Un colegio con clases presenciales es el punto de encuentro de todas las comunidades de alta montaña en Salta.
“Alfarcito es un emblema de un país que cuando busca el bien común, lo encuentra sin mirar en diferencias”, afirma el sacerdote Walter Medina, quien vive allí y asiste espiritualmente a los solitarios habitantes de la Quebrada del Toro.
Las montañas con sus picos nevados sobresalen en el horizonte, el peligroso camino dibuja una traza de caracol, subiendo los cerros. A un castado, los ríos tienen sus cauces congelados. Algunas casas de adobe abandonadas se confunden con el paisaje. El cielo es diáfano, el silencio es total y la soledad, inmensurable. Los únicos árboles de este mapa árido se ven alrededor de una capilla, y un puñado de edificios atrae la atención.
El colegio secundario de montaña Alfarcito está en el paraje homónimo, a 80 kilómetros de Salta, por la ruta 51, a 2800 metros sobre el nivel del mar. Concurren 160 alumnos de los cerros, en dos burbujas presenciales en donde cada grupo permanece dos semanas en un albergue, en el propio colegio. Asisten jóvenes que egresan de 18 escuelas primarias de 25 comunidades dispersas en una superficie de 5.400 kilómetros cuadrados, ubicadas en parajes que trepan los 5.000 metros de altura, con un clima extremo. “Es dura la educación de montaña”, afirma German Tannenbaum, director del establecimiento.
“Se congelan los cursos de agua, los caños, hacer un fuego es un milagro en esas condiciones”, sostiene Tannenbaum. El plan de estudio es especial, a las materias curriculares que se ofrecen en cualquier establecimiento tradicional, se suman telar, artesanía, alfarería, carpintería, teatro, música y construcción biodinámica. “La idea que tenemos es que a través de la educación, no se produzca el desarraigo”, agrega.
Las comunidades de altura están distanciadas, algunos caminan hasta 14 kilómetros para llegar al colegio, otros lo hacen en moto, cruzando por caminos sobre precipicios. La incomunicación, si llegara a suceder algún accidente, es total.
“El arraigo significa que los jóvenes de los cerros encuentren en su tierra, la posibilidad de una vida digna”, defiende Medina. La iglesia es una parte fundamental en la vida institucional del colegio. El Complejo Alfarcito, como se llama a este conjunto de edificios que tiene una construcción bioclimática, depende del Arzobispado de Salta, y cuenta además con un galpón de clasificación y empaque de papa andina, formado por productores locales, un museo, un local donde venden artesanías hechas por familias de la comunidad educativa y un parador turístico atendido por los propios alumnos. Una de las orientaciones del bachillerato es hacia el turismo (las otras: artesanía y agricultura).
Aquí tiene una parada el Tren a las Nubes, sus pasajeros desayunan con productos regionales que preparan padres y alumnos. “Nuestro objetivo es que no se vean obligados a migrar, que no busquen vivir de la caridad, que sepan que ellos pueden”, sostiene el párroco Medina. El trabajo y la autogestión son herramientas que se ofrecen y se llevan a la práctica. “Alfarcito desafía lo imposible, hace de la adversidad un camino, como quien sube una montaña”, ejemplifica Medina.
La presencialidad es fundamental y se defiende. En el colegio trabajan 45 personas, entre docentes y preceptores, más 9 de maestranza. Por semana se quedan a dormir siete preceptores, cuatro del staff de cocina y el director, muchas veces los propios docentes deben hacer noche, aproximadamente dos por día. El viaje a Salta es lento, el camino de montaña obliga a transitarlo con mucha precaución. En época de lluvia son comunes los derrumbes de rocas de los cerros. Un habitante permanente es el cura párroco, alma del colegio.
En la cuarentena del 2020 los docentes tardaban un mes en entregar cuadernillos en las casas de los alumnos. La virtualidad es una quimera y una realidad que no encaja con la vida en la Quebrada. No existe señal, ni datos, y la única manera de tener internet es dentro de las aisladas escuelas primarias. Algunas de las casas tienen pantallas solares, y con ellas, la posibilidad de lámparas. El fuego reúne a la familia. La tecnología se limita a una radio, pero sólo capta la frecuencia los días sin viento, que son pocos.
“La gente del cerro es muy inteligente y callada, la fe les hace transformar su realidad”, confirma Medina. El colegio Alfarcito fue el sueño y es la obra de otro sacerdote, el Padre Chifri (su verdadero nombre fue Sigfrido Moroder), reverenciado como santo en las comunidades de montaña. Tuvo una vida de película, con un final trágico. En 1999 se ordenó sacerdote en la ciudad de Buenos Aires, trabajó en villas y su vocación lo llevó a misionar en la diócesis de Salta. Entendió como ninguno la realidad de la Quebrada.
