Un Premio Nobel a la literatura

El jueves, a las 8 de la mañana hora argentina, la Academia Sueca hizo pública su decisión y le concedió al escritor peruano Mario Vargas Llosa el Premio Nobel de Literatura. Su nombre resonaba todos…

domingo 10/10/2010 - 10:53
Compartí esta noticia

El jueves, a las 8 de la mañana hora argentina, la Academia Sueca hizo pública su decisión y le concedió al escritor peruano Mario Vargas Llosa el Premio Nobel de Literatura. Su nombre resonaba todos los años, desde hace mucho tiempo, al punto de que él mismo había ya perdido toda esperanza de obtenerlo. Luego de Asturias, García Márquez y Octavio Paz, otra vez le tocó el turno a un latinoamericano.

Barcelona, 1972. Para entonces, era el autor de unas pocas novelas, una obra teatral y un ensayo literario.
Un par de meses atrás, el escritor noruego Kjartan Flöegstad –de visita promocional en la Argentina– precisaba en un reportaje, a propósito de una pregunta relativa a la trascendencia de los premios Nobel, cuál era su visión al respecto. “El comité que lo otorga está compuesto por una docena de escritores. Algunos son buenos, otros no tanto; otros son apenas regulares. Tienen sus gustos, como todo el mundo. Y eso es todo. De cerca no se ve tan glamoroso como parece.” La opinión o descripción de Flöegstad refleja lo que piensa más o menos cualquier persona razonable, en especial aquellos que se dedican a estos menesteres y saben que los premios, además de no negárseles a casi nadie, representan poco más que un golpe de suerte, un cruce de caminos, un señalamiento azaroso del que puede resultar alguna utilidad pero, en definitiva, prueban poco y nada. Se ha dicho hasta el cansancio: no lo ganaron –el Nobel– ni Kafka, ni Nabokov, ni Walser, ni Joyce, ni Proust, ni Greene, ni Saer, ni Capote, ni –y nos lo recitamos como un autoflagelo diario– el mismísimo Borges. Sí se lo dieron a unos cuantos autores insoportables, cuyos méritos muchas veces exceden lo estrictamente literario, por no decir que apenas traspasan lo político (o lo familiar, si se observa la cantidad llamativa de ganadores de origen escandinavo). ¿Qué decir del que le otorgaron a Winston Churchill –el de literatura, aclaro–, quien entre otras cosas concibió el operativo que redujo a cenizas a decenas de ciudades y pueblos alemanes a fines de la Segunda Guerra, con la prepotencia de que el fin justifica de vez en cuando los medios?

La pregunta es, entonces: ¿por qué nos alegra? ¿Por qué resulta hasta cierto punto significativo el hecho de que el Nobel de Literatura recaiga esta vez en Mario Vargas Llosa? Porque es un escritor latinoamericano, sí. Pero fuera de ese pseudo-chauvinismo y de la mezquindad de pensar qué lejana tajada podremos llegar a morder (justo en un momento como éste, en que los ojos de la comunidad literaria mundial están posados en la Argentina, al menos hasta que termine la Feria de Frankfurt, o al menos lo estaban hasta que se anunció el Nobel), la verdadera razón de la sonrisa con la que muchos nos despertamos la mañana del último jueves tiene un origen muy distinto: un tiro para el lado de la justicia, diría el perdonable lugar común. De vez en cuando les ocurre, al parecer, a los miembros de la Academia (la sueca, pero ya que estamos, a la de Hollywood también): dejan descansar por un rato su buena conciencia, la función para la que imaginan –vaya uno a saber por qué– estar destinados, acaso la culpa, y simplemente ponen el ojo en un escritor de verdad, uno que no necesita aclaraciones, ni contexto, ni nada que lo aleje demasiado de aquello que automáticamente debería figurársenos al pensar en él: los libros, nada más que eso. Lo llamativo es que en la última década ese tipo de accidentes haya ocurrido con relativa frecuencia: V. S. Naipaul, J.M. Coetzee, Doris Lessing, y hace apenas dos años ese fabulador insuperable que es Jean-Marie G. Le Clézio, con quien Vargas Llosa casualmente perdió en la decisión final el prestigioso Premio Renaudot (el segundo de importancia en Francia, detrás del Goncourt, y que ganaron entre otros Céline, Butor y Perec), allá por 1963, en lo que podría haber sido el primer eslabón trascendente de un largo recorrido que, ahora sabemos, lo llevaría hasta el ansiado, y en sus propias palabras ya casi resignado, Premio Nobel.

