Mauricio Macri busca su reelección en la contradicción de un ajuste ortodoxo y la creación de un paquete de control de precios y aliento al consumo.
Que el gobierno de Macri apele a recetas económicas del alfonsinismo tardío para tomar aire en medio de un ajuste ortodoxo, en el que se metió convencido que era la manera de solucionar de raíz los problemas de la Argentina de los últimos 70 años, habla del nivel de desconcierto que circula por la cúpula del poder.
Lo que estamos presenciando suena contradictorio porque es contradictorio y la explicación es simple y se llama miedo a perder. Macri empieza a tomar conciencia que el relato de emergencia que le armaron Marcos Peña y Durán Barba luego de la implosión del gradualismo, no sirve para sumar votos. La idea heroica de «aguantar» hasta que pase la tormenta funciona si la tormenta en algún momento pasa. Sobre todo, en algún momento antes de las elecciones.
Pero como Macri es un hombre de caprichos -o convicciones- importantes y tiene entre sus virtudes cierto desparpajo natural, dice lo que piensa. Y lo que piensa es exactamente opuesto a lo que su Gobierno está haciendo. Macri critica los controles de precios mientras su gabinete intenta anudarlos. Macri critica la asfixiante carga impositiva, mientras su administración sube y repone impuesto. Macri cuestiona el endeudamiento, mientras duplica la deuda externa. Y así nos ofrece el espectáculo de un presidente no divorciado, sino en confrontación, con su propia acción de Gobierno.
Sería fascinante de observar si en el medio no aumentaran por millones los pobres y permanecieran intactas y hasta agravadas las severas distorsiones de la macroeconomía que dejó el kirchnerismo.
Entonces, para reafirmar la extravagancia argentina, mientras el ministro de Hacienda y el presidente del Banco Central tratan de convencer en Washington a la cúpula del FMI que el ajuste y la normalización macroeconómica marchan sobre rieles, en la Argentina el resto del gabinete ensaya, sin mucho rumbo, la construcción de un programa de reactivación del consumo interno.
Y lo más notable es que se anuncia por los diarios que se trata la «ultima bala» para no perder la elección. Después se preguntan porque sube el riesgo país.
Se aclara además que le herejía sólo durará hasta las elecciones de octubre, para después retomar con entusiasmo el sendero del ajuste que los llevó a esta situación. No es una suposición, el propio Macri se lo dijo a Vargas Llosa en un encuentro público. No queda muy claro entonces si estamos ante una enorme subestimación de la sociedad o un lúcido aprovechamiento del cortoplacismo argentino.
Pero este inesperado regreso a los ochenta -incluyendo la reivindicación de artilugios incorporados por el kirchnerismo-, introduce en el discurso público del Gobierno un titánico esfuerzo de ecualización, para combinar las apelaciones al ajuste heroico con la alegría de los créditos subsidiados y los precios cuidados.
Pero atrás de todo este entretenimiento pasan cosas. La recaudación cae y eso obliga a acentuar, no aflojar, la reducción del gasto, como bien le indicó a Dujovne el staff del FMI en su último reporte.
Y en las encuestas Macri cae. Pero la novedad es que el presidente parece decidido a desafiar el consejo de sus amigos más cercanos, como Nicolás Caputo y Daniel Angelici, y buscará en las urnas la revancha de un primer mandato que le dio más disgustos que alegrías. Tan evidente es que esa es su decisión, que hizo algo verdaderamente inesperado: rompió el chanchito. Ordenó que se giren miles de millones a los gremios y está dispuesto a ceder lo que haya que ceder para cerrar un acuerdo con Nosiglia y otros interlocutores similares.
Este cordón sanitario que el Gobierno intenta construir contra reloj, busca desactivar la posibilidad de una ruptura del radicalismo para apoyar a Lavagna. Sería un golpe demoledor.
Es notable lo que ocurre con este ex ministro, que acaso se ve a si mismo como un Fernando Henrique Cardoso argentino. Un justo medio de todas las cosas, un hombre serio llamado por la historia, un poco molesto por tener que abandonar la comodidad de su vida ordenada.
Lavagna comete errores políticos de magnitud, no arma equipos, no gasta dinero, no tiene operadores ni voceros, es bastante malhumorado y tiene un ego que convierte a los del PRO en humildes monjes franciscanos. Y sin embargo inquieta. Inquieta a Massa, pero también a Cristina y sobre todo a Macri. Son muchos en la política los que apuestan a que se canse y de un paso al costado, como suele hacer.
Cristina crece, pero sus candidatos pierden las elecciones por márgenes impactantes. Macri cae pero la opción de centro superadora parece a años luz de sintetizar una oferta. Y mientras tanto la crisis se agudiza. La discusión llega a niveles de subsuelo entre el precio de la leche, espías, arrepentidos truchos y una diputada que truca una foto para mostrarse acostada en el piso, al lado de una góndola de supermercado. Lacan se haría un festín con la simbología que subyace en esa composición.
Macri se aplica así la medicina que le propone a la sociedad y se embarca en una campaña del aguante, en un tránsito de proselitismo casi imposible, de dificultades en la calle, de escraches y planteos inesperados, de contradicciones discursivas y de gestión, de pérdida en definitiva de magia electoral. Una campaña de pan y agua, de sangre, sudor y lágrimas, pero que por efecto del susto, hasta corre el riesgo de enmascarar esa búsqueda final de sentido, en un inesperado ataque alfonsinista.