“Proyectos grandes, convocan almas grandes”, repetía. Diseñó un plan: visitar a cada una de las 25 comunidades para llevar la palabra de Dios, pero también con un sentido elevado: convencer a los padres de los jóvenes el valor de la educación y la formación. Esta pastoral lo llevó a caminar hasta dieciséis horas hasta alcanzar las casas perdidas en la montaña. “Sino vuelvo en ocho horas, salgan a buscarme”, recuerda Matías Rangeon, preceptor, que decía Chifri cuando salía a los cerros. El tiempo en estos lugares se había detenido, hasta su llegada.
En 2001 hizo una red de radios para comunicar a las 18 escuelas primarias de montaña, organizó, gestionó, articuló y unió. Pero su pasión por los deportes le jugó una mala pasada: tuvo un accidente en parapante en 2004 que lo dejó en silla de ruedas. Contra todos los pronósticos, pudo caminar con muletas. Apuró sus proyectos.
En 2009 inauguró el Colegio Alfarcito. “En los cerro sólo había primaria hasta que vino el Padre Chifri”, afirma Medina. “Chifri soñó en grande”, agrega. Su plan cobró forma: ofrecer a los jóvenes educación secundaria. En 2011 falleció y hoy sus restos descansan en la capilla del Complejo.
“Bergoglio me apoyó mucho”, sostiene Medina al recordar sus días en el seminario de CABA, cuando compartía charlas con el actual Papa, ambos se conocen bien. “Quería ser el cura para los que no van a misa”, afirma. En el seminario conoció a Chifri, y compartieron planes.
Cuando este murió, le dejo un legado que le transmitió Monseñor Mario Carniello: “continuar la obra en Alfarcito”. Desde 2014 es heredero natural de Chifri. Su presencia es crucial para mantener la unión en los cerros. “Todavía no he ido a Roma, mi lugar está con las comunidades de la Quebrada”, afirma.
“Les cuesta mucha la adaptación”, asegura Cecilia Lizondo, coordinadora de Albergue. Se refiere a los alumnos de primer año que dejan su casa y estilo de vida de la montaña para quedarse en la escuela. “Hay cosas en el colegio que no tienen en sus casas”, agrega y pone un ejemplo: ducha para el baño. “No pueden creer cuando la ven”, afirma. ¿Cómo se bañan en los cerros?: “Simple: tacho de agua que buscan en el río y se calienta en el fuego”, completa. “Es un mundo distinto, son personas muy acostumbradas al silencio”, manifiesta. “Al principio, les cuesta hablar”, afirma.
“Los educamos para que puedan construir sus propias casas”, explica Jorgelina Páez, arquitecta y docente, quien capacita a los alumnos en construcción bioclimática. “Aprenden las distintas técnicas de preparar adobe, pero también en diseño de una vivienda”, afirma. Usan los elementos que tienen a mano, además del adobe, las rocas.
¿Cómo son las casas en los cerros?: “Ancestralmente, se usa la casa patio”, asegura. El patio genera un espacio interior en el exterior, a reparo del viento. Las ventanas, muy pequeñas, para protegerse del frío y el viento. “Me siento muy útil”, concluye la docente.
El financiamiento es un factor que preocupa. “El ministerio de Educación de Salta les paga a los docentes, pero no al personal de maestranza”, afirma Luis Zavaleta, representante legal del colegio. “Nos manejamos con subsidios y donaciones de privados y empresas”, detalla. El comedor, está dentro del plan de nutrición de la provincia, pero no alcanza, y deben salir a buscar insumos extras.
El Arzobispado es la entidad propietaria, aunque “depende de nosotros conseguir fondos”, asegura. El dinero para el combustible lo dona Adveniat, una organización de ayuda de los católicos en Alemania para comunidades de América Latina y el Caribe. “Hacemos malabares para tener el colegio abierto”, confiesa Zavaleta.
“Es todo tan grande y lejano, que es difícil la presencia constante”, asegura Medina. El Colegio, los docentes con su presencia y la capilla, congregan. La soledad en la montaña es ancestral, los ritos paganos como las ofrendas a la Pacha Mama conviven con las fiestas patronales y el Sacramento. Misa de difuntos, que son enterrados en pequeños cementerios, y que adoran con guirnaldas, flores y comida en el día de todos los muertos. “El Colegio es el punto de encuentro, acá hay que estar, acompañar, todavía queda mucho por hacer”, concluye el cura.
Fuente: La Nación