Lo cierto es que Vargas Llosa ha dado siempre muestras de buena salud, si se exceptúan sus exabrutos políticos. Pongamos blanco sobre negro: es el último de los pesos completos latinoamericanos que aún se mantiene en pie, a la altura de las circunstancias. ¿El resto? O se han ido (Roa Bastos, Cabrera Infante, Onetti, allá lejos Cortázar), o han escrito poco y nada (García Márquez), o se han dedicado a ejercer su pose inmaculada de plumas célebres, desparramando obviedades a diestra y siniestra (Fuentes). Vargas Llosa no. “Siempre me ha angustiado mucho la idea de esos escritores que pierden el fuego”, ha dicho, “y me sentiría muy desgraciado si no pudiera trabajar”. Se nota: la última década del peruano lo ha encontrado incluso más activo que nunca, y hay que decir que por lo menos ha dado a luz una obra maestra indiscutible, La fiesta del Chivo, y un texto de referencia insoslayable sobre Juan Carlos Onetti (El viaje a la ficción). La faceta de ensayista es, por cierto, escasamente reconocida en el escritor peruano –mérito sin duda de su obra de ficción–, lo que entre otras cosas ha recluido al olvido esa pequeña maravilla que es La orgía perpetua, el libro que le dedicara a Flaubert 35 años atrás.

Las previsibles voces que ya se han alzado en contra del galardón concedido a Vargas Llosa tienen poca razón de ser, y como es obvio, traspasan el marco de lo literario, por no decir que en alguna medida lo niegan. Como es natural, el devenir político del autor de La casa verde ha irritado sistemáticamente a muchos –no soy la excepción–, pero de allí a calzarle el traje de filonazi, a la manera de un nuevo Pound (Premio Nobel también), o afirmar con tono enfurecido que se ha impuesto una vez más el mal, son disparates que apenas deberían circular en una charla de café, o mejor, en una discusión de borrachos. Por otra parte, el episodio central de la carrera política de Vargas Llosa, su candidatura a la presidencia en 1990 por el Frente Democrático, merece ser juzgado con relativa indulgencia; a la vista de los hechos, es decir de la década en la que Alberto Fujimori dirigió los destinos de Perú –la era de su compinche Carlos Menem–, cabe preguntarse cuánto mal podría haberle hecho al país alguien con la inteligencia, la sensibilidad y la amplitud de miras de un escritor que está a la altura de los grandes del siglo XX, con o sin Oscar sueco, sin olvidar por supuesto su simpatía por personajotes como Kissinger ni, señalémoslo antes de que el progresismo entero se levante en armas al leer estas páginas, el pecado de no haber sido incondicional a la Revolución Cubana.

En cualquier caso, el premio Nobel concedido a Vargas Llosa incluye sin duda ciertos condimentos políticos, tal vez habría que decir diplomáticos, en su elección de parte de la Academia Sueca. No por casualidad él mismo ha salido a decir, casi de inmediato, que esperaba que se lo hubiesen dado por sus méritos literarios. Pero si se piensa que es apenas la sexta vez que lo gana un escritor latinoamericano, y que el último había sido el mexicano Octavio Paz exactamente veinte años atrás (luego de Gabriela Mistral, Miguel Angel Asturias, Pablo Neruda y Gabriel García Márquez), se sabía que tarde o temprano, más temprano que tarde, la perinola señalaría a uno de los nuestros.

