Mató al menos a ocho personas y confesó sus crímenes con lujo de detalles. El caso conmovió a Inglaterra al término de la Segunda Guerra Mundial.
TN – En el Hotel Onslow Court, la vida no era tan mala, a pesar de las circunstancias. Los cohetes V2 de los nazis caían sobre Londres y había dificultades algo más mundanas que el racionamiento, las restricciones de la nafta y de la ropa, como por ejemplo la falta de caviar. No parecía un hotel sino más bien una distinguida residencia familiar. Por supuesto que era mejor antes de la guerra… sin embargo, el hotel, el Onslow Court Hotel, estaba ubicado en una parte elegante de Londres, en el sur de Kensington, donde parte de la antigua exclusividad sobrevivía en un mundo menos encantador, más llano y uniforme. Estaba situado en el elegante barrio de Queen’s Gate.
La guerra estaba por concluir y las miserias afloraban como jamás se habían visto pero el hotel mantuvo un reservado confort y un buen servicio. Ofrecía un lugar estable de residencia a miembros de la burguesía que no querían cargar con las preocupaciones de una casa propia. Antiguos oficiales, funcionarios, jubilados y algunas viudas ricas y no tanto, componían básicamente su clientela.
El nuevo invitado del hotel Onslow Court
Entonces, un día llegó un nuevo invitado. No era como la mayoría de los invitados. Para empezar era un hombre joven, de apenas 35 años. Lo que sorprendía inmediatamente de él era lo pulcro de su aspecto. Sus zapatos siempre brillaban y su cabello negro y su pequeño bigote siempre estaban relucientes. Era quizás un poco bajo, pero eternamente listo para sonreír y mostrar sus dientes blancos impecables. Su ropa también estaba intachable. Después de algún tiempo como huésped, se podía advertir que tenía al menos una docena de trajes bien hechos. Sus corbatas solían ser rojas. Ciertamente tenía dinero porque el Onslow Court no era barato.
Bebía poco. Apenas un vaso de vino con la cena y un jerez antes, pero nunca en exceso y nunca cerveza. No fumaba mucho, tan sólo lo socialmente aceptable. Nunca decía malas palabras ni hablaba en voz alta, nunca aparecía a horas inapropiadas después de haber estado en un club nocturno. Y nunca perdía los estribos. Se sentía a gusto con todos, tanto con el personal como con los demás huéspedes. Podía hablar de muchos temas como la música clásica, especialmente obras de Tchaikovsky, Chopin y Mozart. Hasta era un buen intérprete en el piano. Podía hablar sobre ingeniería y varios proyectos en los que estaba trabajando. Era ingeniero al servicio de Su Majestad.
La única amiga constante, que a veces venía a tomar el té, pero que nunca se quedaba a pasar la noche, por supuesto, o incluso subir a su habitación (ninguna mujer lo hacía nunca) era la señorita Stephens. Era muy atento con ella. La aconsejaba sobre su vestido, peinado y maquillaje, antes de llevarla a un concierto en el Wigmore Hall, el Albert Hall o al ballet, o antes de acompañarla a casa de sus padres en Crawley, a cuarenta y cinco kilómetros de Londres. Una chica encantadora y una pareja perfecta. El tenía un poco de dinero para invertir, y le vendría bien un poco de ingreso extra en esos tiempos difíciles. John George Haigh era su nombre.
La señora Henrietta Helen Olivia Robarts Durand-Deacon figuraba entre los huéspedes más adaptados a la atmósfera del Hotel Onslow Court. Era una elegante viuda de 69 años que sabía cómo resaltar sus encantos a su edad. Llevaba sus cabellos peinados con gusto y su rostro delicadamente maquillado. Sentía debilidad por los vestidos claros y llevaba las joyas sin ostentación. Tenía gusto para elegir sus sombreros y su guardarropa contenía un abrigo de astracán, símbolo de su categoría social. La señora no era millonaria, pero podía permitirse vivir de las rentas. Además, nunca perdía ocasión de sugerir ideas respecto a pequeñas operaciones comerciales en las que podía participar.
En el salón restaurante la señora Durand-Deacon y el señor Haigh ocupaban mesas vecinas. Intercambiaban saludos y alguna vez habían tenido una breve charla. Haigh, estaba en contacto con hombres de negocios y en alguna ocasión podía convertirse para la señora Durant Deacon en un intermediario útil.
El 14 de febrero de 1949, Durand-Deacon había invitado a almorzar a su amiga Guendalina Birin. A ambas mujeres solía vérselas ensimismadas en su conversación, pero esta vez la señora Durand-Deacon miraba con frecuencia una cajita que había colocado cerca de ella al alcance de su mano. La había llevado allí para enseñársela a Haigh. Cuando instantes después éste se sentó a la mesa vecina, la señora Durand-Deacon se disculpó con su invitada y se dirigió hacia él.
