
A siete meses de viudez se propuso iniciar un duelo “corazón adentro”. Se casó a los 20 pero conoció el “amor real” a los 30, cuando reencontró a Marcelo Frydlewski en una “experiencia casi esotérica”. La intimidad de un romance de 37 años que nació como “icardiada”. El dolor por la pérdida de sus gemelos. La pasión adolescente que vivieron “hasta el día que lo internaron”. Las señales. La vida “partida en dos”. Y sus desesperados intentos de adaptarse a la soledad
Al séptimo mes de viudez describe su vida, su corazón y su futuro “partidos en dos”. Mientras el “aturdimiento” pasa al ritmo en que caen las fichas de una soledad inédita en este intento de duelo, cuenta que se pregunta: “¿Qué haría Marcelo en esta situación?”.
Recordemos que el empresario falleció en octubre de 2021, en Miami, donde estuvo internado durante un mes y medio, cuando la variante Delta del COVID-19 desencadenó complicaciones en su organismo golpeado por la diabetes y el tránsito de un cáncer de pulmón que había debido afrontar tiempo atrás, según publica Infobae.
Ya no hay juego en las redes, “porque no es lo mismo. Ni las ganas, ni la luz en mi mirada, ni la sonrisa que pueda impostar, ni la cara que puedan maquillarme en algún canal”, suelta. “Quiero ver la luz y está costándome. No la encuentro todavía. Pero sé que él me mira, me cuida y me guía. Y siento que así será toda la vida”.
Su primer amor fue Frydleswski. Y lo afirma después de varios noviecitos (entre ellos el actor Gustavo Garzón) e incluso de un matrimonio.

Estrenaba sus 20 años cuando se casó con un tal José. Hasta ahí había sido una “niña prodigio” de Villa Crespo que dividía su “rutina estricta y cronometrada” entre la educación laica (en la Escuela Nº 22, Rómulo Naón y en “la famosa escuela shopping” de Pueyrredón y Mitre) y la formación cultural judía que la convirtió luego en maestra de hebreo.
Fue así que, por moción de Inés, su madre, una exquisita ex vendedora de las Perfumerías Ivonne (“y mentora de mis estudios de inglés en el Cambridge”, como cuenta) aplicó para el ciclo secundario en la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini, diciendo no al Nacional Buenos Aires, en el que también había logrado mi vacante: “En ese entonces ser Perito Mercantil daba mayores garantías a la hora de conseguir empleo”, explica.
Si rindió libre el sexto y último año fue casi por despecho amoroso. “Tenía un noviecito un año mayor con el que había roto, y cuando egresó dije: ´¿Ah, sí? Vos te vas y yo me quedó… ¡De ninguna manera!´. En un mes y medio preparé las 28 materias”, relata. “Era una bocho, sabía estudiar y tenía impronta”.
Sin que nadie supiese compró el primer programa de Introducción al Derecho en la UBA. Sacó un 8 y así fue por la segunda. Se acercó de a poco a un deseo latente de papá. Yaco (Juan), pionero en la fabricación de televisores nacionales (que vendía en Gaona y Pujol) y reconocido juez de la Federación de Voleibol, le enseñó a ganarse todo eso que quería “solo si conseguía vencerlo en desafíos de Scrabble”.

En resumidas cuentas y volviendo al eje de la conversación, fue en 1975 que –”confiada en el proyecto familiar que había visto en mis padres”– Rosenfeld se unió religiosa y civilmente a quien fuese su novio. Se trataba de un joven empresario 10 años mayor que ella. “Uno de los más grandes confeccionistas de jeans que abastecía a firmas como Angelo Paolo, Mango, Stone y Quarry”, dice.
“Con él aprendí tanto de la industria que terminé siendo abogada de todas esas marcas”. ¿Si se casó realmente enamorada? “Y… Me casé feliz”, responde suspicaz. “Mi vestido era precioso”, suelta mientras explica el diseño “cerrado y pertinente al templo”. Lo relata, porque no guarda soporte fotográfico de ningún tipo: “Todo se lo quedó mi ex. Si quería empezar una nueva vida no podía quedarme con nada que me atara a aquel intento”, señala.
El matrimonio duró tres años y “ni bien salió la ley en 1987, fue uno de los primeros divorcios que se presentaron en Tribunales”. Pero la fugacidad del vínculo deja de resultar interesante cuando Ana habla del modo en que se inició el final. “Yo me había instalado en casa de mis padres y lo dejé por teléfono. Se enojó mucho, mucho, mucho”, relata.
“Su plan era mudarnos a una casa. Y le dije: ´No la compres, porque no vamos a seguir viviendo juntos´. Fui honesta, como se debe. Por eso hoy pregono la importancia de la valentía para afrontar a quien se amó antes de incorporar a terceros en una pareja. De saber dar un paso al costado cuando ya no se proyecta y asumirlo con responsabilidad”, concluye. La decisión fue el fruto de una etapa de crueles ribetes.
“Me habían diagnosticado un año de vida”, recuerda Ana. Una dura noticia que abrió un camino de incertidumbres médicas y personales en el que dice haberse sentido “sola”. Apenas el inicio de ese tránsito le bastó para saber que “necesitaba a otro tipo de persona a mi lado”, revela.