Discusiones al margen, un corpus literario del peso específico del de Vargas Llosa impide mirar hacia otra parte. Podríamos detenernos en la que tal vez sea su obra cumbre, Conversación en La Catedral, y el sólo hecho de saber que su autor tenía apenas 33 años al momento de su publicación –en 1969– basta para provocarnos escalofríos. Claro que, para peor, su genio ya había dado aviso: La ciudad y los perros, de 1963, la novela en la que recrea el universo del colegio militar donde cursó un par de años (una experiencia breve pero determinante), es ya una obra madura, magistralmente concebida y sobre todo ejecutada, a partir de la confluencia de dos elementos centrales en su literatura como son la violencia de los gestos y la matriz poética del lenguaje. Pero podríamos ir incluso más allá: un relato como Los jefes, de 1959, contiene ya la mayoría de los componentes de un estilo agresivo, zigzagueante, por momentos abrumadoramente intenso, al que acaso le falte aún cierta complejidad estructural que será, muy pronto, parte del estilo inconfundible o la marca de la casa.

Es difícil precisar en qué momento eso que con el tiempo se asemeja o resuena como un destino ineludible comenzó a tomar forma. Recostémonos entonces en los datos: Mario Vargas Llosa –Jorge Mario Pedro, en verdad– nació en la ciudad de Arequipa, la segunda en importancia de Perú, el 28 de marzo de 1936. Pasó parte de su infancia en Cochabamba, Bolivia, a donde habían ido con su madre siguiendo los pasos –y la ayuda económica– del abuelo diplomático. El derrotero político de éste los arrastra años más tarde a la ciudad de Piura, de vuelta en el Perú, y finalmente a Lima. Allí Vargas Llosa se encuentra por primera vez –a la edad de diez años– con su padre, a quien creía muerto hasta poco antes, un recurso melodramático que su familia engendró para no confesarle el hecho de que sus progenitores estuvieran separados, y que sin duda anticipa el rumbo enrevesado que tomarían sus propias decisiones sentimentales. La relación que a partir de allí sostiene con su padre, siempre problemática, resultará sin embargo fundamental para su futuro, en esencia como fuerza de oposición: la experiencia ya mencionada en el Colegio Militar Leoncio Prado, el que abandona un año antes de graduarse, y el temprano casamiento con su tía política, diez años mayor que él (Vargas Llosa no había cumplido los veinte), un suceso que sacudió a la familia y obligó a la pareja a vivir separada durante un tiempo. Contra todo pronóstico, el matrimonio duró casi una década. Poco después comenzaría una relación nueva, que ya lleva 45 años, con Patricia Llosa; como el lector habrá sospechado, se trata también de alguien de la familia, en este caso su prima.

Para entonces, Vargas Llosa ya era Vargas Llosa. La ciudad y los perros había obtenido el premio Biblioteca Breve, de Seix Barral, un galardón apreciado por, al menos en aquellos tiempos, la mirada certera con que apuntaba a ciertos autores que luego serían determinantes (Luis Goytisolo, Juan Marsé, Cabrera Infante, Juan Benet). Los ejes centrales de su obra ya se encuentran expuestos en esas primeras novelas, en especial el sexo y, sobre todo, la política, cuyo ejercicio es en Latinoamérica con frecuencia una cuestión de vida o muerte, a diferencia de lo que sucede en el Primer Mundo; por eso resulta tan fascinante –si no, pregúntenle a Graham Greene–, y es indudable que pocos escritores han logrado huir de los lugares comunes y dialogado con la realidad del continente como el flamante Premio Nobel peruano. Las primeras líneas de Conversación en La Catedral son, en cuanto a ello, elocuentes (y notables): “Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”. En el prólogo a la reedición de 1998, Vargas Llosa confesaba que Conversación en La Catedral era la novela que más trabajo le había dado, y por tanto, la que salvaría del fuego si las circunstancias lo obligaran a elegir una entre todas.