-Señor Haigh ¿tendría la amabilidad de echar una mirada a esto?
Le dio la cajita. Haigh la abrió y contempló su contenido.
-Es algo nuevo ¿verdad? -dijo él.
-Las mujeres se entusiasmarán -exclamó la señora Durand-Deacon. -Son uñas artificiales.
-Tal vez.
-Estoy segura de ello. Todo lo que me hace falta es un fabricante -explicaba ella apelando a su encanto-. Usted conoce tanta gente… Piénselo, señor Haigh, piénselo bien, se lo ruego.
Haigh reflexionó, mucho más aún de lo que la señora Durand-Deacon podía sospechar.
-Tengo un amigo en Crawley -dijo al fin-. He de verle mañana por la mañana. Si puedo despertar su interés en este negocio, al menos para lanzarlo, podría conseguir una cita e iríamos juntos a verlo.
-Me parece bien. Muchas gracias, señor Haigh.
El asesinato de la señora Henrietta Helen Olivia Robarts Durand-Deacon
La cita tendría lugar el viernes 18 de febrero. Ese día Haigh condujo a la señora Durand-Deacon a Crawley. Fueron con el fin de discutir la fabricación de las uñas artificiales. El taller del supuesto amigo de Haigh era sólo un cobertizo desaliñado en una callejón, en un patio lleno de basura. Haigh le disparó a la amable señora, le sustrajo los objetos de valor que llevaba y también le quitó su sangre, que bebió con avidez. Luego arrojó el cadáver en un tambor. Llevó hasta allí ácido para disolver el cuerpo. A los pocos días, regresó para tirar lo que quedaba entre los escombros del patio. Haigh, que había realizado la misma maniobra otras cinco veces antes, creía firmemente que si no hay un cuerpo no se puede acusar de asesinato.
-¿Sabe usted cómo se encuentra la señora Durand-Deacon? ¿Está enferma? ¿Sabe dónde está? -le preguntó a Haigh la señora Constance Lane, que residía en el hotel desde hacía nueve años, antes de comenzar a almorzar. No sentía la menor simpatía hacia Haigh y la inexplicable ausencia de Durand-Deacon le despertaba gran inquietud.
-¿Si lo sé? -replicó Haigh.
-Claro… Ella me dijo que usted tenía que acompañarla a una fábrica.
-Sí, pero yo no estaba preparado -explicó Haigh muy sereno-. No había almorzado todavía y ella quería recorrer los almacenes del Ejército y de la Marina. Me pidió que fuera a buscarla. La esperé una hora y no vino.
Nadie hubiera experimentado la menor inquietud si la señora Durand-Deacon no hubiera sido de costumbres metódicas. Rara vez pasaba una noche fuera del hotel. Sin embargo, había salido temprano la víspera, después del mediodía, y desde entonces no había dado señales de vida. No era extraño que la señora Lane estuviese preocupada. El domingo, a la hora del desayuno, Haigh se acercó de nuevo a la mesa de Lane para preguntarle si tenía noticias de Durant-Deacon. La mujer le dijo que no y que a la tarde iría a la comisaría de Kensington a denunciar la desaparición. Haigh se ofreció a acompañarla.
Ante los policías Haigh aseguró que aquel viernes por la tarde, al no presentarse la señora a la cita en los almacenes del Ejército y de la Marina, él se había dirigido a Crawley solo, para resolver allí algunos negocios, y había regresado a Londres por la noche. De esta manera, a propia confesión, Scotland Yard supo que Haigh frecuentaba un almacén en Crawley.
El almacén de Crawley
El sábado, 26 de febrero de 1949, tres hombres llegaron a un almacén de una calle trasera en Crawley, Sussex. El lugar era una casucha de ladrillo de dos pisos, rodeada por una valla de madera de un metro ochenta de altura, cerrada con un cerrojo. Uno de los hombres era Edward Jones, director gerente de una pequeña empresa de ingeniería, y los otros dos eran el sargento Pat Heslin, y el sargento Appleton. Jones contó que su empresa usaba ese lugar para guardar acero y materiales sobrantes; también lo usaba un asociado de Londres para hacer sus propios trabajos. Este hombre, John George Haigh. Según la impresión personal de Jones, en el almacén se realizaba algún tipo de «trabajo de transformación». Pero no podía precisar exactamente cuál. Hacía algunos días que su asociado Haigh le había pedido las llaves y aún no se las había devuelto.
