Diseñó y rediseñó su vida tantas veces como prejuicios debió enfrentar. Creció con dislexia. Sufrió un abuso intrafamiliar. No fue el hijo que su padre esperaba, pero al único al que le dijo que se suicidaría. Decidió vivir su sexualidad con libertad a los 42 y tardó en decírselo a sus hijos. Todo, sin perder la alegría: su gran marca personal
Benito Fernández (61) es un tipo alegre y se congratula por eso. “La alegría en mi vida fue y es el motor para ser la mejor persona que pueda ser. Mi historia está atravesada por dos grandes procesos personales: la dislexia y la relación con mi padre”, revela. Se reinventó, una y mil veces.
Entre tantos, los disparados por la elección de una sexualidad y hasta de una carrera que no eran “para hombres” a la vista de los suyos. “Y sin caer, ni por un minuto, en la victimización, por donde suele colarse el dolor y el resentimiento”, enfatiza. “¿Pude haber sido alguien oscuro? Sí, tal vez. Pero inexplicablemente, desde mis 5 años me propuse ser amable y agradecido. Así fue como sobreviví”, según publica Infobae.
Creció jugando con hormigas en el jardín de su casa en Villa Urquiza, “un mundito” perimetrado por la obsesión celadora de una madre que le temía a las veredas. Avergonzado por hacerse pis en la cama hasta los 14 años. Y pasando de grado gracias a las paredes que su padre donaba al colegio al que asistía, “que como ningún otro estaba preparado para recibir y guiar a un niño con dislexia (trastorno de aprendizaje caracterizado por la dificultad o retraso en la palabra y la lectura)”.
Un ámbito que, según describe, “representaba el fracaso para mí y activaba una especie de bullying permanente conmigo mismo”. Desde entonces, tan precoz, debió empuñar sus propias armas frente a la falta de atención e información: disimulo y resignación. “Notaba que era diferente pero no podía identificar por qué. Así fui preparándome solito, como podía, para una vida en la que, así como en la escuela, haría todo mal”, dice.
Política, para él, “siempre fue algo tremendo”. Adoraba a su tío homónimo y gobernador de Chubut (1973), pero sus visitas levantaban debates como vendavales en una casa agrietada por un ala paterna peronista a ultranza no menos aguerrida que la materna, radical. “Me perdí de ver abuelos por eso”, recuerda.
Camilo Alberto Fernández, su padre, fue “un gran médico”, hasta que un amigo de la infancia lo convenció de asociarse en el negocio de la construcción. “Y entonces se convirtió en un mejor empresario”, cuenta.
El doctor Fernández sabía proyectar, pero no acariciaba. “Y cuando se es chico, esas cosas pegan fuerte”, describe. “Entre los cinco y los 10 años el afecto físico te salva de tantas situaciones problemáticas… Sin contar, por ejemplo, lo que un beso significa para un chiquito que se intuye diferente. Es por eso que a mis hijos nunca dejé de abrazarlos”, dice Benito.
Tenía siete cuando en su primera sesión el psicólogo lo invitó a dibujar un partido de fútbol. De un lado de la cancha, se ubicó junto a su madre y a su hermano. Del otro, trazó un lobo al que identificó como su padre. Entonces, el profesional, “sin tacto pertinente”, sentenció: “A tu papá no lo querés”. “A esa edad, esa persona tan desagradable me hizo reflexionar. Algo que después se convirtió en un ejercicio de por vida”.
El tiempo fue madurando la idea que decantó con determinación y, por sobre todo, en paz: “Yo no era el tipo de hijo que él quería tener. Ni él era el tipo de padre que yo necesitaba”.
Siete años después, Camilo se suicidó. “Una tarde de sábado, mi madre me llamó para pedirme: ´Vení a buscarme´. Y así lo hice. Al llegar a su casa, papá me dijo: ´Si te la llevás, me mato’. El domingo se tiró desde el piso 24″, relata.
“Y yo lo entendí. Su cabeza estaba en una encrucijada. No veía una alternativa de salida a su historia, a su problema. No sé, uno intenta dilucidar, suponer… Su madre se había muerto en el parto. Y es fuerte vivir tantos años con ese fantasma. La idea tan instalada, como equivocada, de que tu nacimiento la mató. Y además el cambio tan abrupto, ¿no? Un crecimiento socioeconómico demasiado grande. Un éxito para el que quizás no estaba preparado”, cuenta Benito.
El suicidio había resquebrajado sus vínculos, y para siempre. “A partir de la muerte de papá, mi relación con mamá cambió por completo. Ya no estuvo buena”, relata.
“No sé si, en algún punto, ella me hizo cargo de lo que había pasado o no logró entender que si yo estaba más fuerte no tenía que ver con cierta liviandad, con que el tema me pasara por el costado. Sino por tener una mayor capacidad para enfrentarlo. Con un entrenamiento que tal vez me haya dado la lucha contra la dislexia. Con la sensación de que el ´ser distinto´ no continuase generando problemas a los demás”, deduce.
Se educó en una casa que hacía culto del silencio. Del dolor, ni hablar. Ni siquiera de aquel que, según cuenta, “mamá nunca resolvió”: la pérdida de su hija. Martina, segunda heredera de Martha y de Camilo, falleció al tercer día de haber nacido.
