oficinas de la Dirección de Drogas de la Policía Federal, para subirse a los celulares y patrulleros, que los llevarían a Comodoro Py para enfrentarse al juez Claudio Bonadio y al fiscal Carlos Stornelli. Allí serían informados sobre su situación procesal en la causa de los «Cuadernos».
Antes, en vivo y en directo para todo el país y casi en cadena nacional, hombres que hasta ayer eran ignotos desconocidos para el gran público, eran mostrados casi pornográficamente como los responsables del caso de corrupción más grande e institucionalmente más explosivo de la democracia moderna argentina. Cada cara que la televisión registraba era un reflejo del espanto y el temor que los hasta ayer respetables hombres de la construcción y la energía, sentían al mostrarse en su nueva situación de reos. Salían de esa dependencia policíaca mezclados con exfuncionarios del ministerio de Planificación y la jefatura de Gabinete de los años kirchneristas; a quienes la población está ya acostumbrada a observar en sus caídas en desgracia. Pero no a los empresarios. Y menos de ese nivel y en esa escenografía invernal (en todo sentido) de ayer por la madrugada.
Aunque se trata de gente a la que el peso de la ley debe caerle como a cualquier otro ciudadano argentino; seguramente no estaban preparados para el mal trance. Hasta el miércoles a la madrugada estos hombres disfrutaban de una vida de primerísimo nivel, dentro del decil que agrupa el 0,3% de la población argentina con mayores ingresos. Todos son o fueron CEO, gerentes generales o directamente los dueños, de muchas de las principales empresas constructoras y de energía del país. Todos participaban de las reuniones anuales de la Cámara Argentina de la Construcción y de los encuentros de industriales. La mayoría era referente automático como termómetro de la actividad de la obra pública o privada, referenciando si el país estaba creciendo o no. Son además padres o abuelos referentes para su familia -aún con poco tiempo presencial en ese ámbito- y para diferentes grupos sociales de la comunidad que integran, como cámaras empresarias, grupos de trabajo, clubes deportivos, ONG, iglesias, cooperativas y asociaciones de padres y madres, entre otros. En las últimas horas fueron retirados de sus domicilios, generalmente ubicados en exclusivos barrios cerrados o en las mejores zonas de la Capital Federal y el gran Buenos Aires.
Claudio Chiarrutini, un periodista que conoce de cerca a muchos de estos empresarios, aseguraba ayer que lo ocurrido genera en este grupo social «miedo y odio». Se marca que no sólo corre riesgo la continuidad de sus empresas (algunas sufren en estas horas una demolición bursátil y crediticia), sino que ven como los amigos que hasta ayer los frecuentaban comienzan a alejarse de sus familias «como si tuvieran lepra». Se habla ya de problemas familiares de mujeres, hijos y nietos. De desprecio social de sus hasta el miércoles iguales. Y se comienza a hablar de una palabra dura: venganza.
Por lo que se especula, los empresarios detenidos tendrían ahora que tomar decisiones trascendentales para sus vidas. O se suman a la ley del arrepentido, o comienzan una resistencia. En el primer caso, estarían obligados a delatar a pares y superiores, autoincriminándose a cambio de una disminución de sus potenciales penas, pero con la garantía de una segura prisión por algún tiempo –según publica Ámbito-. En el segundo caso, la resistencia tiene una esperanza curiosa: esperar en silencio hasta que dentro de un año y medio se defina la suerte de Mauricio Macri y su reelección. Y especular con que el sistema judicial argentino sea fiel a su tradición: la incapacidad de encontrar y probar un caso de corrupción en todas sus líneas y que involucre a los poderosos de siempre. Enfrente tendrán un grupo de «sospechosos» que no son los «de siempre». Los empresarios detenidos no tienen experiencia en este tipo de circunstancias límites. Y auguran consecuencias. La situación genera para Argentina una nueva aventura institucional. La de nuevos sospechosos.