El sargento Heslin forzó la entrada con una barra de hierro. Había tachos de pintura, pedazos de madera, algunas botellas viejas y trapos. Heslin iba anotando en una libreta: un delantal de caucho, muy manchado por productos químicos, un par de botas altas, una bomba de mano, una máscara de gas, unos guantes de goma, un impermeable, y grandes garrafas envueltas en paja dentro de unos marcos de metal. Eran contenedores industriales para ácidos peligrosos.
También encontraron varios bidones de aceite de 200 litros, todos en diferentes estados de corrosión. Heslin halló una pequeña sombrerera y una cartera de cuero de buena calidad. La cartera contenía varios papeles y documentos, incluyendo tres cartillas de racionamiento y cupones para ropa. Pero el contenido de la sombrerera era aún más inexplicable. Contenía pasaportes, carnets de conducir, diarios, un libro de cheques, y un certificado de matrimonio, ninguno de los cuales estaba a nombre del socio de Jones, es decir de Haigh.
Y lo más sorprendente de todo: en el fondo de la caja había un revólver Webley calibre 38, con ocho cartuchos, que había sido disparado recientemente. Y el recibo de una tintorería por un abrigo de astracán. En el fondo de una cuba de ciento sesenta litros de capacidad, hundidos en un charco de grasa coagulada aparecieron un bolso de plástico rojo y un sujetador de cabello. Asimismo había ciertas manchas que parecían de sangre en la pared y en el delantal de caucho.
“La señora Durand-Deacon no existe”
El 28 de febrero, un día después de la vista al almacén y gracias a los papeles que allí se encontraron, las joyas de la señora Durand-Deacon fueron localizadas en la tienda de un vendedor de Horsham, en Sussex. La descripción de Haigh coincidía con la que dio el joyero. Después, el recibo de tintorería encontrado en el fondo de la sombrerera llevó a los detectives hasta el abrigo de piel de Durand-Deacon. Ese mismo día a la tarde el inspector Albert Webb esperó a Haigh en la puerta del hotel y cuando llegó lo invitó a la comisaría. Haigh ni se inmutó. Al llegar fumó, y a las seis de la tarde le llevaron té. Webb y otros dos oficiales comenzaron a interrogarlo a las siete y media. Le dijeron que habían hallado el revólver, las joyas, y el abrigo en la barraca de Crawley.
-Ah… Veo que sabe usted de lo que está hablando -respondió Haigh -Admito que el abrigo era de la señora Durand-Deacon y que yo le vendí algunas joyas.
-¿Cómo llegaron a sus manos y dónde está la señora Durand-Deacon?
Haigh fumaba y pensaba. El cuello de la camisa y los puños eran de un blanco inmaculado, la corbata estaba exactamente en su sitio, y el brillo de los zapatos alumbraba. Su compostura era increíble. Finalmente, cuando estuvo listo, habló. “Es una historia muy larga, dijo. Se trata de chantaje, y tendré que implicar a muchos otros”.
En ese momento, sonó el teléfono, los oficiales salieron de la habitación y quedó solo el inspector Webb. Haigh tenía una curiosidad.
-Dígame…. francamente, ¿qué probabilidades tiene una persona de que la manden a Broadmoor? (Broadmoor era el hospital penitenciario para delincuentes).
Webb no le contestó.
-Si le dijera la verdad, no me creería -continuó Haigh-. Resulta todo tan increíble.
-No está usted obligado a decir nada -replicó Webb.
-Lo comprendo perfectamente. Voy a confesarle la verdad. La señora Durand-Deacon no existe. Ha desaparecido por completo y no se encontrarán jamás sus restos.
-¿Y qué le ha ocurrido? -preguntó el inspector Webb.
–La he disuelto en ácido sulfúrico. Lo único que podrían encontrar será un poco de líquido viscoso. Todo los demás ha desaparecido. ¿Cómo podrán demostrar ustedes que se ha cometido un crimen si no hay ningún cadáver?
Webb fue a buscar a sus superiores. Entonces se tomó una confesión por escrito.