“Alguien que, en esa delicada situación, me contuviese de un modo diferente. Si iba a construir una familia, me haría falta un pilar más sólido. Me había dado cuenta de que jamás sería el hombre de mi vida. Así fue como llegué a la casa de mis padres para decirles que me separaría. Hablo de 43 años atrás, cuando anunciar eso era… ¡wow! Lo único en lo que pensaron fue en ´el qué dirán los demás´. Yo creo que él nunca entendió el motivo de mi determinación. Jamás terminé de explicarle muy bien la razón. Tal vez se entere al ver esta entrevista”, anuncia. “No volvimos a vernos, pero fue el primero en llamarme cuando murió Marcelo”.
Faltaba poco para que cumpliese sus 24 cuando el dolor en una de sus rodillas se hizo insoportable. “No hacía deportes y nunca lo había hecho… Ni siquiera sé andar en bicicleta. Por lo que el cuadro se hacía inentendible”, explica.
Fue llevada a una guardia médica, donde supusieron que se trataba de un problema en sus meniscos. Pero el radiólogo “tuvo la gentileza o la iluminación” de extenderse más allá de la articulación. “Así descubrieron que el hueso de la cadera estaba totalmente carcomido”, cuenta Rosenfeld.
“Me metieron en una cama diciéndome que debía agradecer no haber sufrido una fractura espontánea, lo que hubiese sido terrible”. Desde ahí, se sumió en un sinfín de análisis, estudios y tomografías hasta el peor de los partes. “Me detectaron un tumor en la cabeza del fémur derecho y los pronósticos eran pesimistas”, relata.
Fue un médico austríaco que, en una de sus esporádicas visitas al país, se encargó de la anatomía patológica que señaló que se trataba de un tumor benigno de Jaffe y tomó las riendas de un “curetaje”. El hueso de Ana “era una cáscara de huevo, molido en mortero”, según describe. Hasta la cirugía en la que reemplazarían el hueso, Ana debió estar acostada. “No llegué a necesitar una prótesis sino que rellenaron con materia ósea de mi propia cadera”, cuenta.

“Me operaron en agosto y recién pude volver a caminar el 3 de octubre… ¡Y con muletas!”. Fue antes de emprender la rehabilitación que, “entre todo lo que pasó por mi cabeza, lo primero que decidí fue mi separación”, cuenta. “No me sentí acompañada. Yo era quien cuidaba de mi pareja y no al revés”.
No volvió a enamorarse hasta sus 30, aunque por ese entonces tenía un noviecito: cierto “empresario de la madera que había quedado en reunirse con un colega a las 7 de la tarde en mi oficina para acordar una compra-venta. Por lo que debía clavarme a esperarlos”, relata. Alrededor de las 4, su novio avisó que no llegaría. “¡Qué garrón! Sin celulares en aquel entonces, tuve que aguardar sentada ahí hasta que el otro, a quien no conocía, se dignase a llegar”, recuerda.
Al escuchar el timbre, Ana se dirigió hacia la puerta “con muy mala cara” dispuesta a decirle: “¡Por fin! Estoy apuradísima”. Y cuando abrió… “‘¡¿Vos no serás Marcelo, de aquel grupo de estudio?!’, le dije. `¡¿Y vos no serás Ana, la que hizo la carrera vertiginosa?!´, preguntó él. Nos pusimos a charlar sobre la vida y, desde ese mismísimo instante, no dejamos de hacerlo jamás”.
Frydlewski y Rosendeld se había conocido en “una de esas madrugadas de estudio eternas” mientras preparaban Política Económica en casa de Darío, amigo de ella y novio de Graciela, hermana de él. “Fueron dos noches en vela en la que ni nos miramos. No me gustaba para nada. Lo recordaba como aquel tipo alto, flaquito, de pelo largo, con gamulán gastado de tantos viajes. Muy onda Beatles”, describe.
Mientras asume con gracia que aquel encuentro gestó una auténtica “icardiada” (aunque “ese noviazgo no estaba destinado a prosperar”), revela que fue un hecho “casi metafísico” que logró impresionarla por entonces y vuelve a emocionarla hoy.