Quizás a causa de ese esfuerzo desmedido, en la década siguiente publica dos novelas que, aunque nunca demasiado lejos de sus preocupaciones primordiales, lo muestran más despojado, también más irónico y, si se quiere, más amable para con sus personajes: Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977). Son los años 70, el momento de recoger las mieles que –para bien y para mal– produjo la explosión de la literatura latinoamericana; una etapa esencial y paradójicamente europea, que encuentra a Vargas Llosa y a sus amigos del boom en el centro de la escena. Uno de esos grandes amigos, con todo, dejará de serlo en un episodio famoso: el inefable Gabo, que al parecer metió las narices donde no debía y se llevó, como cosecha, una trompada que le dejó el ojo izquierdo morado y el orgullo muchísimo más herido (ocurrió delante de medio mundo, en México, durante un estreno cinematográfico). Luego de más de treinta años de enemistad, apenas se conoció el fallo de la Academia comenzó a circular el mensaje que, lógicamente vía Twitter, García Márquez le había dirigido a su antiguo camarada. No fue demasiado efusivo, por cierto: “Cuentas iguales”, escribió el colombiano, acaso mordiéndose la lengua de rabia.

Para Vargas Llosa, los años 80 fueron los del retorno a la política, primero dentro de la literatura y luego fuera de ella. Más adelante llegarán las críticas, el desencanto una vez más con el Perú y el escape vía Madrid, la nacionalidad española, el raid por varios continentes coleccionando doctorados honoríficos y homenajes de toda índole. Pero también la obsesión por continuar una obra infatigable; una escritura siempre ambiciosa, de dientes apretados y, sin embargo, capaz de producir la sensación constante de que nos hallamos en mitad del océano, solos, a merced de un mundo que se parece al nuestro pero es, todo el tiempo, único.

Lo del Nobel es, claro, poco más que una anécdota. Y así y todo será, moleste a quien moleste, un modo de equilibrar la balanza. Una de las pocas veces en que no tendremos razones para lamentarnos porque no se lo hayan dado al bueno de Borges.

Hoja de vida
* Vargas Llosa nació en el seno de una familia de clase media de ascendencia mestiza y criolla el 28 de marzo de 1936 en la ciudad de Arequipa, Perú. Fue el único hijo de Ernesto Vargas Maldonado y Dora Llosa Ureta.

* A los 14 años, su padre lo envió al Colegio Militar Leoncio Prado (Lima), donde tuvo un tiempo, como profesor de francés, al poeta surrealista César Moro. Un año antes de su graduación, Vargas Llosa empezó a trabajar como periodista aprendiz para periódicos locales.

* Vargas Llosa empezó con seriedad su carrera literaria en 1957 con la publicación de sus primeros relatos, Los jefes y El abuelo, mientras trabajaba en dos periódicos. Su primera novela, La ciudad y los perros, fue publicada en 1963. Dos años después publicó La casa verde, y en 1969 dio a conocer Conversación en La Catedral. En 1971 publicó García Márquez: historia de un deicidio como su tesis doctoral en la Universidad de Londres. En 1977 apareció La tía Julia y el escribidor, basada en parte en el matrimonio con su primera esposa, Julia Urquidi.Y en 1981 publicó su cuarta novela, La guerra del fin del mundo.

* Tras un período de intensa actividad política, Vargas Llosa volvió a ocuparse en la literatura con su libro autobiográfico El pez en el agua (1993), Los cuadernos de don Rigoberto (1997), y El paraíso en la otra esquina (2003). Otro trabajo destacable es un ensayo que resume el curso dictado en Oxford sobre la novela Los miserables de Victor Hugo, La tentación de lo imposible.

* La novela La fiesta del Chivo (2000) fue llevada al cine por su primo Luis Llosa. En mayo de 2006 presentó la novela Travesuras de la niña mala. Para el 3 de noviembre de 2010 está anunciada la salida de su última novela, El sueño del celta, que aparecerá por el sello Alfaguara.

Fuente: Diario Perfil

Compartí esta noticia