
El Indec acaba de publicar tres estadísticas que, cuando se las analiza de forma conjunta pintan el retrato de una sociedad dual. Un corpus colectivo cruzado por una fractura expuesta que se coagula y amenaza con vencer, finalmente, luego de décadas de degradación, ese gran factor de resistencia simbólica y fáctica que nos protegió durante años de las sucesivas crisis económicas: la clase media como arquetipo central de la identidad nacional.
El organismo oficial señaló el pasado jueves que la inequidad en la distribución del ingreso continúa siendo tan alta como la del primer trimestre de 2022. El índice que la mide globalmente –el coeficiente de Gini– fue de 0,43 puntos. Mejor, sin dudas, que los 0,47 puntos del primer trimestre de 2024, cuando se llegó a un valor de desigualad peor que el de Paraguay o Ecuador (0,45 puntos), pero todavía muy lejos de la comunidad más homogénea que alguna vez supimos ser. A mediados de los años 70, cuando la pobreza no superaba el 5% de la población, el Gini era de 0,36 puntos. Hoy tienen dicha configuración sociedades como la alemana, la canadiense, la española o la italiana.
El segundo dato relevante presentado fue el del nivel de pobreza. La reducción de la tasa del segundo semestre de 2024 con respecto a la del primero fue sustancial: se pasó del 53% de la población (niveles cercanos a los de momentos catastróficos, como la salida de la crisis de 2001/2002 o la hiperinflación de 1991) al 38% de los habitantes. En el primer trimestre de este año, uno de los mayores expertos en la materia, Martín Rozada, de la Universidad Di Tella, proyecta que bajaría al 35%. Todo un logro, hijo de la sustancial reducción de la inflación concretada en el transcurso del año pasado y el comienzo del actual.
Sin embargo, todavía está muy lejos del piso del 26% que supo conseguir el gobierno de Mauricio Macri en 2017, o del 27% de Carlos Menem/ Domingo Cavallo en 1993, en pleno auge de la convertibilidad. La diferencia con aquel pasado ochentoso que construye el imaginario “dorado” de la clase media argentina es abismal: en ese entonces, la pobreza era cercana al 10.
El tercer indicador fue el del nivel de desempleo. Un muy buen resultado en el cuarto trimestre de 2024: el índice fue de 6,4%. Sustancialmente mejor que el pico del 24% registrado en mayo de 2002 o del 17,5% con el que Menem ganó su reelección en 1995. En la Argentina de hoy, trabajo hay. Como lo había también en los años 70 –con desempleo de 5%– o en 1980 –con desempleo de 2,5%-. La diferencia es que, con aquel perfil de empleos, se lograba una sociedad homogénea y con bajísimo nivel de pobreza, que se recortaba del resto de los países latinoamericanos.
Las características del mercado laboral actual no logran dar cuenta de ninguno de esos dos objetivos centrales para el bienestar de la población. Los argentinos son plenamente conscientes de la vulnerable situación en la que viven.
En octubre de 2024 realizamos una profunda investigación cuantitativa con la consultora Opinion Lab. Se hicieron 2000 encuestas probabilísticas a nivel nacional.
Allí, el 60% de la población afirmaba que hoy la calidad de vida es peor que la de la década del 80, y el 57% consideraba que sucedía lo mismo con la educación. En la larga espiral descendente dejamos jirones del quantum material y del acervo cultural. La percepción es que hoy vivimos peor y más rústicamente que en aquel “antes”.
No sorprende entonces que, en el mismo relevamiento, uno de cada tres afirmara que la pobreza ya le ganó a la clase media y que de ella queda muy poco, y otro tercio, que esa disputa está “mano a mano”.