“No me preguntes por qué, pero yo había estado buscando a Marcelo durante años”, confiesa. “Caminaba una de las calles de la zona de Tribunales y siempre veía a alguien muy parecido a él. Me pregunta: ´¿Será o no será?´. Mi espíritu, mi cabeza, mi ser estaban como en alerta. Nunca me había gustado y tampoco tenía idea cómo era su fisonomía actual, ni de su estado civil, ni siquiera si se había recibido. Por eso creo que se trató de algo esotérico”, relata.
Durante 37 años se dijeron “Vamos a casarnos” muchas veces, hasta convertir esa frase en muletilla y el deseo en un pendiente. “Nunca fue una prioridad entre nosotros”, cuenta.
Recorrieron el mundo y la deco en su piso de Palermo es un compendio visual de todos aquellos destinos que hicieron tan propios que hasta los dueños de los hoteles más frecuentados llamaron a Ana para decirle (“apenados”) que siempre seguirán esperándola. Nada, ni siquiera la causa común del dolor “más lacerante” entre los dos pudo apartarlos de su “felicidad inédita”. Y con esto nos referimos a la pérdida de su primer embarazo.
“Fue un caso en un millón”, adelanta. Ana y Marcelo esperaban mellizos cuando al sexto mes se detectó síndrome triploide o triploidía, una alteración cromosómica por la cual (en este caso) los fetos adquieren tres cromosomas (y no dos), por lo que no se llega a completar el desarrollo embrionario. “Hubiesen sido nuestros primeros hijos. Mamá es melliza, por lo que mis probabilidades de tener dos bebés eran altas”, explica.
“Estaba embarazada de seis meses cuando supe que ese hijo estaba destinado a no nacer. Fue muy cruel, porque debí expulsarlo de forma natural”, cuenta mencionando además que también su vida estuvo en juego.

“La inducción duró siete días. O sea, atravesé una semana con dolores de parto. En ese momento, evitamos la cesárea para que pudiese volver a quedar embarazada enseguida. Lo que felizmente sucedió dos meses después, cuando iniciamos la espera de Pamela (35)”, relata. Marcelo había tenido dos hijos varones de su primer matrimonio. Con uno de ellos, Ana no tiene vínculo, “pero el otro siempre ha sido muy unido a mis chicas”.
Si bien intentó sobrepasar el duelo de Marcelo de puertas afuera, dice: »Entendí que había llegado el momento de duelar ya no puertas adentro, sino corazón adentro. Porque saber que Marcelo ya no va a volver está partiéndome el alma. Ahora mi única ilusión es darles a mis nietos una abuela, porque extrañan a su abuelo. Y a mis hijas, una mamá entera”.
Ana no cree en la terapia: “No hice ni haré, jamás”, asegura. “No necesito contarle a nadie lo que estoy sintiendo. Nada podrá calmar ni tratar lo que me pasa”, dice con escepticismo. “Mi terapia hoy, como lo fue toda la vida, es estar parada frente a un juez, a un cliente o a una cámara de televisión. He vivido situaciones de muchísimo dolor y de todas me curé solita. A todas las he convertido en alegría, menos a esta…”.
Jamás se pelearía con Dios, explica, pero la ha decepcionado. “Me enojé con él, porque le he hice muchas preguntas sin recibir respuestas. ¡¿Por qué Marcelo?! ¡Tan joven! ¡Mi compañero! ¡Un hombre excelente! Alguien queridísimo por quien lo conociera…”, cuenta.
“Busco a Marcelo todo el tiempo. En su almohada, mirando el otro lado de la cama. Siento que de un momento a otro se abre la puerta y escucho el particular ruido que hacían sus zapatillas al entrar. Porque yo tenía mucha ilusión, mucha… Estaba segura de que saldría de esa clínica. No sé, en silla de ruedas, tal vez con mochila de oxígeno y que posiblemente debería hacer rehabilitación. Realmente creía en que saldría. Por eso nunca imaginé esta pesadilla”, dice.

Ana sabe de pasiones. “Marcelo y yo éramos novios eternos. Dos adolescentes hasta el último día. Nunca dejamos de tener esa piel que nos unía. ¡Nunca! Cualquier mínimo enojo se disolvía encajándonos un beso y no hubo noche en la que se apagaba la luz sin decirle ´que descanses, amorcito´”, cuenta sorprendida de sí misma tras haber pronunciado esa palabra.
Sí, no registra tabú al hablar de su vida sexual, porque la considera ya un episodio cerrado que guarda como dice “en una caja de cristal, a la que le puse un moño recién el día que supimos que los dos éramos positivos de COVID. Cuando, por mayor precaución, decidimos aislarnos y vivir en cuartos separados”, revela.
“Todo terminó con ese último beso que le di cuando se iba a internar, con esos ojitos de incertidumbre”. Es determinante.
En fin, “dicen que la vida es linda cuando hay recuerdos, pero mucho más cuando se tienen proyectos. A mí, recuerdos me sobran, y proyectos… Los proyectos voy haciéndolos día a día”, señala Ana.