“Ya les he contado algunas cosas sobre la desaparición de la señora Durand-Deacon. Fuimos a Crawley juntos en mi coche. Ella estaba muy interesada en el negocio de las uñas postizas. La llevé al almacén y le disparé en la nuca. Después, le hice una incisión con un cortaplumas en un lado de la garganta y llené un vaso de sangre, que bebí. A continuación, le quité el abrigo de lana persa que llevaba puesto y las joyas -anillos, collar, pendientes y un crucifijo con cadenilla-, y la coloqué en un depósito de doscientos litros de capacidad. Después llené el depósito con ácido sulfúrico que saqué de varios garrafones mediante una bomba manual. Me fui para dejar que se produjera la reacción. Fui a tomarme una taza de té y volví luego para bombear el ácido. Al terminar, llevé las joyas y el revólver al coche y dejé el abrigo sobre el banco. Guardé el revólver dentro de la sombrerera. A la mañana siguiente, desayuné, comenté la desaparición de la señora Durand-Deacon con la camarera y la señora Lane. Luego salí y vendí su reloj a un joyero de High Street por diez libras. Volví a Crawley para ver qué tal iba la reacción. No se había completado de forma satisfactoria. El lunes regresé y ví que la reacción ya casi se había completado, pero quedaba un trozo de hueso y grasa flotando en el líquido. Saqué el líquido del depósito con un cubo y lo esparcí por el suelo delante del almacén. Después bombeé más ácido en el depósito para descomponer aquel resto de hueso y grasa. Ah, por las joyas me dieron 130 libras. Quiero añadir que el lunes descubrí que lo único que el ácido no había destruido era el bolso de plástico, lo abrí y agarré treinta chelines y la estilográfica de la señora… El revólver que la policía encontró en el almacén de Crawley es el que usé para matar a Durand-Deacon…”
Durand-Deacon, solo una parte de la historia
Haigh terminó su declaración a primera hora de la madrugada del 1º de marzo. Pero por terrible que pareciera, el asesinato de la señora Durand-Deacon sólo era una parte de la historia. En realidad, era una parte muy pequeña. John George Haigh se atribuyó cinco víctimas más.
Las Cartillas de Racionamiento, el cupón de ropas y otros documentos a nombre de McSwan y Henderson, que la policía encontró en su habitación del Onslow Court Hotel, pertenecieron a otras víctimas. Brevemente Haigh contó que en 1944 mató a William Donald McSwan de una forma muy similar a la que usó con la señora Durand-Deacon, en un sótano de Gloucester Road 79. Mientras aún vivía, le hizo un pequeño corte en el cuello y bebió su sangre. También asesinó a los padres de McSwan, Donald y Amy, en 1946 y en la misma dirección. En 1948, liquidó al doctor Archibald Henderson y a su esposa Rosalie Henderson, que murieron de forma parecida en Crawley. También bebió la sangre del doctor.
Cuatro días después de su detención, Haigh pidió hablar con Webb nuevamente. Le dijo que le parecía oportuno confesar tres crímenes más, dos mujeres, una de unos treinta y cinco años, una muchacha llamada “Mary”, y un hombre joven. Que los mató de la manera habitual, entre 1945 y 1948. Como era su hábito, en cada caso bebió la sangre de sus víctimas. Pero los policías no pudieron hallar pista alguna de esos crímenes. Se concentraron en lo seguro, el crimen de Durand-Deacon y este fue el único asesinato por el cual se acusó y juzgó a Haigh.
Una nueva inspección en el almacén donde había matado a Durand-Deacon permitió hallar dieciocho fragmentos de huesos de un pie. Se hicieron moldes y se probó con el calzado de la señora. Coincidía con su pie izquierdo. Por otra parte, Scotland Yard localizó a Helen Mayo, la dentista de Durand-Deacon, que identificó la dentadura postiza hallada y no disuelta.
La defensa de Haigh durante el proceso fue que estaba rematadamente loco. Se dijo que había tenido revelaciones “guiado por el Espíritu Santo”, donde se le aparecía un hombre que lo invitaba a beber sangre.
El jurado concluyó que Haigh no era un desequilibrado sino un asesino y el veredicto fue el de culpable sin reservas ni circunstancias atenuantes. La sentencia era morir en la horca. El condenado no apeló. John George Haigh fue visitado por el verdugo Albert Pierrepoint a las nueve de la mañana del lunes 10 de agosto de 1949.
Pierrepoint honró a Haigh con una rara distinción. Tiempo después, el verdugo recordaría aquella ejecución con cierto orgullo: “Cuando llegó el momento de ejecutar a Haigh, llevé conmigo una correa especial para atarle las muñecas. Es una correa hecha con una piel de ternero muy suave y flexible cuyo diseño es idéntico al de las correas que me proporciona el ministerio del Interior como parte del equipo de ejecución y que uso normalmente, pero es propiedad particular mía. Sólo la he utilizado una docena de veces. Siempre que la uso hago una anotación con tinta roja en mi diario particular. Es la única indicación de que me he tomado un interés especial en esa ejecución”.
El cuerpo de Haigh fue enterrado a dos metros y medio de profundidad en un ataúd especial con agujeros por donde entraba el agua para acelerar la destrucción del cadáver.