Se casó con Victoria Durand Sosa el 2 de agosto de 1984. “Completamente convencido y súper enamorado de ella”, cuenta. “Nos divertíamos juntos. Fue una gran compañera, en todo. Y un apoyo fundamental en mi crecimiento profesional”. Echa por tierra la posibilidad de que aquel marco de silencio, tan determinante, haya reprimido otros deseos.
“Mis procesos siempre fueron de maduración muy lenta”, justifica. Los años y las horas de diván, lo pusieron, luego, ante algunas hipótesis. “Huy, tal vez aquel mejor amigo de la facultad… ¿Por qué lo celaba tanto? ¿Qué onda?”, cita un ejemplo.
El peso real del condicionamiento social, de la mirada lapidaria hacia sí mismo y de todo eso que arrastran los prejuicios, se hizo presente y consciente durante todos esos larguísimos meses –”o tal vez años”– en los que no logró compartir con los suyos el descubrimiento, la aceptación y la felicidad de su nueva sexualidad.
“Lo único traumático o doloroso de ese tránsito fue el hecho de haber tardado en contárselo a mis hijos (Marina y Lucas). Siempre me arrepentí de haberlos subestimado, creyendo que no podrían entenderme. Recuerdo ese momento y sigo sintiendo culpa”, admite hoy.
La crisis económica que pateó al país en 2001 no lo excluyó. “Me fundí. Tuve que vender todo y alejarme de mis hijos para buscar oportunidades de trabajo en Barcelona”, cuenta. Ciudad en la que abrió su local sobre la calle Carrer de l´Avenir, frente a la Plaça de Francesc Macia. Fue entonces que en otras tierras experimentó una libertad diferente, “y empecé a pensar, me redescubrí”. Aún así se mantuvo “célibe” –describe– durante dos años.
“El sexo no me resultaba importante, ni con hombres ni con mujeres. En realidad nunca lo había sido. Será que desde chico había estado por fuera de los parámetros de ´el pibe deseable´. No jugaba fútbol. No era rugbier. Ni tenía el cuerpo ni la cara estandarizados que suelen buscarse”, relata.
“Con el primer hombre que tuve sexo me puse de novio. El segundo, fue mi segundo novio. El tercero y el cuarto llegaron de la misma manera”, dice. “Tener sexo era muy fuerte para mí”, recuerda. “Representaba un compromiso, un nivel de intimidad tal que mi cabeza no permitía disociarlo del amor”.
Si a Benito le quedaba una faceta por reinventar era esta, “la afectivo-sexual”. Encarada, según dice, premeditadamente: “Con total honestidad en la edad del disfrute”, como define a los 60. “Me cansé de las medidas”, asegura.
“A los 61 descubrí un mundo diferente en este sentido, que va más allá de lo físico, de lo visual. Estoy viviendo un sexo que nunca tuve. El de las sensaciones. El de los ojos cerrados, el de las palabras al oído, el de las caricias, el de proponerse que el otro se excite”, señala.
“Y es un mundo maravilloso. Tanto que me da bronca y pena que haya gente que se esté perdiendo esta experiencia, tal vez por estar atada a los prejuicios de no ser valorados sin un cuerpo tallado o las medidas que te piden en cualquier chat”, cuenta.
Sábado de junio, alguno de la década pasada. Dispuesto al day-spa que prometía el voucher Benito llegó al hotel. Con bolso en mano y algo despeinado fue recibido por un grupo de fotógrafos, esos de guardias eternas. “Me dijeron: ´Creemos que está fulano de tal. Si lo ves por ahí, ¿nos avisás?´. Sí, sí, claro. Les respondí”, comenta.
Entonces entró. Y al llegar al front desk, lo vio. “Era él. A mi criterio, una de las cinco figuras más importantes de Hollywood. Me miró. Lo miré. Fue fuertísimo. Y no solo por la magnitud del personaje, sino porque me dio a entender que podía pasar algo”, relata. “No pude abordar la situación. Pero como no soy ni tan virgo ni tan boludo, como alguno pueda pensar, en el inglés que pude me alejé diciendo: ‘¡Voy a la pileta, tengo un día de spa!’”, dice. “Y él vino detrás”.
Es así como dice haber tenido “una historia diferente”. No dirá públicamente de quien se trata. Hasta imagina la reyerta mediática que desatarían los titulares holandeses: “El diseñador de la reina tuvo un affaire con ….”. “No importa quién es -dice-. Ni si yo imaginé alguna vez que él podría tener otras inclinaciones. ¡Porque no lo hubiese imaginado jamás! Yo me quedo con eso que se dio. Eso que para mí marcó otro punto de partida», explica.
Después de dos “largos años” vuelve a la alta costura. A encontrar posición en esa faceta que, como dice, “me hace volar”. Pero lo que más motiva “es la conexión con la gente, con sus fantasías, con las historias que hay detrás de casa vestido”, señala.
“Sin dudas estoy en el mejor momento de mi carrera. Y los 60 también tienen que ver con eso”. Pulverizó el prejuicio de críticos y colegas que se horrorizaban de su decisión: “Me decían: ´¡No podés vestir a una reina y vender remeras en los supermercados!´ ¿Y por qué no?”, dispara.
La pandemia –”y esa necesidad de ponerle vida a lo más triste”– encendió su creatividad en función del altruismo. Benito confeccionó barbijos con telas de lujo para la subasta que se realizó a través de la cuenta de Instagram de la Asociación de Profesionales sin fines de lucro que apoya a la ex Casa Cuna.